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Lizbeth ocupaba la habitación número 3 de su casa y, a guisa de alquiler, ayudaba al buen funcionamiento de su pequeña pensión clandestina. Era una ayuda decisiva, luminosa, irreemplazable. Decambrais vivía con la aprensión de que un día un tipo le arrebatase a su magnífica Lizbeth. Aquello terminaría por llegar, inevitablemente. Grande, gorda y negra, Lizbeth resultaba visible desde lejos. No tenía ninguna esperanza, pues, de poder esconderla de los ojos del mundo. Además, Lizbeth no tenía un temperamento discreto, hablaba alto y distribuía generosamente su opinión sobre todas las cosas. Lo más grave era que la sonrisa de Lizbeth, felizmente poco frecuente, provocaba en el otro un deseo irreprimible de arrojarse entre sus brazos, de apretarse contra su gran pecho y quedarse a vivir allí toda la vida. Tenía treinta y dos años, y un día él la perdería. Por el momento, Lizbeth arengaba al pregonero.

– Arrancas con retraso, Joss -decía con el cuerpo arqueado y la cabeza alzada hacia él.

– Lo sé, Lizbeth -contestó el pregonero, jadeante-. Fueron los posos de café.

Lizbeth tenía tan sólo doce años cuando la arrancaron de un gueto negro de Detroit, para arrojarla después en un burdel de la capital francesa. Durante catorce años había aprendido la lengua sobre las aceras de la Rue de la Gaîté. Hasta que la echaron, a causa de su corpulencia, de todos los peep-show del barrio. Llevaba diez días durmiendo sobre un banco de la plaza cuando Decambrais se decidió a ir a buscarla, en una noche de lluvia fría. De las cuatro habitaciones que alquilaba en el primer piso de su vieja casa había una libre. Se la ofreció. Lizbeth había aceptado, se había desnudado en cuanto entró y se había acostado sobre la alfombra, con las manos bajo la nuca y los ojos en el techo, esperando que el viejo actuase. «Hay un malentendido», había mascullado Decambrais tendiéndole su ropa. «No tengo otra cosa con que pagarle», había contestado Lizbeth volviendo a levantarse, con las piernas cruzadas. «Aquí», había continuado Decambrais con los ojos clavados en la alfombra, «no doy abasto, con la limpieza, la cena de los pensionistas, las compras, el servicio. Écheme una mano y le dejo la habitación». Lizbeth había sonreído y Decambrais casi se arroja contra su pecho. Pero se encontraba viejo y estimaba que aquella mujer tenía derecho al reposo. Lizbeth había tenido su reposo: llevaba seis años allí y él no le había conocido ningún amor. Lizbeth empezaba a recuperarse y él rezaba para que aquello durase aún un poco más.

El pregón había empezado y los anuncios se sucedían. Decambrais se dio cuenta de que se había perdido el principio, el bretón estaba ya en el anuncio n.° 5. Era el sistema. Uno retenía el número que le interesaba y se dirigía al pregonero «para los detalles complementarios aferentes». Decambrais se preguntaba dónde habría pillado Le Guern esta expresión de gendarme.

– Cinco -pregonaba Joss-: Vendo gatitos blancos y pelirrojos, tres machos, dos hembras. Seis: A los que tocan el tambor toda la noche con su música de salvajes frente al número 36, se les ruega que paren. Hay gente que duerme. Siete: Se hacen trabajos de ebanistería, restauración de muebles antiguos, resultado esmerado, recogida y depósito a domicilio. Ocho: Que la Electricidad y el Gas de Francia se vayan a tomar por el culo. Nueve: Son un timo los de la desinsectación. Sigue habiendo cucarachas y te roban seiscientos francos. Diez: Te quiero, Hélène. Te espero en el Gato que baila. Firmado, Bernard. Once: Hemos tenido otro verano de mierda y ahora ya estamos en septiembre. Doce: Al carnicero de la plaza: la carne de ayer era una suela y ya es la tercera vez esta semana. Trece: Jean-Christophe, vuelve. Catorce: Policías igual a tarados, igual a cabrones. Quince: Vendo manzanas y peras de jardín, sabrosas y jugosas.

Decambrais dirigió una ojeada a Lizbeth que escribía la cifra quince en su cuaderno. Desde que el pregonero pregonaba, uno encontraba excelentes productos por poco dinero y eso se revelaba ventajoso para la cena de los pensionistas. Había deslizado una hoja blanca entre las páginas de su libro y esperaba con el lápiz en la mano. Desde hacía varias semanas, tres quizás, el pregonero declamaba textos insólitos que no parecían intrigarle más que la venta de manzanas y de coches. Esos mensajes fuera de lo común, refinados, absurdos o amenazantes, aparecían ahora regularmente en la entrega de la mañana. Desde anteayer, Decambrais se había decidido a transcribirlos discretamente. Su lápiz, de cuatro centímetros de largo, cabía enteramente en la palma de su mano.