Fern Michaels
Huyendo de todo
Huyendo de todo (2002)
Título Originaclass="underline" Sea gypsy (1980)
Capítulo Uno
Las sombras rojizas fueron dando paso, muy lentamente, a los tonos rosas y grisáceos del amanecer. Para Cathy Bissette, esta era su parte favorita del día. Le encantaba la mañana y su silenciosa soledad con el reconfortante pensamiento de que el nuevo día traería, si no felicidad, al menos sí satisfacción. Por eso había pedido tres meses de baja voluntaria en la editorial donde trabajaba como editora y había alquilado el apartamento que tenía en el Village de Nueva York.
Había ido a las llanuras costeras de Carolina del Norte. Allí podría despojarse de la sofisticación adquirida en la gran ciudad para regresar a la vida sin complicaciones que había dejado atrás. Allí, en Swan Quarter, rodeada de un padre que la adoraba, de sus viejos amigos y de las verdes orillas cubiertas de hierba que rodeaban las aguas de Pamlico Sound, podría restaurar su espíritu y aliviar su alma.
El suave beso de las aguas del estrecho sobre los pies resultaba muy relajante, un bálsamo para sus atormentadas emociones. Era una sensación muy dulce, como cuando Marc Hellenger la tocaba y estrechaba entre sus brazos. No obstante, no le gustaba en aquellos momentos, en aquella paz solo rota por los graznidos de las gaviotas y por los sonidos de los barcos pesqueros atando amarras en los muelles.
Sacó un pie, luego el otro, y se sentó al estilo indio. Ni pensaría ni sentiría. Sin embargo, una vez más, las dudas empezaron a apoderarse de ella a pesar de su decisión. ¿Se había equivocado al salir corriendo como un cachorrillo asustado? Recordó la respuesta que le había dado a Marc: «Si me amaras, te casarías conmigo». Le había sonado anticuada hasta a ella misma, por lo que sólo Dios sabía lo que le había parecido a él. ¿Por qué no podría ser sofisticada e inteligente como las otras chicas de la editorial? Ellas sí habrían sabido cómo manejar a Marc y a sus insistentes peticiones de «si me amaras, te acostarías conmigo». Pues ella no era como las otras chicas y no había podido hacerlo. Tanto si se había equivocado como si no, se había mantenido firme en su decisión y, sin duda, acabaría siendo una vieja rancia.
Cathy se cambió de postura para ponerse más cómoda, aunque estuvo a punto de tirar su bolso de lona al agua. El corazón empezó a latirle a toda velocidad por el sobresalto. Con rapidez, colocó el bolso en un lugar más seguro. Contenía las galeradas del último manuscrito de Teak Helm y una novela romántica que había prometido a su jefe que editaría, junto con un bollo y un termo de café. Los dos primeros eran para alimentar la mente y, los dos últimos, el estómago.
Se sentía cómoda allí, a salvo de Marc. ¿Por qué seguía utilizando las palabras a salvo? Esto era algo que decían los niños, o las madres para referirse al bienestar de sus hijos. Ella ya no era una niña, sino una mujer de veinticuatro años con un trabajo de responsabilidad, un apartamento alquilado, un Mustang de segunda mano y su trayecto en ferry todos los días. ¿Por qué no podía aceptar una aventura sin necesidad de un pequeño trozo de papel llamado certificado de matrimonio? Todas sus amigas estaban teniendo aventuras y se sentían muy felices por ello. ¿Por qué tenía ella que ser diferente?
Cuadró los hombros y musitó:
– Porque no es algo que pueda tomar a la ligera.
«Y ya está».
Con eso, se sacudió el polvo de las manos y se puso de pie. Si corría rauda a lo largo de la costa para vaciar su mente de los pensamientos de Marc, volvería a nacer en las orillas de Pamlico Sound. Ella pertenecía a aquel lugar. Quería estar allí… ¿O no?
Cuando empezó a correr, iba un poco a tirones, hasta que los músculos se le acostumbraron al ejercicio y comenzó a hacerlo con su antiguo estilo. Cabeza levantada, codos doblados, puños un poco apretados. Respiraba de un modo profundo y regular, con el aroma salado del mar perfumando sus sentidos.
