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– También está escrito: «40 francos la media hora. Todo cuarto de hora comenzado ha de pagarse». Es pagar caro por un cuento, Damas. ¿Qué sabe el viejo de las cosas de la vida? Ni siquiera ha navegado nunca.

– No es un cuento, Joss. ¿Quieres que te lo pruebe? «No es por la tienda por lo que enseñas tu cuerpo, Damas, es por ti mismo», me dijo. «Ponte un traje y trata de tener confianza en ti mismo, es un consejo de amigo. Estarás igual de guapo pero parecerás menos tonto.» ¿Qué dices de eso, Joss?

– Hay que admitir que es inteligente -reconoció Joss-. ¿Y por qué no te vistes?

– Porque hago lo que me da la gana. Sólo que Lizbeth tiene miedo de que me muera y Marie-Belle también. Dentro de cinco días, hago un esfuerzo y me visto.

– Bueno -dijo Joss-. Porque empieza a estropearse malamente por el oeste.

– ¿Decambrais?

– ¿Qué, Decambrais?

– ¿No puedes tragarlo?

– Un matiz, Damas. Es Decambrais el que no me puede ver.

– Es una pena -dijo Damas recogiendo las tazas. Porque parece que una de las habitaciones se ha quedado libre. Hubiese podido venirte bien. A dos pasos de tu trabajo, abrigado, con la ropa limpia y comida caliente todas las noches.

– Mierda -dijo Joss.

– Como te digo. Pero no puedes coger el cuchitril. Como no puedes tragarlo…

– No -dijo Joss-. No puedo cogerlo.

– Qué jodido.

– Muy jodido.

– Y además está Lizbeth. Es una ventaja añadida tremenda.

– Una enorme ventaja.

– Como te digo. Pero no puedes alquilarlo. Como no puedes tragarlo…

– Matiza, Damas. Es él quien no puede verme delante.

– Es lo mismo al fin y al cabo para lo de la habitación. No puedes.

– No puedo.

– A veces las cosas salen mal. ¿Estás seguro de que no puedes?

Joss endureció la mandíbula.

– Seguro, Damas. Ni siquiera merece la pena hablar de ello.

Joss salió de la tienda y se dirigió al café de enfrente, El Vikingo. No es que los normandos y los bretones se hayan llevado nunca bien, entrechocando sus navíos en los mares del medio, pero Joss sabía también que sólo le había faltado una minucia para nacer en el lado de las tierras del Norte. El patrón, Bertin, un hombre alto con cabello rubio rojizo, de pómulos prominentes y ojos claros, servía un calvados único en el mundo, porque se suponía que daba la eterna juventud azotándote correctamente por dentro en vez de lanzarte directamente a la tumba. Las manzanas venían de su campo, como quien dice, y allí los toros morían centenarios y todavía rozagantes. O sea, las manzanas, ni te digo.

– ¿Algo va mal esta mañana? -se inquietó Bertin sirviéndole un calvados.

– No es nada. Es sólo que a veces, las cosas salen mal -dijo Joss-. ¿A ti te parece que Decambrais no puede verme delante?

– No -dijo Bertin, protegido por su prudencia muy normanda-. Diría que te toma por un bruto.

– ¿Y qué diferencia hay?

– Digamos que puede arreglarse con el tiempo.

– Tiempo, vosotros los normandos no sabéis hablar de otra cosa. Una palabra cada cinco años, con suerte. Si todo el mundo hiciese como vosotros, la civilización no avanzaría muy rápido.

– Avanzaría tal vez mejor.

– ¡Tiempo! Pero ¿cuánto tiempo, Bertin? Ésa es la cuestión.

– No mucho. Diez años.

– Entonces, está jodido.

– ¿Era urgente? ¿Querías pedirle consejo?

– Un pimiento. Quería su cuchitril.

– Pues deberías darte prisa, creo que hay una oferta. Él se resiste porque el tipo está loco por Lizbeth.

– ¿Por qué quieres que me dé prisa, Bertin? El viejo pretencioso me toma por un bruto.

– Hay que entenderlo, Joss. Nunca ha navegado. Además, ¿acaso no eres un bruto?

– Nunca he pretendido lo contrario.

– Ya veo. Decambrais es un conocedor. Dime, Joss, ¿tú has entendido ese anuncio tuyo, el 19?

