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Decidió que, lo primero que iba a hacer, era dejar de culparse por lo que sentía. Mantendría sus sentimientos bajo control y empezaría a disfrutar del verano. Había trabajado como una esclava a lo largo de todo el invierno; así que su tiempo no iba a verse afectado por un rico playboy y su novia.

Cathy arrancó el motor del pequeño bote y, con mucho cuidado, salió del muelle. Se sentía muy orgullosa de su habilidad para manejar barcos y el conocimiento que tenía del mar. Salió con destreza del estrecho, disfrutando al sentir cómo la salpicaba el agua salada del mar. Había una ligera bruma a su alrededor y la humedad hacía que se le rizara ligeramente el cabello en las sienes. Aquello le daba el aspecto de una niña de doce años.

Al acercarse al yate, se sorprendió por su tamaño. Era de diseño italiano, con unos cincuenta pies de largo. Mentalmente, Cathy recordó todo lo que había leído u oído sobre aquel tipo de yates. Si no se equivocaba, Teak Helm también había glorificado sus cualidades. Muy pocas personas se podían permitir una nave como aquella, como muy pocos hombres tenían el estilo y las mujeres que encajaran con la belleza y el exceso de aquel barco.

Cathy leyó el nombre del yate, pintado en letras doradas en la proa: Gitano del mar III. Por el brillo de cromo y los aparejos que se veían, derrochaba lujo por todas partes. A pesar de que aquel exceso le produjera cierto desdén, ella no pudo dejar de admirar la línea del yate.

Entonces, notó que Erica Marshall estaba saludándola desde la cubierta. Con mucho cuidado, se acercó a la otra embarcación y la amarró a ella. Con gran maestría, subió al barco ella sola, a pesar de que Erica la agarró la mano para que pudiera subir a bordo.

– Gracias -murmuró Cathy mientras contemplaba el aspecto de la secretaria. Iba vestida con un minúsculo biquini, dos pequeños trozos de tela que mostraban el bronceado más glorioso que ella había visto nunca.

– ¿Puedo ofrecerte algo de beber? Acabo de prepararme un Maldita María.

– ¿No es un poco temprano? -preguntó Cathy, tras mirar el reloj. Eran sólo las 10:45.

– ¿Temprano? Oh, ya entiendo a lo que te refieres. Crees que hay alcohol en la bebida, ¡Claro que no! Tal vez debería haber dicho que era un Virgen María. Yo nunca bebo alcohol porque hace que te salgan granos -dijo, tocándose sus impecables mejillas-. Jar El señor Parsons es el que toma las bebidas alcohólicas. Yo solo finjo que lo hago. Ese es un secreto entre tú y yo. Sé que puedo estar segura de que no me delatarás.

– Sí, claro. ¿Está mi padre en los pantoques?

– ¿En los pantoques?

– Déjame que te lo diga de otra manera. ¿Sabes dónde está mi padre en este momento?

– Claro. Está con Jar con el señor Parsons.

– ¿Y dónde está el señor Parsons?

– Oh, bueno Están en algún lugar de este barco.

– Sí, eso ya me parecía -dijo Cathy, en tono de mofa, mientras observaba a Erica para ver el efecto que producían sus palabras en la otra mujer. No hubo reacción alguna. Era evidente que Erica se había acostumbrado a que la gente le hablara de aquel modo.

– Siéntate y toma un poco el sol -la invitó Erica, tendiéndose en una tumbona naranja.

– Gracias -musitó Cathy mientras se sentaba en una silla de lona.

Al mirar a su alrededor, Cathy pudo comprobar que el lujo de aquel barco era mucho mayor de lo que había pensado en un principio. Nunca en su vida había visto tan descarado hedonismo. Era casi escandaloso. Desde la cabina del barco, donde ella estaba sentada, se podía mirar a través de unas puertas de cristal que llevaban al salón. El suelo estaba cubierto de una espléndida moqueta verde esmeralda, que acentuaba el diseño tan contemporáneo de la tapicería del sofá. Unos largos y cómodos asientos rodeaban la zona, haciendo que el punto central de la sala fuera el bar de cromo y cristal que había en el rincón opuesto. El salón tenía el techo de cristal y, de uno de los laterales, salía una escalera de caracol que llevaba al puente de mando. Una suave música fluía a través de las puertas. Se imaginó que el barco entero tenía hilo musical. Mientras lo observaba todo, un camarero, vestido con una chaqueta blanca, entró al salón para volver a llenar el cubo del hielo.

