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Así que Mary simplemente ignoró la pregunta e hizo las presentaciones.

—Éste es Henry Ciervo Corredor —dijo, indicando a un nativo americano de unos cuarenta años—. Henry es de Brown.

—Era de Brown —la corrigió Henry—. Me he trasladado a la Universidad de Chicago.

—Ah —dijo Mary—. Y ella e… —indicó a la mujer, que era blanca y tendría unos treinta y cinco años— Angela Bromley, del Museo de Historia Natural de Nueva York.

Angela tendió la mano derecha.

—Es un verdadero placer, doctor Boddit.

—Ponter —dijo Ponter, que había comprendido que en esta sociedad no había que usar el nombre de pila de otro a menos que se invitara a hacerlo.

—Y éste es mi marido, Dieter —continuó Angela.

—Hola —dijeron Mary y Ponter simultáneamente.

—¿Es usted antropólogo? —preguntó Mary.

—No, no, no —dijo Dieter—. Lo mío es el revestimiento de aluminio.

Ponter ladeó la cabeza.

—Lo oculta usted bien.

Los otros parecieron perplejos, pero Mary se echó a reír.

—Ya se acostumbrarán al sentido del humor de Ponter —dijo.

Dieter se levantó.

—Déjenme que les traiga algo de beber. Mary… ¿vino?

—Vino blanco, sí.

—¿Y Ponter?

Ponter frunció el ceño, sin saber qué pedir. Mary se inclinó hacia él.

—Los bares siempre tienen Coca-Cola.

—¡Coca-Cola! —dijo Ponter, con deleite—. Sí, por favor.

Dieter desapareció. Mary se sirvió algunos cacahuetes del cuenco de madera que había sobre la mesa.

—Bien —le dijo Angela a Ponter—. Espero que no le importe que le haga algunas preguntas. Ha vuelto usted nuestro campo patas arriba, ya sabe.

—No era mi intención —dijo Ponter.

—Por supuesto que no. Pero todo lo que oímos sobre su mundo desafía algo que creíamos saber.

—¿Por ejemplo?

—Bueno, se dice que su gente no practica la agricultura.

—Es cierto.

—Siempre habíamos creído que la agricultura era un requisito previo para una civilización avanzada —dijo Angela, dando un sorbo al combinado que estaba tomando.

—¿Por qué? —preguntó Ponter.

—Bueno, verá, pensábamos que sólo a través de la agricultura podía garantizarse un suministro de comida seguro. Eso permite a la gente especializarse en otros trabajos: maestro, ingeniero, funcionario del Gobierno, etcétera.

Ponter meneó lentamente la cabeza adelante y atrás, como si le asombrara oír aquello.

—Tenemos gente en mi mundo que decide vivir al antiguo estilo. ¿Cuánto tiempo creen que tarda uno de ellos en proporcionar sustento para ello mismo y quienes dependen de ello?

Mary sabía que el lenguaje de Ponter tenía un pronombre neutro de tercera persona; Hak intentaba expresarlo.

Angela se encogió un poco de hombros.

—Mucho, supongo.

—No… mientras el número de los que dependen sea bajo. Ocupa aproximadamente el nueve por ciento del tiempo de uno. —Hizo una pausa, bien calculándolo él mismo o escuchando la conversión de Hak—. Unas sesenta horas al mes.

—Sesenta horas al mes —repitió Angela—. Eso son… Dios mío, sólo son quince horas a la semana.

—¿Una semana es un grupo de siete días? —preguntó Ponter, mirando a Mary. Ella asintió—. Sí, entonces, eso es. El resto del tiempo puede dedicarse a otras actividades. Desde el principio, hemos tenido mucho tiempo de sobra.

—Ponter tiene razón —dijo Henry Ciervo Corredor. —Quince horas por semana es la carga de trabajo media de los cazadores-recolectores de esta Tierra, también.

—¿De veras? —dijo Angela, soltando su vaso. Henry asintió.

—La agricultura fue la primera actividad humana en que la recompensa fue directamente proporcional al esfuerzo. Si trabajas ochenta horas a la semana sembrando campos, tu ganancia es el doble que si trabajas cuarenta. Cazar y recolectar no es así: si cazas a tiempo completo, acabas matando todas las presas de tu territorio; de hecho, es contraproducente esforzarte demasiado como cazador.