– No.

– Me ha parecido especial, tan especial como los de los últimos tres días.

– Muy especial. No me gustan esos anuncios.

– Entonces, ¿por qué los lees?

– Los pagan, y muy bien. Y los Le Guern quizá seamos unos brutos pero no somos bandidos.

IV

– Me pregunto -dijo el comisario Adamsberg- si, a fuerza de ser policía, no me estoy volviendo policía.

– Ya lo ha dicho -observó Danglard, que preparaba la futura organización de su armario metálico.

Danglard tenía la intención de arrancar de unas bases impecables, tal y como había explicado. Adamsberg, que no tenía ningún tipo de intención, había desplegado sus carpetas sobre las sillas vecinas a la mesa.

– ¿Qué piensa?

– Que tras veinticinco años de carrera, quizás fuese una buena cosa.

Adamsberg hundió sus manos en los bolsillos y se apoyó contra la pared recién pintada, considerando con una mirada vaga el nuevo emplazamiento en el que llevaba menos de un mes. Nuevos locales, nuevo destino. Brigada criminal de la jefatura de policía de París, grupo de homicidios, sucursal del distrito 13. Terminados los atracos, los tirones, golpes y lesiones, tipos armados, tipos desarmados, exasperados, no exasperados, y kilos de papeles aferentes. «Aferentes», se había oído a sí mismo decir dos veces en los últimos tiempos. A fuerza de ser policía…

Y no es que los kilos de papeles aferentes no lo siguiesen aquí como a cualquier otro lugar. Aquí, como en cualquier otro lado, encontraría tipos a los que les gustaba el papel. Cuando, siendo muy joven, dejó los Pirineos, había descubierto que esos tipos existían e incluso había concebido por ellos un gran respeto, un poco de tristeza y una formidable gratitud. A él le gustaba esencialmente caminar, soñar y hacer, y sabía que numerosos colegas lo habían considerado con un poco de respeto y mucha tristeza. «El papel -le había explicado un día un chaval voluble-, la redacción, el proceso verbal están en el nacimiento de toda Idea. Sin papel no hay idea. El verbo realza la idea como el humus realza el garbanzo. Un acta sin papel es un garbanzo más que muere en el mundo».

Bien, probablemente había conducido a la muerte a camiones de garbanzos desde que era policía. Pero a menudo había sentido emerger pensamientos intrigantes como resultado de sus deambulaciones. Pensamientos que se parecían más a montones de algas que a garbanzos, sin duda, pero el vegetal sigue siendo vegetal y una idea sigue siendo una idea, y nadie os pregunta una vez que la habéis enunciado si la habéis recogido en un campo de labor o en un lodazal. Dicho esto, era indudable que su adjunto Danglard, que amaba el papel en todas sus formas, desde las más altivas hasta las más humildes -en fajos, en libros, en rollos, en folletos, del incunable al papel de cocina-, era un hombre capaz de suministrar garbanzo de calidad. Danglard era un tipo de hombre reconcentrado que pensaba sin caminar, un ansioso con el cuerpo blando que escribía bebiendo y que, con la única ayuda de la inercia, de su cerveza, de su lápiz mordisqueado y de su curiosidad un poco fatigada, producía ideas en formación de un tipo muy diferente a las suyas.

Se enfrentaban a menudo sobre este punto. Danglard consideraba que la única idea estimable era aquella fruto del pensamiento reflexivo y desconfiaba de toda forma de intuición informe. Adamsberg, en cambio, no consideraba nada y no trataba de separar una idea de otra. Sin embargo, cuando lo trasladaron a la brigada criminal, Adamsberg se peleó para traerse al espíritu tenaz y preciso del teniente Danglard, tras ascenderlo a capitán.

En este nuevo lugar, las reflexiones de Danglard así como las deambulaciones de Adamsberg ya no brincaban de una rotura de escaparate a un robo de bolso. Se concentraban sobre un solo objetivo: los crímenes de sangre. Ya no tenían ni un mísero escaparate que los distrajese de la pesadilla de la humanidad asesina. Ni un mísero bolso con unas llaves, con una agenda y una carta de amor que les permitiera respirar el aire vivificante del delito menor y volver a acompañar a la mujer joven a la puerta con un pañuelo limpio.