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De todas formas, si ella hubiese estado en otra planta, en cualquier planta, entonces sus buenas noches habrían sido cortas y dulces. Sólo un saludito entrecortado y un «hasta mañana» por parte de quien saliera primero del ascensor.

El número ocho sobre la puerta perdió un segmento y se convirtió en un nueve.

«Pero de esta forma —pensó Mary—, tendrá que haber más.» Sintió que el ascensor se detenía y que las puertas se abrían. Esperándolos estaba el agente Burstein. Mary lo saludó con un gesto. Casi esperó que se colocara detrás de Ponter y recorriera el pasillo con ellos, pero pareció contentarse con situarse junto al ascensor.

Así que, Ponter y Mary recorrieron el pasillo, dejaron atrás el hueco con la máquina de hielo y pasaron ante una habitación tras otra, hasta que…

—Bien —dijo Mary, el corazón redoblando, Buscó en su bolso la tarjeta magnética—, ésta es la mía.

Mary miró a Ponter. Ella miró a ella. Nunca sacaba su llave con antelación: era lo último en que pensaba, al proceder de un mundo donde pocas puertas tenían cerradura, y las que la tenían se abrían a una señal de sus Acompañantes.

Ponter no dijo nada.

—Bueno —dijo ella, torpemente—. Supongo que buenas noches.

Ponter guardó silencio mientras extendía el brazo y le tomaba la mano. Le quitó con destreza la tarjeta magnética, la colocó en la cerradura y esperó a que la pantallita destellara. Entonces asió el pomo y abrió la puerta.

Mary miró por encima del hombro, para comprobar si el pasillo estaba vacío. Naturalmente, allí estaba el omnipresente agente del FBI. No se sentía cómoda con eso, pero al menos no era uno de los paleontólogos…

La mano de Ponter subió por el brazo de Mary, lenta, suavemente, y alcanzó su hombro. Luego la dirigió muy suavemente hacia su cara, acariciándole el pelo tras la oreja.

Y entonces, finalmente, sucedió.

Su cara se dirigió hacia la de ella, y su boca tocó su boca, y Mary sintió una oleada de placer inundar su cuerpo. Sus brazos la rodearon, y los suyos a él, y…

Y Mary no pudo decir realmente quién llevaba la voz cantante, pero los dos se movieron de lado, todavía abrazados, para cruzar la puerta, que Ponter cerró suavemente con el pie.

De repente, Ponter se agachó y tomó a Mary en brazos, llevándola, como si no pesara más que una niña, más allá del cuarto de baño hasta la cama, donde la colocó suavemente, encima de las sábanas.

El corazón de Mary latía aún más rápido que antes. No se sentía así desde hacía veinte años, desde su primera vez con Donny, cuando sus padres se marcharon a pasar fuera el fin de semana.

Ponter se cernió sobre ella un segundo, alzando la ceja en gesto de interrogación, dándole la oportunidad de impedir que las cosas fueran más allá. Mary le sonrió un poco y extendió la mano, deslizando los brazos alrededor de su enorme cuello, atrayéndolo hacia sí.

Por un instante, Mary esperó que fueran a representar una de esas escenas que había visto tantas veces en las películas pero que nunca había tenido ocasión de protagonizar en la vida real, con la ropa desprendiéndose por arte de magia mientras ellos rodaban y rodaban sobre las sábanas.

Pero no fue así. Mary advirtió que Ponter no tenía ni idea de cómo desabrochar los botones, y tanteaba torpemente, aunque le gustó la sensación de sus nudillos rozándole el pecho mientras lo intentaba.

Por su parte, Mary tenía la esperanza de hacerla un poco mejor, después de haber recibido instrucciones de Hak tras el tiroteo para abrir los cierres del hombro de una camisa neanderthal. Pero la última vez que había hecho eso fue a plena luz del día. Ahora, sin embargo, Ponter y ella estaban casi a Oscuras. Ninguno de los dos había encendido las luces de la habitación al entrar; la única iluminación era la que entraba por las ventanas, que tenían echadas las gruesas cortinas marrones.

