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—¿Cómo mantenéis aquí el frío? —preguntó.

—Bombas de calor superconductoras —dijo Ponter—. Funcionan como un hecho científico establecido.

Mary contempló la sala de control. Le sorprendió ver lo extrañas que parecían las consolas. Nunca había pensado en el hecho de que los diseñadores industriales humanos hubieran decidido arbitrariamente qué aspecto debían tener los instrumentos, que sus diseños de «alta tecnología» eran solo una forma posible. En vez del metal pulido y los colores negros y lisos de tantos equipos humanos, estas consolas eran principalmente de un rosa coral, sin esquinas y con pocos controles, de los que había que tirar en vez de pulsar. No vio pantallas de plasma, ni diales, ni interruptores. En cambio, los indicadores parecían ser reflectantes, en vez de luminosos, y los textos aparecían con símbolos azules oscuros sobre un suave fondo gris; pensaba que tendrían etiquetas preimpresas, pero las filas de caracteres no paraban de cambiar.

Ponter le hizo atravesar rápidamente la pequeña sala, y llegaron a la zona de descontaminación. Antes de que ella se diera cuenta de lo que estaba sucediendo, Ponter se desabrochó los cierres de los hombros y se quitó la camisa. Un segundo después, se quitó los pantalones. Metió la ropa en un cesto cilíndrico y entró en la cámara, que tenía un suelo circular. Ponter permaneció quieto mientras el suelo giraba lentamente, presentándole a Mary su ancha espalda (y todo lo que había debajo) y luego su ancho pecho (y todo lo que había debajo también). Ella vio los emisores láser golpeando el lado opuesto, pasando a través del cuerpo de Ponter como si ni siquiera estuviese allí, pero, así lo comprendió, eliminando biomoléculas extrañas al hacerla.

Hicieron falta varios minutos, y varias rotaciones, para que el proceso se completara. Mary intentó no bajar la vista. Ponter era completamente inconsciente de su situación. Las veces anteriores que ella lo había visto desnudo había sido a media luz, pero aquí…

Aquí estaba iluminado con toda la intensidad de una película porno. Su cuerpo estaba casi completamente cubierto de fino vello amarillo, sus músculos abdominales eran firmes, sus pectorales casi lo hacían parecer pechugón y… y apartó los ojos; sabía que no tendría que haber estado mirando.

Finalmente, Ponter terminó. Salió de la cámara y le indicó a Mary que era su turno y de repente el corazón de Mary dio un vuelco. La habían informado del proceso de descontaminación, pero…

Pero nunca se le había ocurrido que Ponter la estaría mirando: mientras lo pasaba. Naturalmente, podía decirle que eso la hacía sentirse incómoda, pero…

Mary inspiró profundamente. En Roma…

Se quitó la blusa y la puso en el mismo cesto que había usado Ponter. Se quitó los zapatos negros y, después de un gesto de confirmación por parte de Ponter, los puso también en el cesto. Se quitó entonces los pantalones, y… y allí se quedó, con el sujetador de color crema y las bragas blancas.

Si los láseres podían eliminar las bacterias y los virus a través de su piel, deberían poder hacerlo también a través de su ropa interior, pero…

Pero su ropa interior, y toda su ropa, su bolso y su equipaje serían limpiados sónicamente y expuestos a rayos ultravioleta de alta intensidad. Los láseres eran efectivos eliminando microbios; no eran suficientemente potentes para acabar con los elementos más grandes que podía haber en los pliegues del tejido. Todo se les entregaría más tarde, dijo Ponter, después de una limpieza a conciencia.

Mary se soltó el sujetador. Recordó cuando en la facultad podía pasar la prueba del lápiz, pero esos días hacía tiempo que habían quedado atrás. Sus pechos no se sostuvieron firmes. Mary se cruzó por instinto de brazos, pero tuvo que bajarlos para quitarse las bragas. No estaba segura de si era más digno volverse hacia delante o hacia atrás mientras se las quitaba: de cualquier forma mostraba un montón de carne con geometría poco halagadora. Por fin, se dio la vuelta y, rápidamente, se quitó las bragas, irguiéndose lo más rápido que pudo.

