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– ¿Cómo ha dicho que se llama?

– Barteneau -martilleó Danglard-. Daniel Barteneau.

– Gracias -dijo Adamsberg completando sus anotaciones-. ¿Ha notado que hay un completo gilipollas en el grupo? Digo que hay uno, pero quizás haya varios.

– Favre, Jean-Louis.

– Ése. ¿Qué vamos a hacer con él?

Danglard separó los brazos.

– Es un asunto que se plantea a un nivel mundial -dijo-. ¿Vamos a mejorarlo?

– Nos llevará cincuenta años, compañero.

– ¿Qué demonios va a hacer con esos cuatros?

– Ah -respondió Adamsberg.

Abrió su libreta en la página del dibujo de Maryse.

– Se parece a esto.

Danglard echó una ojeada y se lo devolvió.

– ¿Ha habido delito? ¿Violencia?

– Sólo unas pinceladas. ¿Qué nos cuesta ir a ver? Mientras no tengamos barrotes, todos los casos van a parar al Quai des Orfèvres.

– Ésa no es una razón para hacer tonterías. Hay que trabajar para poner las cosas en funcionamiento.

– No es una tontería, Danglard, se lo aseguro.

– Pintadas.

– ¿Desde cuándo los grafiteros pintan las puertas de los descansillos? ¿En tres lugares distintos de París?

– ¿Bromistas? ¿Artistas?

Adamsberg sacudió lentamente la cabeza.

– No, Danglard. No tiene nada de artístico. Más bien tiene toda la pinta de algo jodido.

Danglard se encogió de hombros.

– Ya sé, compañero -dijo Adamsberg saliendo del despacho-. Ya sé.

El fotógrafo estaba en el vestíbulo y caminaba a través de la gravilla. Adamsberg le estrechó la mano. El nombre que le había repetido Danglard se le había olvidado por completo. Lo mejor sería remitirse al apunte de su libreta, al alcance inmediato de su mano. Se ocuparía a partir de mañana porque aquella noche tenía lo de Camille, y Camille pasaba antes de Bretonneau o como quiera que se llamase. Danglard llegó rápidamente detrás de él.

– Buenos días, Barteneau -dijo.

– Buenos días, Barteneau -repitió Adamsberg dirigiendo una seña de gratitud a su adjunto-. Nos vamos. A la Avenue d’Italie. Algo limpio, fotos artísticas.

De reojo, Adamsberg vio cómo Danglard se ponía su chaqueta y alisaba cuidadosamente la parte de atrás para que cayese correctamente sobre sus hombros.

– Los acompaño -masculló.

VII

Joss descendió apurado por la Rue de la Gaîté, a tres nudos y medio. Llevaba preguntándose desde la víspera si había oído bien al viejo letrado cuando pronunció la frase: «La habitación es suya, Le Guern». Claro que lo había oído, pero ¿acaso quería decir exactamente lo mismo que Joss pensaba que quería decir? ¿Acaso quería realmente decir que Decambrais le alquilaba la habitación? ¿Con la moqueta, con Lizbeth y la cena? ¿A él, al bruto de Guilvinec? Claro que sí, era eso lo que quería decir. ¿Qué otra cosa, si no? Pero aquello había sido ayer, ¿y si Decambrais se había levantado consternado y había decidido dar marcha atrás? ¿Y si se acercaba a él después del pregón para anunciarle que lo sentía pero que la habitación estaba alquilada y que era un asunto de prioridad?

Sí, era aquello lo que ocurriría, dentro de una hora como muy tarde. Aquel viejo pretencioso, aquel viejo cobarde se había sentido aliviado al descubrir que Joss no revelaría todo aquel asunto del encaje en la plaza pública. Y, llevado por un impulso incontrolado, le había dado la habitación. Y ahora, la recuperaba. Así era Decambrais. Un pesado y un cabrón, siempre lo había pensado.

Furioso, Joss desencadenó su urna y la vació sin precauciones sobre la mesa de Roll-Rider. Y si encontraba un nuevo mensaje contra el letrado, puede que lo leyese esta mañana. A cabrón, cabrón y medio. Recorrió los anuncios con impaciencia pero no encontró nada de aquel tipo. En cambio, el grueso sobre de color marfil estaba allí, con sus treinta francos.

La verdad es que no era un mal negocio. Últimamente, sólo con aquel tipo, ganaba cien francos al día. Joss se concentró para leer.

Videbis animalia generata ex corruptione multiplican in terra ut vermes, ranas et muscas; et si sit a causa subterranea videbis reptilia habitantia in cabernis exire ad superficiem terrae et dimitiere ova sua et aliquando mori. Et si est a causa celesti, similiter volatilia.

– Mierda -dijo Joss-. Italiano.

La primera cosa que hizo Joss al trepar sobre su estrado a las ocho y veintiocho fue asegurarse de la presencia de Decambrais contra su marco. Era, en efecto, la primera vez en dos años que estaba ansioso por verlo. Sí, estaba allí, impecable en su traje gris, repeinando con un gesto sus cabellos blancos, abriendo su libro encuadernado en cuero. Joss le echó una mirada maliciosa y lanzó con su voz estentórea el anuncio n.° 1.

Le pareció que había hecho el pregón más rápido que de costumbre, apurado como estaba por averiguar cómo iba a desdecirse de su palabra Decambrais. Casi fusiló su Página de la Historia de Francia para todos, y ello le hizo detestar aún más al letrado.

– Vapor francés -terminó con brusquedad-, 3.000 toneladas, choca contra las rocas de Penmarch y después deriva hasta la Torche donde se hunde sobre su lugar de anclaje. Tripulación perdida.

Cuando hubo concluido el pregón, Joss se esforzó por transportar la caja con indiferencia hasta la tienda de Damas, que subía la cortina metálica. Los dos hombres se estrecharon la mano. Damas tenía la mano muy fría. Claro, con aquel tiempo y todavía vestido con una chaqueta. Iba a ponerse enfermo si seguía haciendo el tonto así.

– Decambrais te espera a las ocho esta noche en El Vikingo -dijo Damas poniendo las tazas de café.

– ¿No puede dar sus mensajes él mismo?

– Tiene citas todo el día.

– Puede ser, pero no estoy a su servicio. No dicta la ley, el aristócrata.

– ¿Por qué lo llamas el «aristócrata»? -preguntó Damas, sorprendido.

– Eh, Damas, despierta. ¿Acaso Decambrais no se comporta a veces como un aristócrata?

– Ni idea. Nunca me he hecho esa pregunta. En todo caso, está siempre sin un duro.

– Los aristócratas sin un duro existen. Es lo más común incluso en materia de aristócratas.

– Ah, bueno -dijo Damas-. No lo sabía.

Damas sirvió el café caliente, sin percibir en apariencia la expresión contrariada del bretón.