– Era el profesor el que me gustaba, en el fondo -añadió Joss-. Si hubiese hablado en chino, también me habría gustado. Cuando me echaron del internado fue el único al que eché de menos. No eran muy simpáticos en Tréguier.
– ¿Qué demonios pintaba usted en Tréguier? Creí que era de Guilvinec.
– No pintaba nada, justamente. Estaba interno para que me reformasen el carácter. Me trajeron al redopelo para nada. Dos años más tarde me enviaron de vuelta a Guilvinec, a causa de la mala influencia que ejercía sobre mis compañeros.
– Conozco Tréguier -dijo negligentemente Decambrais rellenando su vaso.
Joss le miró con aire escéptico.
– ¿Conoce la Rue de la Liberté?
– Sí.
– Pues bien, allí estaba el internado de chicos.
– Sí.
– Justo después de la iglesia de Saint-Roch.
– Sí.
– ¿Va a decir «sí» a todo lo que digo?
Decambrais se encogió de hombros con los párpados pesados. Joss sacudió la cabeza.
– Está borracho, Decambrais -dijo-. Ya no puede sostenerse.
– Estoy borracho pero conozco Tréguier. Una cosa no quita la otra.
Decambrais vació su vaso e hizo un signo a Joss para que le sirviese de nuevo.
– Son bromas -dijo Joss aplicándose-. Bromas para embaucarme. Si cree que soy tan tonto como para que me ablande el que un tipo haya atravesado la Bretaña, está completamente confundido. Yo no soy un patriota, soy un marino. Conozco a bretones que son tan cretinos como cualquiera.
– Yo también.
– ¿Lo dice por mí?
Decambrais sacudió la cabeza blandamente y se hizo un silencio bastante largo.
– Pero ¿es verdad que conoce Tréguier? -continuó Joss con la cabezonería de quien ha bebido demasiado.
Decambrais asintió y vació su vaso.
– Pues yo no lo conozco demasiado bien -dijo Joss, bruscamente triste-. El carcelero del internado, el padre Kermarec, se las arreglaba para castigarme todos los domingos. La ciudad, creo que no la he visto más que a través de las ventanas y de lo que contaban los amigos. Es ingrata la memoria, porque me acuerdo del nombre de aquel cabrón pero no del nombre del profesor de historia, que era el único que me defendía.
– Ducouëdic.
Joss levantó lentamente la cabeza.
– ¿Cómo? -dijo.
– Ducouëdic -repitió Decambrais-. El nombre de su profesor de historia.
Joss frunció los ojos y se inclinó por encima de la mesa.
– Ducouëdic -confirmó-. Yann Ducouëdic. Diga, Decambrais, ¿me espía? ¿Qué quiere de mí? ¿Es usted policía? Es eso, Decambrais, ¿es usted policía? ¡Los mensajes son bromas, la habitación es una broma! ¡Todo lo que quiere es meterme en su embrollo de policía!
– ¿Tiene miedo de la policía, Le Guern?
– ¿Es asunto suyo?
– No, es su problema. Pero no soy policía.
– Claro que sí. ¿Cómo conoce a mi Ducouëdic?
– Era mi padre.
Joss se quedó petrificado con los codos sobre la mesa y la mandíbula adelantada, borracho e indeciso.
– Son bromas -murmuró tras un largo minuto.
Decambrais separó el lado izquierdo de su chaqueta y, con gestos un poco imprecisos, encontró su bolsillo interior. Sacó su cartera y cogió el carné de identidad y se lo tendió al bretón. Joss lo examinó largamente, siguiendo con el dedo el nombre, la foto, el lugar de nacimiento. Hervé Ducouëdic, nacido en Tréguier, setenta primaveras.
Cuando volvió a levantar la cabeza, Decambrais había puesto un índice sobre sus labios. Silencio. Joss inclinó la cabeza varias veces. Líos. Eso podía entenderlo incluso borracho. Reinaba mientras tanto un follón tal en El Vikingo que se podía hablar en voz baja sin correr riesgo alguno.
– ¿Entonces… «Decambrais»? -murmuró.
– Chorradas.