Ponter seguía mirando, sonriendo para animarla. Si la fuerte luz la hacía parecer menos atractiva que la tenue luz de la habitación del hotel, no dio muestras de ello.

Mary puso las bragas en la cesta y entró en la cámara, que inició su humillante rotación. Sí, ella había mirado a Ponter, pero admirándolo: era, después de todo, muy musculoso y, por decirlo de manera agradable, estaba muy bien proporcionado.

Pero ella era una mujer en rumbo de colisión con los cuarenta, con diez kilos de más y un vello púbico que dejaba meridianamente claro que se teñía el pelo de la cabeza. ¿Cómo, en nombre de Dios, podría Ponter admirar aquella blanda blancura que estaba viendo?

Mary cerró los ojos y esperó a que el procedimiento terminara. No sentía nada: lo que fuera que los láseres estaban haciendo en su interior era completamente indoloro.

Por fin, se terminó. Mary salió al otro lado de la cámara, y Ponter la condujo a otra habitación donde pudieron vestirse. Indicó una pared llena de agujeros cúbicos, cada uno lleno de ropa.

—Prueba con el de arriba a la derecha —dijo Ponter—. Están ordenadas por tamaño: esa ropa tiene que ser la más pequeña.

«La más pequeña», pensó Mary, y se animó un poco. En este mundo parecía que tendría que ir de compras a las tiendas infantiles.

Mary se vistió lo más rápido que pudo, y Ponter la condujo hasta el ascensor. Una vez más. Mary se sorprendió por las diferencias, que saltaban a la vista, entre la tecnología gliksin y la barast. El ascensor era circular, con un par de pedales en el suelo para hacerla funcionar. Ponter pisó uno de ellos y la cabina empezó a subir. ¡Qué útil era eso cuando tenías las manos ocupadas! Mary, una vez, había volcado por accidente toda su compra, incluido un cartón de huevos, en el suelo del ascensor de su apartamento.

Había cuatro varas verticales equidistantes en el interior. Al principio Mary pensó que eran columnas estructurales, pero no lo eran. Poco después de iniciar la larga subida (presumiblemente de dos kilómetros, igual que en su Tierra) Ponter empezó a frotarse la espalda contra uno de los postes. Era un aparato para rascarse la espalda, y parecía una buena forma de ir matando el tiempo.

Mary preguntó por qué la cabina era circular. ¿No tendería a rotar dentro del hueco?

Ponter asintió con su enorme cabeza.

—Ésa es la idea —dijo Hak, traduciendo por él—. El mecanismo de ascenso está en las paredes del hueco, en vez de arriba, como en vuestros ascensores. Los canales que guían el ascensor no son perfectamente verticales. Más bien rotan muy suavemente. En este pozo concreto, el ascensor empieza encarado al este en el fondo, pero acabará encarado al oeste cuando lleguemos a lo alto.

Durante el trayecto, Mary también tuvo oportunidad de advertir la iluminación que empleaban.

—Dios mío, ¿eso es luciferina?

Un tubo de vidrio corría por el borde superior del cilindro, lleno de un líquido que fluía con una luz azul verdosa.

Hak pitó.

—Luciferina —repitió Hak—. Es la sustancia que usan las luciérnagas para que sus colas brillen.

—Ah —dijo Ponter—. Sí, es una reacción catalítica similar. Es nuestra principal fuente de iluminación interna.

Mary asintió para sí. Naturalmente, los neanderthales, adaptados a un entorno frío, no querrían bombillas incandescentes que desprendieran más calor que luz. La reacción luciferina/luciferasa era casi al ciento por cien eficaz, y producía luz casi sin ningún calor.