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Mary y Ponter continuaron pasillo abajo. Llegaron a una puerta con una ventanita, y Mary llamó y luego entró.

—¿Hay alguien en casa? —le preguntó Mary a la mujer que, de espaldas, trabajaba en una mesa.

La joven se dio media vuelta.

—¡Profesora Vaughan! —exclamó con deleite—. ¡Me alegro de verla! Y… ¡Dios mío! ¿Es… ?

—Daria Klein, me gustaría presentarte a Ponter Boddit.

—Guau —dijo Daria, y, como si eso no fuera suficiente, repitió: Guau.

—Daria está haciendo el doctorado. Su especialidad es la misma que la mía: recuperar ADN antiguo.

Mary y Daria charlaron durante unos minutos, y Ponter, científico siempre, se entretuvo contemplando el laboratorio, fascinado por la tecnología gliksin.

—Bueno, tenemos que irnos —dijo Mary por fin—. Sólo quería recoger un par de muestras que dejé aquí.

Se acercó al frigorífico que utilizaban para almacenar muestras biológicas, advirtiendo que habían pegado unos cuantos cartones más, añadiéndolos a la selección de paneles de Sidney Harris y Gary Larson que ella había puesto. Abrió la puerta de metal y sintió la vaharada de aire frío.

Había tal vez dos docenas de contenedores allí, de diversos tamaños. Algunos tenían etiquetas impresas por láser, otros sólo tiras de papel escritas con rotulador. Mary no vio las muestras que estaba buscando; sin duda, habían sido empujadas al fondo por los otros que habían usado el frigorífico en su ausencia. Empezó a mover contenedores, sacando los dos más grandes («Piel de mamut siberiano», «Placenta inuit»), y colocándolos sobre la mesa, para ver con más facilidad en el interior.

Mary sintió que el corazón le redoblaba.

Rebuscó de nuevo entre las muestras, sólo para asegurarse. Pero no cabía error.

Los dos contenedores que había etiquetado «Vaughan 666», los dos contenedores que contenían la prueba física de su violación, habían desaparecido.

27

—¡Daria! —gritó Mary. Ponter se acercó a ella, preguntándose sin duda qué iba mal. Pero Mary lo ignoró y volvió a gritar el nombre de Daria.

La esbelta estudiante de grado cruzó la habitación.

—¿Qué ocurre? —dijo, con ese tono a la defensiva que implica «¿qué he hecho mal?».

Mary se apartó del frigorífico para que Daria pudiera ver su interior, y apuntó con un dedo acusador.

—Tenía dos frascos de muestras ahí dentro —dijo Mary—. ¿Qué ha pasado con ellos?

Daria negó con la cabeza.

—Yo no he sacado nada. Ni siquiera he usado ese frigorífico desde que se marchó usted a Rochester.

—¿Estás segura? —dijo Mary, tratando de Controlar el pánico en su voz—. Dos frascos de muestras, ambos opacos, ambos etiquetados con tinta roja con la fecha del 2 de agosto —recordaría esa fecha el resto de su vida— y las palabras «Vaughan 666».

—Oh, sí —dijo Daría—. Los vi una vez… cuando estaba trabajando con Ramsés. Pero no los toqué.

—¿Estás segura?

—Sí, claro que sí. ¿Qué ocurre?

Mary ignoró la pregunta.

—¿Quién tiene acceso a este frigorífico? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.

—Yo —contestó Daria—, Graham y los otros estudiantes de grado, el claustro, la profesora Remtulla. Y supongo que el personal de servicio, me imagino… todo el que tenga llave de esta habitación.

¡El personal de servicio! Mary había visto a un bedel trabajando en el pasillo de la planta baja de aquel edificio, justo antes…

Justo antes de que la atacaran.

Y… («Maldición, ¿cómo pude ser tan estúpida?»), no hacía falta un puñetero título en genética para reconocer que algo etiquetado con el nombre de la víctima, el número de la bestia y marcado con la fecha de la violación era lo que estabas buscando.

