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Mary durmió esa noche en un montón de cojines dispuestos en el suelo. Al principio le pareció incómodo: estaba acostumbrada a una superficie más uniformemente plana, pero Lurt le mostró cómo disponer los cojines, proporcionando apoyo para la espalda y el cuello, separando las rodillas, y todo lo demás. A pesar de la extrañeza, Mary se quedó rápidamente dormida, absolutamente exhausta.

A la mañana siguiente, Mary fue con Lurt a su lugar de trabajo, que, al contrario que la mayoría de los edificios del Centro, estaba hecho completamente de piedra: para contener el fuego o las explosiones si algún experimento salía mal, explicó Lurt.

Parecía que Lurt trabajaba con otras seis químicas, y Mary empezó a adquirir pronto la costumbre de clasificadas por generaciones, aunque en vez de llamarlas 146, 145, 144, 143 y 142, como hacía Ponter, refiriéndose al número de décadas pasadas desde el inicio de la edad moderna, Mary pensaba en ellas como mujeres que tenían alrededor de treinta, cuarenta, cincuenta, sesenta y setenta años de edad, respectivamente. Y aunque las mujeres neanderthales no envejecían igual que las hembras Homo sapiens (algo en la forma en que el arco ciliar tiraba de la piel de la frente parecía impedir que se les marcaran las arrugas allí), Mary no tenía problemas para saber a qué grupo pertenecía cada una. De hecho, con las generaciones nacidas a intervalos de diez años, la idea de intentar engañar a nadie con la edad sin duda no se le había ocurrido a ninguna hembra neanderthal.

Con todo, Mary no tardó mucho en dejar de pensar que quienes trabajaban en el laboratorio de Lurt eran neanderthales y empezó a consideradas sólo mujeres. Sí, su aspecto era sorprendente (mujeres que parecían jugadoras de rugby, mujeres con la cara velluda), pero su talante era decididamente… bueno, no femenino, pensó Mary: esa palabra estaba cargada de demasiadas expectativas. Pero sí de fémina: agradables, cooperativas, habladoras, colegiadas en vez de competitivas y, en conjunto, muy divertidas.

Naturalmente, Mary pertenecía a una generación (era de esperar que la última de su mundo) donde muchas menos mujeres se dedicaban a las ciencias que los hombres. Nunca había estado en un departamento donde las mujeres fueran la mayoría (aunque en York se estaban acercando a eso), y mucho menos que tuvieran todos los cargos. Tal vez en esas circunstancias, el medio de trabajo sería como en su Tierra también. Mary había crecido en Ontario, que por razones históricas tenía dos sistemas escolares subvencionados por el Gobierno, uno «público» (en el sentido estadounidense, no en el británico), y el otro católico. Como la educación religiosa sólo estaba permitida en instituciones religiosas, muchos padres católicos enviaban a sus hijos a colegios católicos, pero los padres de Mary (principalmente por insistencia de su padre) optaron por el sistema público. De todas formas, discutieron cuando ella tenía catorce años la posibilidad de enviada a una escuela católica femenina. Mary había estado teniendo problemas con las matemáticas. Sus padres le dijeron que tal vez lo haría mejor en un entorno sin chicos. Pero al final decidieron mantenerla en el sistema público, ya que, como dijo su padre, tendría que tratar con hombres después del instituto y bien podía irse acostumbrando. Y por eso Mary pasó los años de educación secundaria en el instituto East York, en vez de en el cercano Santa Teresa. Y aunque Mary acabó por superar sus dificultades matemáticas, a pesar de la educación mixta, a veces se preguntaba por las ventajas de una escuela sólo para chicas. Desde luego, algunas de las mejores estudiantes de ciencias a las que había enseñado en York procedían de esas instituciones.

Y, en efecto, tal vez hubiera algo que decir respecto a extender esa idea a la vida adulta, al puesto de trabajo, dejando que las mujeres trabajaran en un entorno libre de hombres y sus egos.