Ante aquello había que descubrirse. Había que descubrirse ante el aristócrata. Había que reconocérselo. Joss se tomó todo su tiempo para reflexionar una vez más.
– Y entonces -continuó-, ¿es usted aristócrata o no lo es?
– ¿Aristócrata? -dijo Decambrais volviendo a guardarse su cartera-. Oiga, Le Guern, si fuese aristócrata no me estropearía los ojos haciendo encaje.
– ¿Y aristócrata arruinado? -insistió Le Guern.
– Ni siquiera. Arruinado simplemente. Bretón simplemente.
Joss se apoyó en su silla, desconcertado como cuando una quimera o un sueño nos abandona sin avisar.
– Atención, Le Guern -dijo Decambrais-. Ni una palabra a nadie.
– ¿Y Lizbeth?
– Ni siquiera lo sabe Lizbeth. Nadie debe saberlo.
– Entonces ¿por qué me lo ha dicho?
– Hoy por ti y mañana por mí -explicó Decambrais vaciando su vaso-. A hombre honesto, hombre honesto y medio. Si eso le hace cambiar de opinión por la habitación, dígalo claramente. Puedo entenderlo.
Joss se levantó de golpe.
– ¿Aún la quiere? -preguntó Decambrais-. Porque tengo otras demandas.
– La quiero -dijo Joss precipitadamente.
– Entonces, hasta mañana -dijo Decambrais levantándose-, y gracias por los anuncios.
Joss lo retuvo cogiéndolo por la manga.
– Decambrais, ¿qué tienen esos anuncios?
– Son subterráneos, pútridos. Estoy seguro de que también son peligrosos. En cuanto vea una luz, se lo diré.
– El faro -dijo Joss un poco soñador-, cuando vea el faro.
– Exactamente.
VIII
Una buena parte de los cuatros ya había sido borrada de las puertas de los apartamentos de tres edificios marcados, sobre todo aquellos del distrito 18 que ya tenían diez y ocho días respectivamente, según los testimonios de algunos ocupantes. Pero se trataba de una pintura acrílica de buena calidad y quedaban huellas negruzcas bien visibles sobre los paneles de madera. En cambio, el inmueble de Maryse presentaba todavía numerosos especímenes intactos que Adamsberg mandó fotografiar antes de su destrucción. Habían sido realizados a mano uno a uno y no en serie con una plantilla. Pero los tres presentaban las mismas particularidades: tenían una altura de setenta centímetros, el trazo presentaba una anchura de tres buenos centímetros, estaban todos invertidos, tenían patas en la base y estaban adornados con dos barras en la rama inferior.
– Bien hecho, ¿no? -le dijo a Danglard, que se había quedado mudo durante toda la expedición-. El hombre es hábil. Lo hace de una vez, sin detenerse. Como un carácter chino.
– Es indiscutible -dijo Danglard instalándose en el coche a la derecha del comisario-. El grafismo es elegante, rápido. Tiene buena mano.
El fotógrafo guardó su equipo en la parte de atrás y Adamsberg arrancó suavemente.
– ¿Son urgentes estos negativos? -preguntó Barteneau.
– En absoluto -dijo Adamsberg-. Démelos cuando pueda.
– Dentro de dos días -propuso el fotógrafo-. Esta tarde tengo que hacer una serie para el Quai.
– En cuanto al Quai, no merece la pena que les hable de esto. No ha sido más que un paseo entre nosotros.
– Si tiene buena mano -continuó Danglard-, quizás sea pintor.
– No son obras de arte, no lo creo.
– Pero el conjunto sí puede constituir una. Imagínese un tipo que ataca centenares de edificios, terminarán por hablar de él. Fenómeno de envergadura, secuestro artístico de la colectividad, lo que se llama una «intervención». Dentro de seis meses conoceremos el nombre del autor.
– Sí -dijo Adamsberg-. Quizás tenga razón.
– Seguro -intervino el fotógrafo.
Su nombre acababa de volver a la memoria de Adamsberg: Brateneau. No: Barteneau: Delgado, Pelirrojo, Fotógrafo, igual a Barteneau. Muy bien. En cuanto al nombre de pila, nada que hacer, a nadie se le pide lo imposible.