– Diecinueve -anunció Joss-. Y entonces, cuando las serpientes, murciélagos, tejones y todos los animales que viven en la profundidad de las galerías subterráneas salen en masa a los campos…
Decambrais garabateó rápidamente en su hoja. Todavía esas historias de bichos, esas viejas historias de la suciedad de los bichos. Releyó la totalidad del texto, pensativo, mientras el marino concluía su pregón con la tradicional Página de la Historia de Francia para todos, que se reducía sistemáticamente al relato de un naufragio antiguo. Era probable que este Le Guern hubiese naufragado alguna vez. Y probablemente su barco se había llamado Viento de Norois. Fue seguramente entonces cuando la cabeza del bretón hizo agua, como el barquichuelo. Este hombre con aspecto sano y decidido estaba loco, en el fondo, agarrándose a sus obsesiones como a boyas a la deriva. Igual que él, sólo que él no tenía aspecto sano ni decidido.
– Ciudad de Cambrais -enunció Joss-, 15 de septiembre de 1883. Vapor francés, 1.400 toneladas. Viento de Dunkerque hacia Lorient, cargado de raíles de ferrocarril. Encalla en Basse Gouac'h. Explosión de la caldera, un pasajero muerto. Tripulación: 21 hombres, salvados.
Joss Le Guern no tenía necesidad de hacer signo alguno para que los fieles se dispersasen. Todos sabían que con la narración del naufragio llegaba a su fin el pregón. Relato tan esperado que algunos habían tomado la costumbre de apostar sobre la conclusión del drama. Las cuentas se hacían en el café de enfrente o en la oficina, según si uno había apostado «todos salvados», «todos perdidos» o mitad y mitad. A Joss no le gustaba ese comercio basado en la tragedia pero sabía también que así era como la vida empezaba a crecer sobre los naufragios y que aquello estaba bien.
Descendió de un salto del estrado y cruzó la mirada con Decambrais que guardaba su libro. Como si Joss no supiese que venía a escuchar el pregón. Viejo hipócrita, viejo pesado incapaz de admitir que un pobre pescador bretón lo distraía de su aburrimiento. Si Decambrais supiese lo que había encontrado en su entrega de la mañana… Hervé Decambrais fabrica él mismo sus manteles de encaje, Hervé Decambrais es un marica. Joss, tras sentir una ligera tentación, había archivado el mensaje entre los desechos. Ya eran dos ahora, quizás tres contando a Lizbeth, los que sabían que Decambrais practicaba a escondidas la profesión de encajera. En cierto modo, aquella noticia hacía a aquel hombre menos antipático. Quizás porque había visto durante tantos años a su padre remendando las redes de noche, durante largas horas.
Joss recogió los desechos, cargó la caja sobre su hombro y Damas lo ayudó a volver a meterla en la trastienda. El café estaba caliente, las dos tazas listas, como cada mañana tras el pregón.
– No he entendido nada del 19 -dijo Damas sentándose en un taburete alto-. La historia esa de las serpientes. Ni siquiera se terminaba la frase.
Damas era un tipo joven, fuerte, más bien guapo, con el corazón en la mano pero no muy listo. En sus ojos tenía siempre una especie de torpeza que le vaciaba la mirada. Demasiada ternura o demasiada tontería. Joss no conseguía decidirse. La mirada de Damas no se instalaba nunca en un punto preciso, ni siquiera cuando se ponía a hablar con alguien. Flotaba, discreta, acolchada, como una bruma, imposible de atrapar.
– Un tarado -comentó Joss-. No le des vueltas.
– No le doy vueltas -dijo Damas.
– Dime, ¿has oído el tiempo?
– Sí.
– ¿Has oído que el verano ha terminado? ¿No crees que vas a enfriarte así?
Damas vestía un pantalón corto y un chaleco de tela directamente sobre el torso desnudo.
– Bah -dijo contemplándose-. Aguanto.
– ¿De qué te sirve mostrar tus músculos?
Damas se bebió el café de un solo trago.
– Esto no es una tienda de encajes -respondió-. Es Roll-Rider. Vendo planchas, tablas, patines, tablas de surf y todoterrenos. Es buena publicidad para la tienda -añadió posando el dedo sobre su torso.
– ¿Por qué hablas de encajes? -preguntó Joss, repentinamente desafiante.
– Porque Decambrais los vende. Y está todo viejo y escuálido.
– ¿Sabes de dónde saca sus manteles?
– Sí. De un mayorista de Rouen. Decambrais no es ningún zopenco. Me ha dado una consulta gratuita.
– ¿Eres tú el que ha recurrido a él?
– Sí, ¿por qué? «Consejero en cosas de la vida.» Es eso lo que está escrito en su cartel, ¿no? No hay que avergonzarse de hablar de las cosas, Joss.