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Al principio, Ponter tuvo cierto complejo de inferioridad a la luz de la avanzada tecnología de los gliksins: aeroplanos e incluso naves espaciales. Pero su investigación de la noche anterior le había hecho comprender por qué aquellos humanos habían progresado tanto en esas áreas: había vuelto a leer varios artículos de la enciclopedia.

Era un concepto tan básico para ellos que merecía ser expresado con una palabra muy breve.

La guerra había sido el motor…

Incluso las frases que empleaban para describir tales logros eran bélicas: la guerra había hecho posible la conquista del aire, la conquista del espacio.

Llegaron a la terminal. Ponter consideraba enorme el edificio que los mineros utilizaban para cambiarse de ropa, pero aquella gigantesca estructura era el espacio interior más grande que hubiese visto jamás, y estaba repleto de gente, y de feromonas. Ponter se sintió mareado y también algo avergonzado: muchos los miraban a Tukana y a él sin disimulo.

Tras algunas formalidades y papeleos (Ponter no lo entendió en detalle) los condujeron a un extraño portal. Hélene les dijo a Tukana y a él que se quitaran el cinturón médico y lo colocaran sobre una cinta móvil, y también que vaciaran las bolsas de su ropa, cosa que hicieron. Y entonces, siguiendo un gesto de Hélen, Ponter atravesó el portal.

Una alarma sonó de inmediato, sobresaltándolo.

Un hombre uniformado se apresuró a pasarle una especie de sonda por encima del cuerpo, que soltó un alarido por encima de su antebrazo izquierdo.

—Súbase la manga— dijo el hombre.

Ponter nunca había oído esa expresión, pero adivinó su significado. Se soltó los cierres de la manga y se arremangó dejando al descubierto el rectángulo de metal y plástico de su Acompañante.

El hombre se lo quedó mirando durante un rato; y luego, casi para sí, dijo:

—Podemos reconstruirlo. Tenemos la tecnología necesaria.

—¿Perdone? —preguntó Ponter.

—Nada —dijo el hombre—. Puede usted continuar. El vuelo a la ciudad de Nueva York fue breve: ni siquiera medio diadécimo. Hélene había advertido a Ponter, tanto en este vuelo como el del día anterior, de que era posible que experimentara cierta incomodidad durante el descenso, porque la presión del aire cambiaría rápidamente, pero Ponter no sintió nada, tal vez era una afección de los gliksin debida a sus diminutos senos nasales.

El avión, según anunciaron por los altavoces, tenía que desviarse al sur y volar directamente sobre la isla conocida como Maniatan, para sortear el tráfico aéreo. «Cielos abarrotados —pensó Ponter—. ¡Qué sorprendente!» De todas formas, estaba encantado. Después de hartarse de oír hablar sobre la guerra, había buscado en la enciclopedia la entrada sobre la ciudad de Nueva York. Descubrió que había en ella muchos grandes monumentos humanos. Sería maravilloso verlos desde el aire. Buscó y encontró, la gigantesca mujer verde con expresión ceñuda y una antorcha en alto. Pero, por mucho que lo intentó, no logró localizar las dos torres que supuestamente se alzaban sobre los edificios colindantes, cada una de unos increíbles ciento diez pisos de altura.

Cuando por fin aterrizaron, Ponter le preguntó a Hélene por los desaparecidos «rascacielos», palabra que le parecía poética.

Hélene pareció muy incomoda.

—Ah —dijo—. Se refiere a las torres gemelas del World Trade Center. Eran dos de los edificios más altos del planeta, pero…

Su voz se quebró ligeramente, lo que sorprendió a Ponter.

—Yo, siento tener que se la que se lo diga, pero… —Otra vacilación—. Pero fueron destruidas por un ataque terrorista.

El acompañante de Ponter pitó, pero Tukana, que evidentemente había estado investigando por su cuenta, inclinó la cabeza hacia Ponter.

—Forajidos gliksins que usan la violencia para intentar forzar un cambio político o social.

Ponter sacudió la cabeza, anonadado una vez más por el universo al que había llegado.

—¿Cómo fueron destruidos los edificios?

