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El ascensor continuó subiendo, la iluminación verdiazul hacía que la pálida piel de Ponter pareciera extrañamente plateada y sus iris marrón dorado casi amarillos. Agujeros de ventilación en el techo y el suelo de la cabina creaban una ligera brisa, y Mary sintió un escalofrío.

—Lo siento —dijo Ponter, advirtiendo su reacción.

—No pasa nada. Sé que os gusta el frío.

—No es eso —dijo Ponter—. Las feromonas se acumulan en un espacio cerrado como éste, y el trayecto hasta arriba es largo. Los respiraderos se aseguran de que los pasajeros no se influencien demasiado por los olores de los otros.

Mary sacudió la cabeza, asombrada. Ni siquiera había salido de la mina todavía y ya estaba abrumada por las diferencias… ¡Y sabía que se dirigía a otro mundo! De nuevo sintió admiración por Ponter, que había llegado originalmente a la Tierra sin ninguna advertencia, pero que de algún modo había conseguido mantener la cordura.

Por fin el ascensor llegó a lo alto y la puerta se abrió. Incluso eso sucedió de forma distinta: la puerta, que parecía de una pieza, se plegó como un acordeón.

Estaban en una cámara cuadrada de unos cinco metros de lado. Sus paredes eran verde lima y el techo era bajo. Ponter se acercó a un estante y sacó una cajita plana que parecía hecha de algo parecido a cartulina azul. Abrió la caja y sacó un brillante objeto de metal y plástico.

—El Gran Consejo Gris se da cuenta de que no tiene más remedio que dejar que la gente de tu mundo visite el nuestro —dijo Ponter—, pero Adikor me ha dicho que han impuesto una condición. Tienes que llevar esto puesto.

Alzó el objeto, y Mary vio que era una banda de metal con una de sus caras muy parecida a Hak.

—Los Acompañantes son normalmente implantes —dijo Ponter—, pero comprendemos que someter a un visitante esporádico a cirugía es pedir demasiado. Sin embargo, esta banda no se puede quitar, excepto en esta instalación. Es decir, el ordenador que lleva dentro conoce su situación y sólo permitirá que se abra aquí.

Mary asintió.

—Comprendo.

Extendió el brazo derecho.

—Es usual que el Acompañante vaya en el brazo izquierdo, a menos que quien lo lleva sea zurdo —dijo Ponter.

Mary apartó el brazo y extendió el otro. Ponter se dispuso a colocarle el Acompañante.

—Hace tiempo que quería preguntarte esto —dijo Mary—. ¿Son diestros la mayoría de los neanderthales?

—Aproximadamente el noventa por ciento, sí.

—Eso es lo que dedujimos por los hallazgos fósiles.

—¿Cómo pudisteis deducir eso a partir de los fósiles? No creo que nosotros tengamos ninguna idea de la distribución de las preferencias de las manos entre los antiguos gliksins en este mundo.

Mary sonrió, complacida por la ingenuidad de su especie.

—Lo supimos por los fósiles de los dientes.

—¿Qué tienen que ver los dientes con las manos?

—Se hizo un estudio con ochenta dientes pertenecientes a veinte neanderthales. Verás, supusimos que con esas mandíbulas enormes que tenéis, probablemente usaríais los dientes como cepo, para sujetar la piel de las presas mientras les quitabais la carne. Bueno, las pieles son abrasivas y dejan en los dientes pequeñas marcas. En dieciocho de los individuos, las marcas se dirigían a la derecha… que es lo que cabe esperar si se usaba un rascador para la piel con la mano derecha, impulsando la piel en esa dirección.

Ponter puso lo que Mary había aprendido a identificar como un gesto «impresionado» neanderthal, que consistía en chuparse los labios y arrugar el centro de la ceja.

—Excelente razonamiento —dijo Ponter—. De hecho, todavía hoy en día celebramos fiestas para despellejar la carne, y las pieles se limpian de esa forma. Naturalmente, hay otras técnicas mecanizadas, pero esas fiestas son un ritual social.

Ponter se detuvo un instante.