– ¿Cuántos hombres componen la tripulación del señor Parsons? -le preguntó a Erica, dispuesta a recibir una de las vagas respuestas de la joven.

– Tres, incluyéndome a mí -respondió ella-. Tuvimos que dejar al que se ocupaba de los motores en Virginia Beach. Creo que tenía apendicitis o algo por el estilo.

– Te refieres al ingeniero jefe, ¿verdad?

– Supongo que sí. No presto mucha atención, al menos no a ese tipo de cosas.

– ¿No tienes que utilizar aceite solar o alguna crema protectora? -quiso saber Cathy. Envidiaba el profundo bronceado de la joven.

– Dios santo, no. Mi dermatólogo dice que tengo una piel perfecta y que nada puede estropeármela. Dice que yo soy una de esas escasas personas cuyo cuerpo necesita sol para seguir viva. Y tiene razón. ¿Utilizas tú algo?

Cathy no estaba dispuesta a admitir que tenía que utilizar aceite y yodo para conseguir tener un poco de color.

– A mí no me gusta mucho tomar el sol. Prefiero estar debajo de un buen árbol con un libro interesante.

– ¡Qué aburrido! -exclamó Erica, inclinando un poco más la cabeza en dirección al sol-. Espero que no me queden marcas -añadió mientras se ajustaba las tiras del minúsculo biquini.

– Sí, yo también lo espero -afirmó Cathy.

Por primera vez, se dio cuenta de que el bronceado de Erica era total, sin señales. Era evidente que estaba acostumbrada a tomar el sol completamente desnuda.

– ¿Qué hace el señor Parsons para ganarse la vida?

– ¿Hacer?

– Sí, claro, ya sabe. ¿En qué trabaja? ¿Es capaz de mantenerse a sí mismo?

– Oh. Envía facturas. En realidad, las mando yo. Soy su secretaria, ¿sabes? En estos momentos, estoy tomándome un descanso.

– Sorprendente. Bueno, supongo que lo tiene que hacer alguien.

– Odio mecanografiar cifras. Siempre me rompo las uñas. Jar el señor Parsons va a contratar a alguien para que haga los números por mí cuando lleguemos a Lighthouse Point.

Cathy se vio salvada de seguir hablando con Erica por la llegada de su padre y de Jared Parsons. Los miró alternativamente. Durante las dos últimas horas, los dos hombres habían alcanzado un cierto respeto mutuo. Jared se estaba limpiando la grasa de las manos y asentía mientras escuchaba a Lucas.

– Menudo problema tienes, Jared -le decía Lucas-. Diez días, y eso como mínimo. Si tienes que regresar a Lighthouse Point, te sugiero que tomes un avión. Esta belleza no va a surcar las aguas durante algún tiempo. Haré una llamada y veré lo que puedo hacer para conseguirte esa bomba de agua que necesitas y el tubo de escape. En cuanto al generador, es mejor que hagas que te traigan ese de cabo Fear. Puedes ir a ver a otro mecánico si quieres, pero, si saben algo de esto, te dirán lo mismo que yo.

Jared asintió. Sus rasgos decían que estaba resignado ante lo que Lucas le había dicho.

Cathy sonrió con tristeza al ver que Jared miraba a Erica. Parecía avergonzado. Lucas estaba mirando, descarado, la sedosa piel que ella les mostraba a todos, pero no hizo ningún comentario.

– Mira, hijo -prosiguió Lucas, colocándole a Jared las manos llenas de grasa encima del hombro-, ¿por qué no venís la señorita Marshall y tú a cenar esta noche? Cathy puede preparar su guisado de pescado, ¿verdad, hija? -añadió, suplicándole con la mirada-. Para entonces, yo ya tendré noticias. Eso es lo único que puedo hacer por el momento. Comemos a las siete, más o menos, dependiendo del humor de mi hija.