– Ese jersey ¿es para hoy o para mañana? -dijo Joss con cierta saña-. ¿No crees que tu hermana ya se ha preocupado bastante?
– Pronto, Joss, pronto.
– Y, no lo tomes a mal, pero ¿por qué no te lavas el pelo de paso?
Damas alzó un rostro asombrado y apartó su cabello, largo, moreno y ondulado, tras sus hombros.
– Mi madre decía que el pelo de un hombre es todo su capital -aseguró Joss-. Bueno, pues tú no se puede decir que lo hagas rentable.
– ¿Está sucio? -preguntó el joven perplejo.
– Un poco, sí. No lo tomes a mal. Es por ti, Damas. Tienes un pelo bonito, deberías ocuparte de él. ¿Nunca te lo ha dicho tu hermana?
– Seguro que sí. Pero me olvido.
Damas atrapó las puntas de su cabello y las examinó.
– Tienes razón, Joss, voy a hacerlo ahora mismo. ¿Puedes guardarme la tienda? Marie-Belle no llegará hasta las diez.
Damas se fue de un salto y Joss le vio atravesar la plaza corriendo en dirección a la farmacia. Suspiró. Pobre Damas. Demasiado amable, el tipo, y sin suficiente plomo en el cerebro. De esos a los que la gente les toma el pelo. Lo contrario que el aristócrata, todo en la cabeza y nada en el corazón. Está mal equilibrada la existencia.
El quejido del trueno de Bertin resonó a las ocho y cuarto de la noche. Los días se acortaban tremendamente, la plaza ya estaba cubierta por la sombra y las palomas se habían dormido. Joss se arrastró de mal humor hasta El Vikingo. Divisó a Decambrais en la mesa del fondo, con corbata, traje oscuro y una camisa blanca gastada en el cuello, delante de dos jarras de vino tinto. Estaba leyendo y era el único que lo hacía entre todos los presentes. Había tenido todo el día para preparar su discurso y Joss esperaba que lo tuviese bien acabado. Pero hacía falta mucho más para engatusar a un Le Guern. Los cabos, los cordajes, las sirgas, eso lo conocía bien.
Joss se sentó pesadamente sin saludar y Decambrais llenó inmediatamente los dos vasos.
– Gracias por venir, Le Guern, prefería no dejarlo para mañana.
Joss inclinó sencillamente la cabeza y dio un largo trago de su vaso.
– ¿Los tiene? -preguntó Decambrais.
– ¿El qué?
– Los anuncios del día, los anuncios especiales.
– No cargo con todo. Están en la tienda de Damas.
– ¿Se acuerda de ellos?
Joss se rascó largamente la mejilla.
– Estaba otra vez el tipo ese que cuenta su vida, sin pies ni cabeza como siempre -dijo-. Y después hubo otro en italiano como esta mañana.
– Es latín, Le Guern.
Joss guardó silencio un instante.
– Pues bien, todo esto no me gusta demasiado. Leer cosas que uno no entiende no es trabajo honesto. ¿Qué busca ese tipo? ¿Joder a la gente?
– Es muy posible. Dígame, ¿le molestaría mucho ir a buscarlos?
Joss vació su vaso y se levantó. Las cosas no tomaban el giro esperado. Estaba confuso, como aquella noche en el mar en que todo se había desarreglado a bordo y ya no conseguían sacar conclusiones. Creían que las rocas estaban a estribor y, cuando amaneció, estaban justo delante, hacia el norte. Habían rozado la catástrofe.
Fue y volvió rápidamente, preguntándose si Decambrais no estaba en babor cuando él lo creía a estribor, y dejó los tres sobres color marfil sobre la mesa. Bertin acababa de traer los platos calientes, escalope normando con patatas, y una tercera jarra. Joss se lanzó sin esperar mientras que Decambrais leía el anuncio de mediodía en voz baja.
– He ido al despacho esta mañana con mucho dolor en el índice de la mano izquierda, a causa de una torcedura que me hice ayer luchando con la mujer que mencionaba ayer (…). Mi mujer ha ido a los baños (…) para lavarse después de haber estado tanto tiempo en casa en medio del polvo. Pretende haber tomado la resolución de ser muy limpia de ahora en adelante. Adivino sin pena cuánto va a durarle.
– A veces, falla el sextante.
Decambrais volvió a llenar los vasos y pasó al anuncio siguiente:
– Terrae putrefactae signa sunt animalium ex putredine nascentium multiplicatio, ut sunt mures, ranae terrestres (…), serpentes ac vermes, (…) praesertim si minime in illis locis nasci consuevere. ¿Puedo guardarlos? -preguntó.
– Si le sirven para algo.
– Para nada, por el momento. Pero lo encontraré, Le Guern, lo encontraré. Ese tipo juega al ratón y al gato pero, un día, una palabra de más me pondrá sobre la pista, estoy convencido.
– ¿Para ir adónde?
– Para saber qué es lo que quiere.
Joss se encogió de hombros.
– Con ese temperamento, nunca hubiese podido ser pregonero. Porque si uno se detiene en todo lo que lee, es el acabóse. Uno ya no puede pregonar, se atasca. Un pregonero debe estar por encima de las cosas. Porque fíjese que he visto tarados desfilar por mi urna. Pero, eso sí, nunca he visto a ninguno que pagase más de la tarifa reglamentaria. Ni que pegase la hebra en latín, o con esas viejas eses en forma de efe. Me pregunto para qué sirve eso.
– Para avanzar enmascarado. Por un lado, no es él el que habla puesto que cita textos. ¿Ve la astucia? No se moja.
– No confío en los tipos que no se mojan.
– Por otro lado escoge textos antiguos que no tienen sentido más que para él. Se atrinchera.
– Fíjese -dijo Joss agitando su cuchillo-, no tengo nada contra lo antiguo. Hago incluso una página de historia de Francia en el pregón, ¿lo ha notado? Se remonta a la escuela. Me gustaba la historia. No es que escuchase pero me gustaba.
Joss terminó su plato y Decambrais pidió una cuarta jarra. Joss le echó una ojeada. Tenía un buen buche el aristócrata, sin contar todo lo que se había bebido esperándole. Él mismo seguía el ritmo pero notaba cómo se le escapaba el control furtivamente. Contempló atentamente a Decambrais, que no tenía un aspecto tan estable, a fin de cuentas. Seguro que había bebido para decidirse a hablar de la habitación. Joss se dio cuenta de que él también daba marcha atrás. Mientras hablasen de chismes y chorradas, no hablaban del hotel, y eso ya era algo.