Hélene vaciló una vez más antes de responder.

—Dos grandes aviones con los tanques llenos de combustible fueron secuestrados y se les hizo chocar deliberadamente contra las torres.

Ponter no supo qué responder. Pero se alegró de no haberse enterado de aquello hasta haber aterrizado.

16

Cuando Mary tenía dieciocho años, Donny, su novio, se marchó a los Ángeles con su familia a pasar el verano. Eso fue antes de que se popularizara el correo electrónico e incluso antes de las llamadas baratas a larga distancia, pero se habían mantenido en contacto por carta. Don le enviaba al principio unas cartas largas y llenas de noticias y declaraciones de cuánto la echaba de menos, de cuánto la amaba.

Pero a medida que los agradables días de junio daban paso al calor de julio y la agobiante humedad de agosto, las cartas se fueron haciendo menos frecuentes y más lacónicas. Mary recordaba vivamente el día que el día que llegó una con sólo el nombre de Don al final, nada más, sin que lo precediera la palabra «amor».

Dicen que la ausencia acrecienta el amor. Tal vez lo hace en algunos casos. Tal vez, en efecto, era así en éste. Habían pasado semanas desde la última vez que Mary había visto a Ponter Boddit, y sentía tanto afecto por él, si no más, como cuando se marchó.

Pero con una diferencia, Cuando Ponter se marchó, Mary se quedó otra vez sola. Ni siquiera era una mujer libre, puesto que Colm y ella estaban solamente separados; el divorcio significaba la excomunión para ambos, y solicitar la nulidad matrimonial parecía una hipocresía.

Pero Ponter no había estado solo durante el tiempo que pasó aquí. Sí, era viudo, aunque no usara ese término, pero al regresar a su universo se vió rodeado de nuevo por su familia: su hombre-compañero Adikor (Mary se había aprendido los nombres de memoria), y sus dos hijas, Jasmel Ket de dieciocho años y Megameg Bek, de ocho.

En la antesala de la planta decimoctava del edificio de la Secretaría de las Naciones Unidas, Mary esperaba a que Ponter saliera de una reunión para verlo por fin. Mientras permanecía sentada, demasiado nerviosa para leer, estómago le daba vueltas, y todo tipo de pensamientos le pasaban por la cabeza. ¿La reconocería Ponter siquiera? Debía de haber visto montones de rubias que rondaban los cuarenta en Nueva York; ¿le parecerían iguales todos los gliksins del mismo color? Además, ella se había cortado el pelo desde su estancia en Sudbury, y había engordado un kilo o dos, maldición.

Y al fin y al cabo había sido ella quien lo había rechazado la última vez. Posiblemente era la última persona a quien Ponter quería ver ahora que había regresado a esta Tierra.

Pero no. No, él había comprendido que estaba todavía enfrentándose a las secuelas de la violación, que su incapacidad de responder a su avance no tenía nada que ver con él. Sí, seguramente él lo había comprendido.

Y sin embargo había…

El corazón de Mary dio un brinco. La puerta se abría, y las voces apagadas de pronto se volvieron claras. Mary se puso en pie de un salto, las manos unidas nerviosamente.

—…y le proporcionaré esas cifras —decía un diplomático asiático, hablándole por encima del hombro a una hembra neanderthal de pelo plateado que debía de ser la embajadora Tukana Prat.

Dos diplomáticos Homo Sapiens más salieron por la puerta, y entonces…

Y entonces apareció Ponter Boddit. Llevaba el pelo rubio oscuro con una raya exactamente en medio y sus asombrosos ojos marrón dorado destacaban incluso a esta distancia. Mary alzó las cejas, pero Ponter no la había visto, ni la había olido, todavía. Estaba hablando con otro diplomático, diciendo algo sobre exploraciones geológicas y…

Y entonces sus ojos se posaron en Mary, y ella sonrió nerviosa, y él dio un pasito de lado para apartarse de la gente que tenía delante y en su rostro apareció aquella sonrisa de casi un palmo que Mary conocía tan bien, y salvó la distancia entre ambos y la abrazó atrayéndola hacía su enorme pecho.