No. Crímenes de sangre. Grupo de homicidios.
Esta definición cortante de su nueva línea de intervención hería como una hoja de afeitar. Muy bien, él lo había querido, al remolcar tras de sí unos treinta asuntos criminales desentrañados con gran ayuda de ensoñaciones, paseos y subidas de algas. Aquello lo había situado allí, en la línea de los asesinos, en el camino de horror en el que se había revelado, contra toda sospecha, diabólicamente bueno -«diabólicamente» era un término escogido por Danglard para dar cuenta de la impracticabilidad de los senderos mentales de Adamsberg.
Allí estaban los dos, situados en esta línea, con veintiséis adjuntos.
– Me pregunto -retomó Adamsberg pasando lentamente la mano sobre el yeso húmedo- si nos puede ocurrir lo mismo que a las rocas al borde del mar.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó Danglard con una pizca de impaciencia.
Adamsberg hablaba siempre lentamente, tomándose todo el tiempo del mundo para enunciar lo importante y lo irrisorio, perdiendo a veces el objetivo a medio camino, y Danglard soportaba con dificultad aquella manera suya de actuar.
– Pues bien, esas rocas, digamos que no son uniformes. Digamos que tienen caliza dura y caliza blanda.
– La caliza blanda no existe en geología.
– Qué más da, Danglard. Hay trozos blandos y trozos duros, como en toda forma de vida, como en mí mismo o en usted. En esas rocas, a fuerza de que las golpee la mar, de que las atice, las partes blandas empiezan a fundirse.
– «Fundirse» no es la palabra.
– Qué más da, Danglard. Esos trozos desaparecen. Y las partes duras empiezan a sobresalir. Y a medida que pasa el tiempo, y a medida que el mar golpea, la debilidad parte en añicos arrastrada por el viento. Al final de su vida, la roca no es más que protuberancias, dientes, mandíbula de roca caliza dispuesta a morder. En vez de blandura hay huecos, vacíos, ausencias.
– ¿Y entonces? -dijo Danglard.
– Entonces me pregunto si los policías, y montones de otros seres humanos expuestos a los golpes de la vida, no sufren la misma erosión. Desaparición de partes blandas, resistencia de las partes resistentes, insensibilización, endurecimiento. En el fondo, una verdadera decadencia.
– ¿Se pregunta si lleva el mismo camino que esa mandíbula de caliza?
– Sí. Si no me estoy volviendo un policía.
Danglard consideró la cuestión durante un breve instante.
– En lo que concierne a su roca personal, creo que la erosión no se comporta normalmente. Digamos que en su caso lo duro es blando y lo blando es duro. El resultado, forzosamente, no tiene nada que ver.
– ¿Qué es lo que cambia?
– Todo. Resistencia de las partes blandas, el mundo al revés.
Danglard examinó su propio caso, deslizando un fajo de hojas en una de las carpetas suspendidas.
– ¿Y qué sucedería -retomó- si una roca estuviese enteramente constituida de caliza blanda, y fuese policía?
– Terminaría convirtiéndose en una canica y después desaparecería en cuerpo y alma.
– Es reconfortante.
– Pero no creo que rocas semejantes puedan existir en libertad en medio de la naturaleza. Y policías mucho menos.
– Esperémoslo -dijo Danglard.
La joven titubeaba ante la puerta de la comisaría. Bueno, no estaba escrito «Comisaría» sino «Jefatura de policía-brigada criminal», en letras brillantes sobre una placa resplandeciente suspendida del batiente de la puerta. Era la única cosa limpia del lugar. El edificio era viejo y negro y los cristales estaban sucios. Cuatro obreros se ocupaban de las ventanas, taladrando la piedra con un follón de mil demonios para dotarlas de barrotes. Maryse concluyó que, fuese una comisaría o una brigada, seguía siendo la policía, y que éstos estaban más cerca que los de la avenida. Dio un paso hacia la puerta y después se detuvo de nuevo. Paul la había prevenido: los policías se te reirán en las narices. Pero ella no estaba tranquila con los niños. ¿Qué le costaba entrar? ¿Cinco minutos? ¿El tiempo de decirlo y de largarse?
