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—Por supuesto que si, replico Mary.

—¿Sabes quién fue la otra víctima?

—No. No, esos datos son confidenciales. ¿Por qué?

—Necesitas liberar este dolor… y la única manera de hacerlo es a través del perdón.

Mary se envaró inmediatamente.

—Nunca podría mirada a la cara, sea quien sea —dijo—. Después de lo que permití que le pasara…

—No fue culpa tuya.

—Iba a hacer lo adecuado —dijo Mary—. Por eso quise parar aquí, en York. Iba a entregarle a la policía la prueba física de mi violación.

—¿Eso es lo que había en los contenedores perdidos?

Mary asintió. El aire del coche se estaba volviendo helado ahora, pero ella no tocó los controles. Se merecía sufrir.

Después de un rato sin ninguna respuesta por parte de Mary, Ponter dijo:

—Si no puedes contactar con la otra víctima para pedirle perdón, entonces debes perdonarte a ti misma.

Mary pensó en esto un instante, y luego, sin decir palabra, metió la, marcha atrás y salió de la plaza de aparcamiento.

—¿Adónde vamos? —preguntó Ponter—. ¿A tu casa?

—No exactamente —contestó Mary, y enderezó el coche y salió del aparcamiento.

Mary entró en el confesionario, se arrodilló en el reclinatorio acolchado y se persignó. La ventanita situada entre su espacio y el del sacerdote se abrió y vio el marcado perfil del padre Caldicott recortado tras la rejilla de madera.

—Perdóneme, padre, porque he pecado.

Caldicott tenía un leve acento irlandés, aunque llevaba cuarenta años en Canadá.

—¿Cuándo fue tu última confesión, hija mía?

—En enero. Hace ocho meses.

El tono del sacerdote era neutral, sin hacer juicios.

—Cuéntame tus pecados.

Mary abrió la boca, pero no logró articular palabra. Al cabo de un rato, el sacerdote la instó:

—¿Hija?

Mary inspiró profundamente, y dejó escapar el aire muy despacio.

—Yo… fui violada.

Caldicott guardó silencio unos instantes, quizá considerando su propia línea de pensamientos.

—Hablas de violación. ¿Te atacaron?

—SÍ, padre.

—¿Y no diste tu consentimiento?

—No, padre.

—Entonces, hija mía, no has pecado.

Mary sintió que su pecho se tensaba.

—Lo sé, padre. La violación no fue mi pecado.

—Ah —dijo Caldicott, como si comprendiera—. ¿Te… quedaste embarazada? ¿Has practicado un aborto, hija?

—No. No, no me quedé embarazada.

Caldicott esperó a que Mary continuara, pero cuando no lo hizo, lo intentó de nuevo.

—¿Fue porque practicabas el control artificial de la natalidad? Tal vez, dadas las circunstancias…

Mary, en efecto, tomaba la píldora, pero había hecho las paces con eso hacía años. De todas formas, no quería mentirle al sacerdote, así que escogió sus palabras Con gran cuidado.

—No es ése el pecado del que hablo —dijo en voz baja. Tomó aire de nuevo, hizo acopio de fuerzas—. Mi pecado fue que no denuncié la violación.

Mary pudo oír la madera crujir cuando Caldicott se agitó en su asiento.

—Dios lo sabe —dijo— y Dios castigará a la persona que te hizo esto.

Mary cerró los ojos.

—Ha vuelto a violar. Al menos, sospecho que es la misma persona.

—Oh —dijo Caldicott.

«Oh —pensó Mary—. ¿Oh?» Si esto es lo mejor que sabe hacer… Pero Caldicott continuó.

—¿Lamentas no haberlo denunciado?

La pregunta era probablemente inevitable; la contrición era parte de la solicitud de absolución. Pero Mary, no obstante, notó que la voz se le quebraba al responder.

—Sí.

—¿Por qué no lo denunciaste, hija?