Dieter regresó, colocó los vasos delante de Mary y Ponter, y se sentó.

—¿Pero cómo se consigue un asentamiento permanente sin agricultura? —preguntó Angela.

Henry frunció el ceño.

—Lo está entendiendo mal. No es la agricultura lo que produce un asentamiento permanente. Es la caza y la recolección.

—Pero… no, no. Lo recuerdo del colegio…

—¿Y cuántos maestros americanos nativos tuvo en el colegio? —preguntó Henry Ciervo Corredor, en tono helado.

—Ninguno, pero…

Henry miró a Ponter, luego a Mary.

—Los blancos rara vez comprenden este punto, pero es absolutamente cierto. Los cazadores-recolectores se quedan en un sitio. Vivir de la tierra requiere conocerla íntimamente: qué plantas crecen dónde, adónde irán a beber los grandes animales, dónde ponen sus huevos las aves. Hace falta toda una vida para conocer de verdad un territorio. Mudarse a otro lugar es tirar por la borda todo ese conocimiento, tan duramente conseguido.

Mary alzó las cejas.

—Pero los granjeros necesitan echar raíces, como si dijéramos.

Henry no le rió el chiste.

—De hecho, los granjeros son itinerantes a lo largo de generaciones. Los cazadores-recolectores mantienen familias pequeñas; después de todo, las bocas de más que alimentar aumentan el trabajo que tiene que hacer un adulto. Pero los granjeros quieren familias grandes: cada hijo es otro trabajador que enviar a los campos, y cuanto más hijos tengas, menos trabajo tendrás que hacer tú mismo.

Ponter estaba escuchando con interés; su traductor pitaba suavemente de vez en cuando, pero parecía que seguía el hilo de la conversación.

—Supongo que tiene sentido —dijo Angela, pero parecía dubitativa.

—Lo tiene ——contestó Henry—. Pero cuando los hijos de los granjeros crecen, tienen que mudarse y fundar sus propias granjas. Pregúntele a un granjero dónde vivía su tatarabuelo y nombrará un lugar muy lejano; pregúntele a un cazador-recolector, y dirá «aquí mismo».

Mary pensó en sus padres, que vivían en Calgary; sus abuelos, en Inglaterra e Irlanda y Gales, y… Dios, ni siquiera sabía de dónde eran sus bisabuelos, mucho menos sus tatarabuelos.

—Un territorio no es algo que se abandona a la ligera —continuó Henry—. Por eso los cazadores-recolectores valoran tanto a los mayores.

Mary todavía se sentía dolida porque Ponter pensaba que había sido tonta al teñirse el pelo.

—Hábleme de eso.

Henry dio un sorbo de cerveza.

—Los granjeros valoran a los jóvenes, porque la agricultura es un negocio de fuerza bruta. Pero la caza y la recolección se basan en el conocimiento. Cuantos más años puedas recordar, más ves las pautas, más conoces el territorio.

—Nosotros valoramos a nuestros mayores —dijo Ponter—. No hay ningún sustituto para la sabiduría.

Mary asintió.

—Sabíamos eso de los neanderthales —dijo—, basándonos en los fósiles hallados. Pero no comprendía por qué.

—Yo soy especialista en Australopithecus —dijo Angela—. ¿A qué fósiles se refiere?

—Bueno —contestó Mary—, el espécimen conocido como La Chapelle-aux-Saints tenía parálisis y artritis, y una mandíbula rota y le faltaban la mayoría de los dientes. Obviamente habían cuidado de él durante años; era imposible que hubiera podido cuidar de sí mismo. De hecho, es probable que alguien tuviera que masticarle la comida. Pero La Chapelle tenía cuarenta años cuando murió… era viejo según los baremos de una gente que normalmente vivía sólo veintitantos años. ¡Qué tesoro de conocimientos debía de tener sobre el territorio de su tribu! ¡Décadas de experiencia! Lo mismo ocurre con Shanidar I, de Irak. Ese pobre hombre tenía también cuarenta años y estaba en peor estado aún que La Chapelle: ciego del ojo izquierdo, y le faltaba el brazo derecho.