– Los policías se te reirán en las narices, mi pobre Maryse. Si es eso lo que quieres, adelante.
Un tipo salió por la puerta del portal, pasó ante ella y después volvió sobre sus pasos. Ella retorcía la correa de su bolso.
– ¿Le pasa algo? -preguntó él.
Era un hombre bajo y moreno vestido a la buena de Dios, sin peinar siquiera, con las mangas de su chaqueta negra remangadas sobre sus antebrazos desnudos. Seguramente era alguien como ella que venía a contar sus problemas. Pero él ya había terminado.
– ¿Son agradables, ahí dentro? -le preguntó Maryse.
El tipo moreno se encogió de hombros.
– Depende de quién.
– ¿Le escuchan a uno? -precisó Maryse.
– Depende de lo que les diga.
– Mi sobrino cree que se reirán en mis narices.
El tipo inclinó la cabeza hacia un lado y posó sobre ella una mirada atenta.
– ¿De qué se trata?
– De mi edificio, la otra noche. Me preocupo por los niños. Si entró un loco la otra noche, ¿quién me dice que no va a volver? ¿O no?
Maryse se mordisqueaba los labios con la frente un poco enrojecida.
– Aquí -dijo el hombre suavemente refiriéndose al edificio asqueroso- está la brigada criminal. Es para los asesinatos, ¿comprende? Cuando matan a alguien.
– Oh -dijo Maryse, alarmada.
– Vaya a la comisaría de la avenida. A mediodía, hay menos gente, tendrán tiempo para escucharla.
– Oh, no -dijo Maryse sacudiendo la cabeza-, tengo que estar en el despacho a las dos, el jefe no tolera los retrasos. ¿No pueden prevenir desde aquí a sus colegas de la avenida? Quiero decir, ¿no son un poco la misma pandilla, todos estos policías?
– No exactamente -respondió el tipo-. ¿Qué ha ocurrido? ¿Robo?
– Oh, no.
– ¿Violencia?
– Oh, no.
– Cuénteme, será más fácil. Podré orientarla.
– Claro -dijo Maryse un poco asustada.
El tipo esperó pacientemente, apoyado en el capó de un coche, a que Maryse se concentrase.
– Es una pintura negra -explicó-. O más bien trece pinturas, sobre todas las puertas del edificio. Me dan miedo. Estoy siempre sola con los niños, ¿comprende?
– ¿Dibujos?
– Oh, no. Son cuatros. Números cuatro. Grandes cuatros negros, un poco antiguos. Me preguntaba si no sería una banda o algo así. Quizás los policías sepan algo y puedan entenderlo. Quizás no. Paul me ha dicho: si quieres que se rían en tus narices, adelante.
El tipo se enderezó, le puso una mano sobre el brazo.
– Venga -le dijo-. Vamos a tomar nota de todo eso y ya no tendrá nada que temer.
– Pero -dijo Maryse- ¿no sería mejor que fuésemos a buscar a un policía?
El hombre la miró un momento, un poco sorprendido.
– Yo soy policía -respondió-. Comisario principal Jean-Baptiste Adamsberg.
– Vaya -dijo Maryse desorientada-. Lo siento.
– No hay de qué. ¿Por quién me tomaba?
– No me atrevo a decírselo.
Adamsberg la condujo a través de los locales de la brigada criminal.
– ¿Le echo una mano, comisario? -le preguntó un teniente de paso, con los ojos ojerosos, a punto de irse a comer.
Adamsberg empujó a la joven hacia su despacho y miró al hombre esforzándose por situarlo. No conocía aún a todos los adjuntos que habían destinado a su grupo y le costaba mucho trabajo recordar sus nombres. Los miembros del equipo no habían tardado en notar aquella dificultad y se presentaban sistemáticamente a cada esbozo de conversación. Adamsberg no estaba aún muy seguro de si lo hacían por ironía o para ayudarlo sinceramente, y le daba un poco igual.
– Teniente Noël -dijo el hombre-. ¿Le echo una mano?