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—¿Qué? —dijo Mary.

—Sí, ¿qué? —preguntó Henry.

—Un momento —dijo Ponter, persiguiendo un pensamiento e1usivo. Al cabo de segundos, asintió, tras haber capturado lo que perseguía—. Ustedes los gliksins beben alcohol, fuman y se dedican a deportes peligrosos para demostrar su capacidad residual. Dicen a quienes los rodean: «Mirad, en momentos poco difíciles puedo castigarme sustancialmente y seguir funcionando bien, lo que demuestra a las posibles parejas que no funciono al límite de mis capacidades. Por tanto, en momentos de escasez, obviamente tendré el exceso de fuerza y la capacidad de aguante para seguir siendo un buen proporcionador.»

—¿De veras? —dijo Mary—. ¡Qué idea tan interesante!

—Lo entiendo, porque mi especie hace lo mismo… pero de otra forma. Cuando cazamos…

Mary lo pilló al vuelo.

—Cuando cazáis, no lo hacéis de modo sencillo. No empujáis a los animales por los acantilados, ni les arrojáis lanzas desde distancias seguras… algo que hacían mis antepasados pero no los tuyos, al menos en esta versión de la Tierra. No, tu gente se dedica a atacar cuerpo a cuerpo a tos animales de presa, combatiéndolos uno a uno, y arrojándoles lanzas de cerca. Supongo que es lo mismo que fumar y beber: mira, cariño, puedo traer la cena, con las manos desnudas, así que si las cosas se ponen feas, y tengo que cazar de manera más segura, puedes tener por cierto que seguiré trayendo el bacón a casa.

—Exactamente —dijo Ponter.

Mary asintió.

—Tiene sentido. —Señaló a un hombre delgado sentado al otro lado del bar—. Eric Trinkaus, allí presente, descubrió que muchos fósiles de neanderthal mostraban el mismo tipo de heridas en el torso superior que encontramos en los modernos jinetes de rodeo, como si hubieran sido embestidos por animales, presumiblemente mientras estaban enzarzados en combate con ellos.

—Oh, sí, en efecto —dijo Ponter—. De vez en cuando algún mamut me ha lanzado por los aires, y…

—¿Ha hecho qué? —dijo Henry.

—Algún mamut…

—¿Un mamut? —repitió Angela, asombrada.

Mary sonrió.

—Veo que vamos a estar aquí un rato. Déjenme que los invite a todos a otra ronda…

25

—Discúlpeme, embajadora Prat —dijo el joven secretario, entrando en el vestíbulo de las Naciones Unidas—. Ha llegado de Sudbury una valija diplomática para usted.

Tukana Prat miró a los diez estimados neanderthales que estaban sentados en diversas posturas, mirando por las enormes ventanas o tendidos de espaldas en el suelo. Suspiró.

—Lo estaba esperando —les dijo en su idioma, y luego, dejando que su Acompañante tradujera, le dio las gracias al secretario y tomó la bolsa de cuero con el escudo canadiense grabado.

Dentro había una perla de memoria. Tukana abrió la placa de su Acompañante y la insertó. Le dijo al Acompañante que reprodujera el mensaje por el altavoz externo, para que todos en la sala pudieran oído.

—Embajadora Tukanu Prat —dijo la furiosa voz del consejero Bedros—, lo que ha hecho usted es inexcusable. Yo, nosotros, el Gran Consejo Gris, insistimos en que usted y esos a quienes ha drogado para que viajen con usted vuelvan de inmediato. Nosotros…

Hizo una pausa, y a Tukana le pareció que podía oído tragar saliva, presumiblemente para calmarse.

—Estamos muy preocupados por la seguridad de todos ellos. Las contribuciones que hacen a nuestra sociedad son inestimables. Todos ustedes deben regresar a Saldak inmediatamente tras recibir este mensaje.

Lonwis Trob sacudió su anciana cabeza.

—Joven malcriado.

—Bueno, ahora es imposible que cierren el portal con nosotros a este lado —dijo Derba Jonk, la experta en células madre.

—Eso es cierto — comentó Dor Farrer, el poeta, sonriendo.

Tukana sonrió.

—Quiero darles a todos las gracias por acceder a venir aquí. Supongo que nadie querrá obedecer la orden del consejero Bedros.