Aunque el cómputo de tiempo neanderthal dividía sensatamente el día en diez partes iguales, empezando por el punto en que era el amanecer en el equinoccio vernal, Mary todavía se guiaba por su Swatch, en vez de por la críptica pantalla de su banda Acompañante: después de todo, aunque había viajado a otro universo, seguía en la misma zona horaria.

Mary estaba acostumbrada al ritmo de las pausas para tomar café por la mañana y por la tarde, y a una hora para almorzar, pero el metabolismo neanderthal no permitía pasar tanto tiempo sin comer. Había dos largas pausas en el día de trabajo, una a eso de las once de la mañana y otra a eso de las tres de la tarde, y en ambos momentos se consumían grandes cantidades de comida, incluida carne cruda: la misma técnica láser que mataba la infección dentro de la gente hacía que la comida sin cocinar fuera bastante segura de comer, y las mandíbulas neanderthales estaban más que preparadas para la tarea. Pero el estómago de Mary no lo estaba; se sentó junto a Lurk y sus colegas mientras comían, pero intentó no mirar su comida.

Podría haberse excusado durante las pausas para comer, pero era el momento que Lurt tenía libre y quería hablar con ella. Le fascinaba lo que sabían los neanderthales de gen ética, y Lurt parecía bastante dispuesta a compartirlo libremente todo.

De hecho, Mary aprendió tanto en su corta estancia con Lurt, que estaba empezando a pensar que cualquier cosa era posible… sobre todo si no había hombres cerca.

32

Mary había asistido a una docena de bodas a lo largo de su vida: varias católicas, una judía, una china y unas cuantas por lo civil. Así que creía conocer en términos generales qué cabía esperar de la ceremonia de unión de Jasmel.

Se equivocaba.

Naturalmente, sabía que esa ceremonia no tendría lugar en nada parecido a una iglesia: los neandertha1es no tenían esas cosas. Sin embargo, esperaba que la celebraran en algún sitio oficial. En cambio, el acontecimiento tuvo lugar en el campo.

Ponter ya estaba allí cuando el cubo de viaje dejó a Mary; eran los primeros en llegar y, como no había nadie cerca, se permitieron un largo abrazo.

—Ah —dijo Ponter, cuando se separaron—, ahí vienen.

Hacía un día espléndido. Mary había descubierto que había olvidado sus gafas de sol en el otro lado, y tuvo que entornar los ojos para ver al grupo que se acercaba. Eran tres mujeres: una de casi cuarenta años, pensó Mary, otra adolescente y una niña de ocho. Ponter miró a Mary, y luego a las tres mujeres que se acercaban, y luego de nuevo a Mary. Ella intentó leer la expresión de su rostro; si él hubiera sido un miembro de su propia especie, le habría parecido que era de profunda incomodidad, como si se hubiera dado cuenta de que se había visto envuelto de repente en una situación embarazosa.

Las tres hembras se acercaban caminando, procedentes del este… del Centro. La mayor y la más joven no llevaban nada, pero la del centro llevaba una gran mochila sujeta a la espalda. Al acercarse, la niña pequeña gritó:

—¡Papá—

Y echó a correr hacia Ponter, quien la recibió con un abrazo.

Las otras dos caminaban más despacio, la hembra mayor al ritmo de la joven, quien parecía caminar a trompicones debido al peso de la mochila.

Ponter había soltado ya a la niña de ocho años y, tomándola de la mano, se volvió hacia Mary.

—Mary, ésta es mi hija, Mega Bek. Mega, ésta es mi amiga, Mary.

Mega había tenido ojos sólo para su padre hasta ese momento. Miró a Mary de arriba abajo.

—Guau —dijo por fin—. Eres una gliksin, ¿verdad?

Mary sonrió.

—Sí que lo soy —dijo, dejando que su Acompañante tradujera sus palabras a la lengua neanderthal.

—¿Querrás venir a mi colegio? —preguntó Mega—. ¡Me encantaría que te vieran los otros niños!