—Hablando de pieles…

Se dirigió al otro lado de la habitación, cuya pared estaba cubierta de pieles que colgaban, según parecía, de perchas sujetas a una barra horizontal.

—Por favor, elige una —dijo—. De nuevo, las de la derecha son las más pequeñas.

Mary señaló una, y Ponter hizo algo que no pudo pillar pero logró que uno de los abrigos se soltara de la percha. No estaba segura de cómo ponérselo: parecía abierto por un lado, en vez de por los hombros, pero Ponter la ayudó. Una parte de Mary pensó en poner objeciones: nunca había vestido pieles naturales en casa, pero aquél era, naturalmente, un lugar distinto.

Desde luego, no era una piel lujosa, como el armiño o la marta; era áspera, de un color marrón rojizo irregular.

—¿Qué clase de piel es ésta? —preguntó Mary, mientras Ponter abrochaba los cierres que la sellaban dentro de la chaqueta.

—Mamut.

Mary abrió mucho los ojos. Puede que no fuera tan bonita como la de armiño, pero un abrigo de piel de mamut valdría infinitamente más en su mundo.

Ponter no se molestó en buscar una chaqueta para él. Se encaminó hacia la puerta. Ésta era más normal, sujeta a un simple tubo vertical que la permitía oscilar como si tuviera goznes. Ponter la abrió y… y allí estaba, en la superficie.

Y de repente toda la extrañeza se evaporó.

Aquello era la Tierra, la Tierra que ella conocía. El sol, bajo en el horizonte, parecía exactamente igual que el que estaba acostumbrada a ver. El cielo era azul. Los árboles eran pinos y abedules y otras variedades que reconoció.

—Hace frío —comentó.

En efecto, hacía unos cuatro grados menos que en la superficie de Sudbury que habían dejado atrás.

Ponter sonrió.

—Es magnífico —dijo.

De repente, un sonido llamó la atención de Mary, y durante un breve instante pensó que tal vez un mamut se dirigía hacia ellos para vengar a los suyos. Pero no, no era eso. Era un vehículo aéreo de algún tipo, de forma cúbica pero con las esquinas redondeadas, que sobrevolaba el terreno rocoso hacia ellos. El sonido que Mary había escuchado parecía proceder de una combinación de ventiladores soplando hacia abajo, que permitían al vehículo flotar a cierta distancia de la superficie, y un gran ventilador, como el que usan esas barcazas en las Everglades, para impulsado en la parte trasera.

—Ah —dijo Ponter—, el cubo de viaje que había pedido.

Mary supuso que lo había hecho con ayuda de Hak, y sin traducir las palabras al inglés. El extraño vehículo se posó delante de ellos, y Mary vio que tenía un conductor neanderthal, un varón fornido que parecía veinte años mayor que Ponter.

El lado claro del cubo se abrió y el conductor le habló a Ponter.

Una vez más, las palabras no fueron traducidas para beneficio de Mary, pero ella imaginó que eran el equivalente neanderthal de «¿adónde los llevo, jefe?».

Ponter le indicó a Mary que lo precediera.

—Ahora —dijo—, déjame mostrarte mi mundo.

30

—¿Ésta es tu casa? —preguntó Mary.

Ponter asintió. Habían pasado un par de horas visitando algunos edificios públicos, pero ya era bien entrada la tarde.

Mary se sorprendió. La casa de Ponter no estaba hecha de ladrillo ni piedra, sino principalmente de madera. Naturalmente, Mary había visto muchas casas de madera (aunque los planes urbanísticos las prohibían en muchas partes de Ontario), pero nunca una así. La casa de Ponter parecía haber crecido. Era como si un tronco de árbol muy grueso, pero muy corto, se hubiera expandido hasta llenar por completo un molde gigantesco con cubos y cilindros del tamaño de habitaciones, y luego el molde hubiera sido retirado del árbol, cuyo interior había sido a partir de entonces vaciado parcialmente sin llegar a matarlo. La superficie de la casa seguía cubierta de oscura corteza marrón, y el árbol en sí parecía vivo aún, aunque las hojas de las ramas que se extendían a partir de su cuerpo central habían empezado a cambiar de color para el otoño.