Mary lo pensó. Podía decir que, simplemente, había estado demasiado ocupada… cosa que era casi cierta. La violación había tenido lugar la noche anterior a su marcha a Sudbury. Pero había tomado su decisión mucho antes de recibir la llamada telefónica de Reuben Montego buscando una experta en ADN neanderthal.

—Tuve miedo —dijo—. Estoy… separada de mi marido. Tenía miedo de lo que me harían, de lo que dirían de mí, sobre mi moral, si este asunto llegaba alguna vez a los tribunales.

—Pero ahora otra persona ha resultado herida por tu… por tu inacción —dijo Caldicott.

El comentario del sacerdote le recordó una conferencia que había escuchado sobre lA hacia unos cuantos meses. El orador, del Laboratorio de Robótica del MIT, había disertado sobre las Leyes de la Robótica de Asimov, la primera de las cuales era algo así como: «Un robot no puede dañar a un ser humano, ni, por su inacción, permitir que un ser humano resulte dañado.» A Mary se le ocurrió entonces que el mundo podría ser un sitio mejor si las personas vivieran siguiendo esa máxima.

Y sin embargo…

Y sin embargo, muchos de sus principios para guiarse eran exhortaciones a la inacción. La mayoría de los Diez Mandamientos eran cosas que no podías hacer.

El pecado de Mary había sido de omisión. No obstante, Caldicott probablemente diría que se trataba de un pecado venial, no mortal, pero…

Pero algo había muerto en Mary el día en que se cometió el delito.

Y, estaba segura, lo mismo le había sucedido a la nueva víctima del animal, fuera quien fuese.

—Sí —dijo Mary por fin, con voz muy débil—. Otra persona ha sido herida porque yo no hice nada.

Vio moverse la silueta de Caldicott.

—Podría ordenarte alguna oración de la Biblia como penitencia, pero… —El sacerdote se calló, invitando claramente a Mary a completar el pensamiento.

Y Mary asintió, dando finalmente voz a lo que ya sabía.

—Pero la única solución real para mí es ir a la policía y decir todo lo que sé.

—¿Puedes encontrar la fuerza en ti para hacer eso? —preguntó Caldicott.

—Iba a hacerlo, padre. Pero la prueba que tenía de la violación… ha desaparecido.

—De todas formas, puede que tengas información valiosa. Pero, si deseas otra penitencia…

Mary volvió a cerrar los ojos, y negó con la cabeza.

—No. No, iré a la policía.

—En ese caso… —dijo Caldicott—. Dios, padre misericordioso, a través de la muerte y resurrección de su Hijo ha reconciliado al mundo consigo y enviado al Espíritu Santo entre nosotros para el perdón de los pecados.

Mary se secó los ojos, y el sacerdote continuó:

—A través del ministerio de la Iglesia, que Dios te dé perdón y paz, y yo te absuelvo de tus pecados …

Aunque se enfrentaba a una tarea dificilísima, Mary sintió que le quitaban un peso de encima.

—… en el nombre del Padre… Iría hoy. Ahora mismo.

—…y del Hijo…

Pero no iría sola.

—…y del Espíritu Santo.

Mary se santiguó.

—Amén —dijo.

28

Ponter estaba sentado en un banco. Al acercarse, Mary se sorprendió al ver que tenía un libro abierto sobre el regazo y que estaba hojeándolo.

—¿Ponter?

Él levantó la cabeza.

—¿Cómo te ha ido? —preguntó.

—Bien.

—¿Te sientes mejor?

—Un poco. Pero hay algo más que tenemos que hacer.

—Lo que haga falta —dijo Ponter—. Te ayudaré en lodo lo que pueda.

—¿Estás leyendo la Biblia? —preguntó Mary, sorprendida, mientras miraba el libro abierto.

—¡Entonces he deducido correctamente! —dijo Ponter—. Éste es el texto central de tu religión.

—Sí. Pero… pero creí que no sabías leer en inglés.

—No sé. Ni Hak, todavía. Pero Hak es más que capaz de grabar las imágenes de cada página de este libro, de modo que, cuando adquiera esa capacidad, pueda traducírmelo.