—¿Bromea? —dijo Lonwis Trob, volviendo hacia Tukana sus ojos mecánicos azules—. No me había divertido tanto en muchos diezmcses.

Tukana sonrió.

—Muy bien —dijo—. Repasemos nuestros calendarios de trabajo para mañana. Krik, tiene usted que actuar por la mañana en un programa de vídeo llamado Buenos días, América; cubren los gastos de traer un cuerno de hielo a través del portal y, sí, comprenden que tienen que mantenerlo congelado. Jalsk, el equipo de entrenadores de algo llamado «las olimpiadas» va a venir a Nueva York para reunirse con usted mañana: lo harán en el centro de atletismo de la Universidad de Nueva York. Dor, un gliksin llamado Ralph Vicinanza, que es lo que ellos llaman un agente literario, quiere llevarle a comer al mediodía. Adjudicadora Harbron y sabio Klimílk, ustedes darán una charla en la Facultad de Derecho de Columbia mañana por la tarde, Borl, usted y un representante de las Naciones Unidas aparecerán en algo llamado El show de David Letterman, que se graba esta noche. Lonwis, usted y yo tenemos que hablar mañana por la noche en el Centro Rase para la Tierra y el Espacio. Y, naturalmente, habrá un puñado de reuniones a las que tendremos que asistir, aquí, en las Naciones Unidas.

Kobast Gant, el experto en IA, sonrió.

—Apuesto a que mi viejo amigo Ponter Boddit se alegra de que estemos aquí. Así se aliviará de parte de la presión; sé cuánto odia ser el centro de atención.

Tukana asintió.

—Sí, estoy segura de que le vendrá bien descansar un poco, después de todo lo que le ha ocurrido…

Ponter, Mary y el omnipresente agente del FRT salieron por fin del bar del hotel y se encaminaron hacia los ascensores. Estaban solos; no había nadie más esperando y el encargado de noche, a docenas de metros de distancia, estaba sentado ante el mostrador, leyendo en silencio un ejemplar del USA Today mientras mordisqueaba una de las manzanas Granny Smith que el hotel proporcionaba gratis,

—Ya hace rato que ha terminado mi turno, señora ——dijo Carlos— El agente Burnstein está de servicio en su planta y los vigilará allí…

—Gracias, Carlos —respondió Mary .

El agente asintió y le habló a su pequeño aparato de comunicación.

—Foxy Lady y Beefcake van para arriba.

Mary sonrió. Cuando le dijeron que el FBI les asignaría nombres en clave, cosa que era una chulada, había preguntado si podría elegirlos. Carlos volvió su atención hacia Mary y Ponter.

—Buenas noches, señora. Buenas noches, señor.

Pero, naturalmente, no se marchó del hoteclass="underline" se apartó unos pasos y esperó a que llegara el ascensor.

Mary sintió de pronto un cierto sofoco, aunque sabía que allí hacía más fresco que en el bar. Y, no, no era que la pusiera nerviosa estar a solas con Ponter en el ascensor. Un desconocido, sí, eso probablemente la asustaría el resto de su vida. ¿Pero Ponter? No. Nunca.

A pesar de lodo, Mary se sentía sofocada. Intentó no mirar a los ojos marrón dorado de Ponter. Se centró en las pantallas que indicaban en qué planta estaban los cinco ascensores; miró el cartel enmarcado sobre los botones de llamada que anunciaba los desayunos dominicales del hotel; miró el cartel de emergencia contra incendios.

Llegó uno de los ascensores y sus puertas se abrieron con un interesante sonido de redoble. Ponter hizo un galante gesto de tú—primero con la mano, y Mary entró en el ascensor despidiéndose de Carlos, que asintió solemne. Ponter la siguió y miró al panel de control. Sabía leer bien los números: los neanderthales tal vez no hubieran desarrollado nunca un alfabeto, pero tenían sistema decimal, incluido un signo para el cero. Extendió la mano, pulsó el botón cuadrado del doce y sonrió cuando se iluminó.

Mary deseó que su habitación no hubiese estado también en la planta doce. Ya le había explicado a Ponter por qué no existía la planta trece. Pero de haberla, tal vez la hubiesen alojado en ésa. No importaba: no era supersticiosa… aunque, reflexionó, Ponter diría que lo era. Según su definición, todo el que creía en Dios era supersticioso.