Habían rodado y Mary estaba encima ahora, y maniobró hasta que logró sentarse a horcajadas sobre el pecho de Ponter. Extendió la mano hacia el botón superior de su blusa. Se soltó fácilmente, y Mary miró hacia abajo. Pudo ver su pequeño crucifijo dorado (el que había comprado recientemente para sustituir al que le había regalado a Ponter en su primera visita) reposando contra el triángulo invertido de piel blanca que revelaba la abertura de la camisa.

Soltó un segundo botón, y la camisa se abrió más, revelando partes de su sencillo sujetador blanco.

Mary miró a Ponter, tratando de leer su expresión, pero él le estaba mirando el pecho, tal como estaba, y su ceño saliente le impedía verle los ojos. ¿La estaba mirando con placer o con desazón? No tenía ni idea de lo pechugonas que solían ser las mujeres neanderthales, pero a juzgar por la embajadora Prat, tenían un montón de vello corporal, y el pecho de Mary era lampiño.

Y entonces, en la semioscuridad, oyó hablar a Ponter con su propia voz.

—Eres preciosa.

Mary sintió que la preocupación, la inhibición, la abandonaban, Soltó los botones restantes y palpó tras su espalda para desabrochar el sujetador. Lo dejó deslizarse por sus pechos, y las manos de Ponter subieron por su estómago hasta alcanzarlos, hasta acunarlos, sopesándolos en las manos. y entonces la atrajo, recostándola contra su torso, y su enorme boca encontró su pecho izquierdo, y Mary jadeó, y él se lo metió por completo en la boca y lo saboreó y lo acarició con la lengua.

Y entonces su boca se dirigió al pecho derecho, su lengua trazaba un sendero húmedo en la llanura entre ambos, y encontró el otro pezón y lo sostuvo entre los labios y lo chupó suavemente, y Mary sintió una corriente eléctrica subir y bajar por su espalda.

Aunque Ponter seguía completamente vestido, Mary podía sentir su erección contra su muslo. De pronto sintió la imperiosa necesidad de verlo; ya lo había visto desnudo, cuando estaban en cuarentena juntos, en casa de Reuben, pero nunca en erección. Se apartó, su pezón escapó de entre los labios de Ponter, y recorrió su cuerpo hasta que sus manos pudieron trabajar en su cintura. Pero no tenía ni idea de cómo quitarle los pantalones; él se había despojado del cinturón médico en cuanto llegó a la habitación, pero los pantalones carecían de cierre… aunque el bulto de su pene era obvio.

Ponter se echó a reír, extendió la mano y le hizo algo al atuendo, que de repente quedó suelto alrededor de su cintura. Arqueó la espalda y se lo sacó por encima de las caderas, y…

Y al parecer los neanderthales no usaban ropa interior.

Ponter era enorme: grueso y largo. No estaba circuncidado, aunque su glande púrpura asomaba más allá del prepucio. Mary pasó lentamente la palma de la mano por la longitud de su pene, sintiéndolo moverse con cada latido de su corazón.

Se separó de él y le ayudó a quitarse los pantalones. Los pies estaban cubiertos por bolsas sujetas a las perneras, sujetas en dos puntos, pero él se deshizo rápidamente de ellas. Quedó desnudo de cintura para abajo, y Mary de cintura para arriba. Ella se levantó de la cama, se quitó los zapatos y se desabrochó la falda, que dejó caer al suelo. Los ojos de Ponter estaban clavados en su cuerpo, y ella vio que se abrían como platos. Mary miró hacia abajo y se echó a reír: llevaba unas sencillas bragas de color beige y con la falta de luz parecía que allí abajo: era completamente lisa y sin rasgos. Enganchó los pulgares en la tira, elástica, y se bajó las bragas, revelando…

Ella había leído que hoy estaba de moda que las mujeres se recortaran gran parte del vello púbico; una vez había oído a Howard Stern, referirse a lo que quedaba como «la pista de aterrizaje». Pero Mary, sólo recortaba los bordes cuando se depilaba las piernas y, por primera vez, advirtió, Ponter estaba viendo vello corporal tupido en una hembra gliksin. Sonrió, claramente complacido por el descubrimiento, y se levantó de la cama, incorporándose también. Tocó los hombros de su prenda superior de una manera determinada, que se abrió como la camisa de Bruce Banner, resbalando hasta la alfombra del suelo.