—¿Va todo bien? —preguntó Daria—. ¿Era material del palomo migratorio?

Pero Mary sacó otro contenedor del frigorífico.

—¡Esto es el puñetero palomo migratorio! —gritó, colocando de golpe el contenedor sobre la mesa.

El traductor de Ponter pitó.

—Mary… —dijo él, en voz baja.

Mary tomó aire y lo dejó escapar lentamente. Todo su cuerpo temblaba.

—Profesora Vaughan —dijo Daria—. Le juro que yo no…

—Lo sé —contestó Mary, obligándose a calmarse—. Lo sé.

Miró a Ponter, cuyo rostro era todo un estudio en preocupación, y a Daria, cuya expresión se acercaba al miedo.

—Lo siento, Daria. Es que… es que eran muestras insustituibles. —Se encogió un poco de hombros, todavía furiosa consigo misma pero intentando que no se notara—. No debí dejarlas aquí.

—¿Qué eran? —preguntó Daria, comida por la curiosidad.

—Nada —respondió Mary, sacudiendo la cabeza. Cruzó la habitación sin volverse a ver si Ponter la seguía—. Nada en absoluto.

Ponter la alcanzó en el pasillo y le tocó el hombro.

—Mary…

Mary dejó de caminar y cerró los ojos un segundo.

—Te lo diré, pero no aquí.

—Entonces marchémonos de este lugar —dijo Ponter.

Bajaron las escaleras, pasaron ante un bedel con camisa azul que subía los escalones de dos en dos, y Mary pensó que el corazón iba salirle disparado por la parte superior del cráneo. Pero no, no, era Franco… Mary lo conocía bastante bien, y era italiano. Con ojos marrones.

—¡Vaya, profesora Vaughan! —dijo—. ¡Creí que no iba a estar con nosotros este año!

—No lo estoy —respondió Mary, tratando de parecer normal—. Sólo he venido a hacer una visita.

—Bueno, que se lo pase bien —dijo Franco, y continuó su camino. Mary resopló y continuó bajando. Salió del edificio y Ponter la siguió, y se encaminaron hacia el coche, pero esta vez Mary dio un largo rodeo para evitar la intersección de los edificios donde había sido atacada. Por fin llegaron al aparcamiento.

Subieron al coche. Dentro hacía un calor infernal. Mary normalmente dejaba las ventanillas bajadas una rendija en verano (y todavía era verano, después de todo; el otoño no llegaba oficialmente hasta el 21 de septiembre), pero esta vez. se le había olvidado, la mente llena de demasiados pensamientos al regresar a York.

Ponter inmediatamente empezó a sudar; odiaba el calor. Mary puso en marcha el coche. Pulsó el botón para bajar las ventanillas y puso el aire acondicionado a toda potencia. Pasó un minuto entero antes de que sintieran el aire frío.

Con el coche detenido en el aparcamiento, el motor en marcha, Ponter dijo simplemente:

—¿Bien?

Mary subió las ventanillas, temerosa de que alguien que pasara por allí pudiera oída.

—Sabes que me violaron.

Ponter asintió y le tocó levemente el brazo.

—No denuncié el crimen.

—Sin implantes Acompañantes ni archivos de coartadas —dijo Ponter—, estoy seguro de que hubiese servido de poco. Me dijiste que la mayoría de los crímenes de este mundo quedaba sin resolver.

—Sí, pero… —La voz de Mary se quebró, y se calló durante un rato, tratando de recuperar la compostura—. Pero no pensé en las consecuencias. Otra persona fue violada aquí, en York, la semana pasada. Cerca de Farquharson… el edificio en el que acabamos de estar.

Ponter abrió mucho los ojos.

—¿Y crees que lo hizo el mismo hombre?

—No hay manera de saberlo con seguridad, pero…

No tuvo que terminar la frase; Ponter la entendió claramente. Si ella hubiera denunciado la violación, tal vez habrían podido detener al hombre antes de que tuviera oportunidad de hacerle aquella cosa abominable a otra persona.

—No podías haberlo previsto.