– … Y perseguido por dos navíos ingleses, El Infatigable y El Amazona: tras una noche de combate, vino a sucumbir frente a la playa de Canté.
Joss volvió a guardar sus papeles en su chaquetón marinero.
– ¡Eh, Joss! -gritó una voz-. ¿Cuántos se salvaron?
Joss descendió de un brinco de su caja.
– Uno no puede esperar saberlo todo -dijo con una pizca de solemnidad.
Antes de recoger su estrado y guardarlo en el local de Damas, su mirada se cruzó con la de Decambrais. A punto estuvo de dar tres pasos en su dirección pero decidió retrasar el asunto hasta después del pregón de mediodía. Se bebería un calvados para reunir fuerzas.
A las doce cuarenta y cinco, Decambrais anotó febrilmente el siguiente anuncio atestado de abreviaciones:
Doce: Los magistrados harán que se redacten los reglamentos que tendrán que ser observados y harán que se cuelguen en las esquinas de las calles y en las plazas para que ninguna perfona los ignore. Puntos suspensivos. Harán que se mate a los canes, a los gatos; las palomas, los conejos, los pollos y las gallinas. Pondrán una atención fingular en guardar las casas limpias y las calles, en limpiar las cloacas de la ciudad y de los alrededores, las fofas repletas de estiércol, el agua eftancada, puntos suspensivos; o al menos se ordenará que se fequen.
Joss ya estaba en El Vikingo dispuesto a almorzar cuando Decambrais se decidió a abordarle. Empujó la puerta del bar y Bertin le sirvió una cerveza, sobre un posavasos de cartón rojo ornado con los dos leones de oro de Normandía, fabricado especialmente para el local. Para anunciar el almuerzo, el patrón golpeó con el puño una ancha placa de cobre suspendida sobre el mostrador. Cada día, en las comidas del mediodía y de la noche, Bertin golpeaba su gong, dejando escapar un quejido de tormenta que hacía despegar en masa a todas las palomas de la plaza y, en un rápido fuego cruzado de volátiles y de hombres, acudían todos los hambrientos a El Vikingo. Con este gesto, Bertin recordaba a todos eficazmente que había sonado la hora de comer y, al mismo tiempo, rendía homenaje a sus temibles orígenes, que nadie debía olvidar. Bertin era un Toutin por parte de madre, lo que demostraba, con apoyo de la etimología, su lazo de ascendencia directa de Thor, el dios escandinavo del trueno. Si algunos estimaban arriesgada esta interpretación, y Decambrais era uno de ellos, nadie se atrevía a desmenuzar el árbol genealógico de Bertin aniquilando así todos los sueños de un hombre que lavaba vasos desde hacía treinta años sobre el suelo de París.
Estas excentricidades habían extendido el renombre de El Vikingo lejos de su área y el local estaba constantemente repleto.
Decambrais se desplazó, con la cerveza en alto, hasta la mesa en la que Joss se había instalado.
– ¿Puedo hablar con usted un momento? -preguntó sin sentarse.
Joss alzó sus ojillos azules sin responder, masticando su carne. ¿Quién se había ido de la lengua? ¿Bertin? ¿Damas? ¿Lo enviarían a paseo, Decambrais y su habitación en alquiler? ¿Iba a darse el gusto de decirle que su presencia de bruto no era deseada en el hotel de las alfombras? Si Decambrais se atrevía a insultarlo, él le soltaría todos los desechos. Con una mano le hizo signo de que se sentase.
– El anuncio 12 -empezó Decambrais.
– Ya lo sé -dijo Joss, sorprendido-, es especial.
Así que el bretón se había dado cuenta. Aquello simplificaba el asunto.
– Tiene hermanitos -dijo Decambrais.
– Sí. Desde hace tres semanas.
– Me preguntaba si los habría conservado.
Joss rebañó la salsa con el pan, tragó y después se cruzó de brazos.
– ¿Y si lo hubiera hecho? -dijo.
– Me gustaría releerlos. Si no le importa -añadió ante la expresión obstinada del bretón-, se los compro. Todos los que tenga hasta ahora y los que vengan.
– Entonces, ¿no es usted?
– ¿Yo?
– El tipo que los ha metido en la urna. Me lo preguntaba. Podría haber sido su estilo, todas esas frases antiguas que no se entienden. Pero si quiere comprármelas es que no son suyas. Lógicamente.
– ¿Cuánto?
– No los tengo todos. Sólo los cinco últimos.
– ¿Cuánto?
– Un anuncio leído -dijo Joss enseñando su plato-, es como una costilla de cordero roída: ya no tiene valor. No lo vendo. Los Le Guern quizás seamos unos brutos pero no somos unos bandidos.
Joss le lanzó una mirada de entendimiento.
– ¿Entonces? -relanzó Decambrais.
Joss titubeó. ¿Se podía negociar razonablemente una habitación contra cinco hojas de papel sin pies ni cabeza?
– Parece que una de sus habitaciones ha quedado libre -murmuró.
El rostro de Decambrais se quedó inexpresivo.
– Ya tengo ofertas -respondió muy bajo-. Esas personas tienen prioridad sobre usted.
– De acuerdo -dijo Joss-. Guárdese su cháchara. Hervé Decambrais no quiere que un bruto como yo venga a hollar sus alfombras. Se dice más rápido así, ¿no? Hay que tener estudios para entrar ahí dentro o hay que ser una Lizbeth y dudo que ni lo uno ni lo otro sea nunca mi caso.
Joss vació su vaso de vino y lo volvió a posar violentamente sobre la mesa. Después se encogió de hombros y se calmó de golpe. Habían pasado por otras parecidas los Le Guern.
– De acuerdo -prosiguió sirviéndose otro vaso-. Guárdese su habitación. Puedo entenderlo, después de todo. Ninguno de los dos es el tipo del otro y además ya estoy harto. ¿Qué se puede hacer ante eso? Puede tener esos papeles, si tanto le interesan. Pase esta tarde por la tienda de Damas. Antes del pregón de las seis y diez.