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Decambrais se presentó a la hora en Roll-Rider. Damas estaba ocupado regulando los patines de un joven cliente y su hermana lo saludó desde la caja.

– Señor Decambrais -dijo en voz baja-, si pudiese decirle que se pusiera un jersey. Va a coger frío, no está bien de los bronquios. Sé que tiene una gran influencia sobre él automáticamente.

– Ya se lo he dicho, Marie-Belle. Lleva un tiempo hacerle entender.

– Lo sé -dijo la joven mordiéndose el labio-. Pero si pudiese intentarlo de nuevo.

– Le hablaré en cuanto sea posible, lo prometo. ¿El marino está aquí?

– En la trastienda -dijo Marie-Belle indicándole una puerta.

Decambrais se inclinó bajo las ruedas de las bicicletas suspendidas, se deslizó entre las hileras de planchas y entró en el taller de reparación, lleno de ruedas de todos los calibres del suelo al techo. Una esquina de la mesa de trabajo estaba ocupada por Joss y su urna.

– Le he puesto eso en el extremo de la mesa -dijo Joss sin volver la cabeza.

Decambrais cogió las hojas y las revisó rápidamente.

– Y aquí está la de esta noche -añadió Joss-. En primicia. El pirado apura el ritmo, ahora recibo tres al día.

Decambrais desplegó la hoja y leyó:

– Y primeramente para evitar la infección procedente de la tierra, hay que guardar las calles limpias y las casas barriéndolas y quitando las inmundicias tanto humanas como de otros animales, teniendo principalmente cuidado con los mercados de pefcados, carnicerías, triperías en las que se hace ordinariamente acopio de excrementos sujetos a corrupción.

– No sé lo que son esos pefcados, que son como carne -dijo Joss, siempre inclinado sobre sus pilas.

– Pescados, si me permite.

– Venga, Decambrais, quiero ser amable con usted pero no se meta en lo que no le importa. Porque los Le Guern sabemos leer. Nicolas Le Guern ya hacía el pregón bajo el segundo imperio. No es usted quien para enseñarme la diferencia entre pefcados y pescados, Dios bendito.

– Le Guern, son copias de textos antiguos, del siglo XVII. El tipo los ha transcrito textualmente, con la ayuda de caracteres especiales. En aquella época, se escribían las eses aproximadamente como las efes. De tal manera que el anuncio de mediodía, no era cuestión de perfona ni de fofas o de agua eftancada. Y menos aún de hacerlas fecar.

– ¿Cómo?, ¿eran eses? -dijo Joss alzándose y subiendo el tono.

– Eses, Le Guern. Fosa, agua estancada, secar, pescados. Viejas eses en forma de efes. Mírelas usted mismo, no tienen exactamente la misma forma si uno las examina de cerca.

Joss le arrancó el papel de las manos y estudió las grafías.

– Bueno -dijo con un mal tono-, admitámoslo. ¿Y qué pasa?

– Es para facilitar su lectura, nada más. No trataba de ofenderlo.

– Bueno, pues lo ha hecho. Tome sus malditos papeles y lárguese. Porque la lectura, no es por nada pero es mi trabajo. Yo no me meto en sus asuntos.

– ¿Qué quiere decir con eso?

– Quiero decir que sé bastante sobre usted, con todas esas denuncias que andan por ahí -dijo Joss señalando la pila de lo indecible-. Como me recordaba la otra noche el bisabuelo Le Guern, no sólo hay cosas bellas en la cabeza del hombre. Afortunadamente separo las lentejas.

Decambrais palideció y buscó un taburete para sentarse.

– Dios mío -dijo Joss-, no se alarme de esa manera.

– Esas denuncias, Le Guern, ¿las tiene todavía?

– Sí, las pongo con la basura. ¿Le interesan?

Joss rebuscó en su montón de restos y le tendió los dos mensajes.

– Después de todo, siempre es útil conocer al enemigo -dijo-. Un hombre alerta vale por dos.

Joss miró a Decambrais mientras desplegaba las notas. Sus manos temblaban y, por primera vez, sintió un poco de pena por el viejo letrado.

– Sobre todo no se asuste -dijo-, es el cabrón de turno. Si supiese las cosas que leo… La mierda hay que dejar que se la lleve el río.

Decambrais leyó las dos notas y las volvió a dejar sobre sus rodillas sonriendo débilmente. A Joss le pareció que recuperaba el aliento. ¿Qué había temido el aristócrata?

– No hay nada malo en hacer encaje -insistió Joss-. Mi padre hacía redes. Es lo mismo pero en más grueso, ¿no?

– Es verdad -dijo Decambrais devolviéndole los mensajes-. Pero más vale que no se sepa. La gente es estrecha.

– Muy estrecha -dijo Joss retomando su trabajo.

– Fue mi madre quien me enseñó la profesión. ¿Por qué no ha leído esos anuncios en el pregón?

– Porque no me gustan los gilipollas -dijo Joss.

– Pero tampoco le gusto yo, Le Guern.

– No. Pero no me gustan los gilipollas.

Decambrais se levantó y se alejó. En el momento de cruzar la puerta, se volvió.

– La habitación es suya, Le Guern -dijo.

VI

Al pasar por el portal de la brigada, hacia las trece horas, Adamsberg fue interceptado por un teniente desconocido.

– Teniente Maurel, comisario -se presentó el hombre-. Hay una joven que lo espera en su despacho. No ha querido tratar con nadie más que con usted. Una tal Maryse Petit. Está aquí desde hace veinte minutos. Me he permitido cerrar la puerta porque Favre quería consolarla.

Adamsberg frunció las cejas. La mujer de ayer, la historia de las pintadas. Dios santo, la había reconfortado demasiado. Si venía a desahogarse todos los días, las cosas se complicarían mucho.

– ¿He metido la pata, comisario? -preguntó Maurel.

– No, Maurel. Es culpa mía.

Maurel, alto, delgado, moreno, con acné, mandíbula prominente, sensible. Acné, mandíbula prominente, sensible, igual a Maurel.

Adamsberg entró en su despacho con algo de prudencia y se instaló en su mesa con un movimiento de cabeza.

– Comisario, lamento volver a molestarlo -comenzó Maryse.

– Un minuto -dijo Adamsberg sacando una hoja de su cajón y sumergiéndose en ella con el bolígrafo en la mano.

Sucia y gastada artimaña de policía o de empresario que incrementaba la distancia, que hacía comprender al de enfrente su insignificancia relativa. Adamsberg lamentaba utilizarla. Uno se cree a diez leguas de un teniente Noël que cierra su cazadora con un golpe seco y se encuentra haciendo algo peor. Maryse se había callado de inmediato y había bajado la cabeza. Adamsberg leyó en aquello que estaba acostumbrada a las vejaciones patronales. Era más bien guapa y, cuando se inclinaba, su camisa dejaba ver el nacimiento de los senos. Uno se cree a cien leguas de un cabo Favre y, a lo peor, chapotea en la misma piara de cerdos. En su lista, Adamsberg anotó lentamente: Acné, mandíbula prominente, sensible, Maurel.

– ¿Sí? -dijo volviendo a levantar la cabeza-. ¿Aún tiene miedo? Recuerde, Maryse, esto es el grupo de homicidios. Si se siente demasiado preocupada, un médico quizás le sea más útil que un policía.