Un ligero bufido a sus talones la hizo darse la vuelta, aunque sin romper nunca la carrera.
– Hola, Bismarc, me alegro de verte. Te echo una carrera hasta el final del muelle.
El setter irlandés echó a correr y la adelantó con rapidez. El animal sabía que si llegaba al final de la carrera antes que la muchacha de trenzas rubias, ella le daría una golosina. Y, si tenía suerte y a la chica le apetecía, le rascaría la tripa durante al menos diez minutos.
– ¡Mírate! ¡Pero si ni siquiera estás jadeando! -gimió Cathy, antes de dejarse caer sobre las suaves láminas de madera del muelle-. Yo no estoy en forma, aunque esto es temporal. Para cuando acabe el verano, te echaré otra carrera y te ganaré sin despeinarme. Toma, te mereces esto -añadió, entregándole al perro una galleta.
Cathy se sirvió una taza de café del termo y se sentó a comerse su bollo.
– Me apuesto algo a que te ha sorprendido verme en casa, ¿verdad? Bueno, pues te cuento. Las cosas se pusieron un poco mal en la Gran Manzana y decidí salir corriendo y volver con papá y contigo. Yo no soy, en realidad, diferente de las otras. Son mis valores los que son diferentes. Sé que eso suena algo pasado de moda y que las chicas de mi edad no piensan en el recato, pero yo sí. No sé cómo hacer la escena del bar y no me meto en la cama a las primeras de cambio. Tal vez tenga razón o tal vez no. Ya no lo sé.
Bismarc dejó de roer la galleta. Levantó las orejas, no por las palabras que estaba escuchando sino por el tono de voz de Cathy. Entonces, sin levantarse del suelo, se acercó hasta ella y le colocó la cabeza en el hombro, deseando que ella se echara a reír y lo abrazara como lo hacía siempre. Ella se echó a reír.
– Te tengo a ti. ¿Es eso lo que estás tratando de decirme? El mejor amigo de la chica. Leal, devoto y cariñoso. Lo tienes todo, Bismarc. Tú nunca me darás la espalda. Sin embargo -le advirtió, mientras agarraba da cabeza del animal-, ni haces que el corazón me lata más fuerte ni que los sentimientos se me desboquen. Además, ¿de qué me sirves tú en una fría noche de invierno? Venga, date la vuelta para que te pueda rascar la tripa -añadió. El perro se dio la vuelta de inmediato, sin necesidad de que se lo dijera dos veces-. Me he traído las galeradas del nuevo libro de Teak Helm. Su último libro fue un Best-seller y vendió más de un millón de copias. Este promete ser incluso mejor. Si yo fuera su editora. Sismare, lo tomaría de la mano y… En realidad, creo que podría hacerlo cuando regrese a Nueva York. El editor de Teak se va a mudar a la costa oeste y mi jefe me dijo que yo soy la primera candidata para ese trabajo. Imagíname a mí, Cathy Bissette, una chica de Carolina del Norte, convirtiéndome en la editora de Teak Helm. Menuda vida debe de llevar, con todas esas maravillosas aventuras en el mar, las historias como la vida misma que él crea… Ése es un hombre al que me encantaría conocer.
Cuando oyó que alguien la llamaba por su nombre, Cathy se volvió a tiempo de notar un par de cosas: que su padre avanzaba por el muelle hacia ella y que una lancha se abría paso a través de las aguas salobres. Bismarc se puso de pie rápidamente y empezó a ladrar en dirección a la lancha.
– Parece que tenemos compañía -dijo Lucas Bissette, con voz grave-. Una compañía muy poderosa, a juzgar por el sonido de esa lancha. Y rico, por el aspecto del yate que está anclado más allá.
– Es un poco temprano para tener visitantes -comentó Cathy, con una inquietante sensación entre los hombros.
La respiración se le aceleró al ver la aerodinámica lancha, con la proa levantada y cortando el agua por la potencia de su casco. El alba, que había adquirido ya tonos dorados, dotaba a todos los objetos de un halo amarillo, incluido el piloto de la lancha, que estaba ya apagando los motores. Se veía que era una figura muy masculina, alta y de anchos hombros que manejaba el timón con una bellísima mujer a su lado.