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Liz Fielding

Huyendo del destino

Huyendo del destino (1999)

Título Originaclass="underline" His little girl (1998)

Serie: Hermanos Kavanagh, 02

Capítulo 1

Algo despertó a Dora, que aguzó el oído para captar entre los familiares sonidos de la noche el que la había despertado.

Había ido al campo en busca de paz. Pero después del constante ruido del tráfico de Londres, la primera vez que se había quedado sola en la granja de Richard y Poppy había encontrado el silencio casi fantasmal. Pronto, sin embargo, el oído se le había adaptado a la familiar orquesta nocturna. El suave gorgoteo del arroyo que discurría a unos cien metros entre las piedras; el lento golpeteo de la lluvia en los canalones, y el goteo de las copas de los árboles.

Y acentuando aquellos sonidos acuosos, escuchó el irritable graznido de los patos interrumpido por algo. ¿Un zorro quizá? La primera vez que Dora había escuchado el ruido de las andanzas del cazador nocturno se le había helado la sangre, pero después de una semana en la granja, había perdido el miedo.

Salió de la cama y se acercó con rapidez a la ventana, lista para enfrentarse a lo que fuera. Pero el paisaje, momentáneamente blanqueado por la luna cuando se aclararon las nubes, sólo revelaba las sombras oscuras de los patos tendidos. La superficie del riachuelo estaba bastante pacífica. Ningún zorro a la vista.

Apoyó los codos en el alféizar y la barbilla en las manos adelantándose para aspirar el aire nocturno. Estaba cargado del denso aroma de los jazmines, las rosas trepadoras y la tierra mojada. Era un olor tan inglés, pensó; algo que atesorar después de los horrores que había encontrado en el campo de refugiados.

Entonces, en la distancia, vio el rafagazo de un relámpago seguido pronto por un trueno. Dora sintió un leve escalofrío y cerró la ventana. Sin duda era el trueno lo que la había despertado y estando en el valle del Thames, volverían a retumbar. La idea le puso la piel de gallina.

Se frotó los brazos y se apartó de la ventana para buscar la bata de seda sabiendo que en medio de una tormenta no podría dormir. Abajo podría encender el equipo de música para ahogar el ruido y ya dormiría más tarde. Ése era uno de los placeres de estar sola con un número de teléfono que sólo la familia muy cercana conocía.

Alzó el pestillo de la puerta y salió al descansillo. Se prepararía un té primero y después…

Entonces escuchó el sonido de nuevo y supo que no era el trueno lo que la había despertado.

Sonaba más como una tos seca y áspera, del tipo de la de un niño enfermo y tan cercana que podría estar dentro de la casa.

Pero aquello era ridículo. La granja tenía un buen sistema de seguridad. Su cuñado lo había instalado después de que un vagabundo entrara y se instalara como en su casa. Y estaba casi segura de no haber dejado ninguna ventana abierta.

Casi segura.

Se asomó a la barandilla escuchando durante un rato interminable. Pero no oyó nada, sólo los fuertes latidos de su corazón desbocado.

¿Se lo habría imaginado? Dio un paso abajo. La granja estaba a millas de la carretera más cercana, por Dios bendito y había estado lloviendo a jarros. Quizá hubiera sido el grito de algún animal pequeño, después de todo. Sin embargo, vaciló en las escaleras.

Entonces, un trueno amenazador como si la tormenta ya hubiera pasado las colinas y estuviera en el mismo valle, le lanzó corriendo escaleras abajo. Pero incluso al buscar el interruptor, supo que el trueno era el menor de sus problemas y se llevó la mano a la boca cuando vio, iluminada por la luz de la luna, la cara de una niña pequeña tensa de cansancio.

Estaba en medio del salón y por un aterrador momento, Dora estuvo segura de que había visto un fantasma. Entonces la niña tosió de nuevo. Dora no era experta en el tema, pero estaba segura de que los fantasmas no tosían.

Sí, temblando bajo la fina manta que la envolvía, con el húmedo pelo negro pegado a la cara y los pies descalzos, la pequeña parecía tan miserable como las pequeñas criaturas que ella había visto en los campos de refugiados.

Por un momento se quedó pegada en el suelo, no asustada, pero nerviosa por la repentina aparición de aquella extraña criatura en medio del salón de su hermana con sus ojos enormes fijos en ella. Había algo inquietante en la inmovilidad de la niña.

Entonces, al recuperar el sentido común, se dijo que no tenía nada que temer. No importaba de donde hubiera salido la niña, necesitaba calor y consuelo y cruzó la moqueta descalza alzando a la niña en brazos y abrazándola contra su propio cuerpo.

Por un momento, los ojos de la niña se abrieron mucho de miedo y permaneció rígida contra ella, pero Dora empezó a arrullarla.

– Está bien, dulzura -murmuró en un susurro-. No tienes que tener miedo de nada.

La niña la miró parpadeando cuando Dora le acarició el pelo y se lo apartó de la frente. Tenía la piel seca y caliente a pesar de lo delgada que estaba.

Fuera quien fuera, de una cosa estaba segura: debería estar en la cama, no vagabundeando por casas extrañas. Y necesitaba un médico.

– ¿Cómo te llamas, cariño?

La pequeña la miró un momento y entonces, entre un suspiro y un gemido dejó caer la cabeza en el hombro de Dora. No pesaba nada y casi todo era por la manta. Dora le quitó la horrible tela y la envolvió en su bata de seda. ¿Quién era? ¿De dónde había salido?

Con la pregunta todavía flotando en su cabeza escuchó de repente un crujido tras la puerta del salón y la maldición ronca de un hombre.

Parecía que la niña no estaba sola. Y Dora, de repente enfadada, decidió que quería tener unas palabras con el ladrón que utilizaba a una niña enferma para sus actividades nocturnas. Sin considerar la posibilidad de que el segundo intruso pudiera ser peligroso, abrió la puerta de par en par y encendió la luz.

– ¿Qué diablos…?

El intruso, volviéndose desde el armario con una linterna en la mano, parpadeó cegado ante la repentina luz y levantó la mano para sombrearse los ojos. Entonces vio a Dora.

– ¿Quién diablos es usted?

Dora se quedó con la boca abierta. Sin hacer caso de que le sacaba casi la cabeza y que podría haberla alzado con la misma facilidad que ella a la niña, se adelantó hacia él.

– ¿Y quién diablos lo quiere saber?

El hombre se puso rígido.

– Yo -entonces, de forma inesperada, bajó la mano de los ojos y sonrió. La hermana de Dora era modelo y ella había visto aquella sonrisa profesional. Aquel hombre era bueno. Y se movió hacia ella totalmente tranquilo ante la situación-. Lo siento. No quería gritar, pero me ha sorprendido.

– ¿Que yo le he sorprendido? -Dora lo miró con la boca abierta asombrada de su valor antes de recuperarse-. ¿Cómo ha entrado aquí?

– Abrí el cierre -dijo con un candor que la desarmó. La estaba mirando con curiosidad y nada avergonzado de su confesión-. Pensé que la granja estaba vacía.

Había admitido abrir la cerradura sin pizca de remordimiento. Ante una situación así, cualquier ladrón normal hubiera salido corriendo. Dora alzó a la niña en brazos para acomodarla mejor contra la cadera. Pero los ladrones normales no llevaban a niños enfermos para sus correrías nocturnas.

– Bueno, pues ya ve que no está vacía. Yo vivo aquí, señor mío -dijo sin pensar en su situación temporal.

Cuando Poppy le había ofrecido la granja mientras ella y Richard estaban de viaje, le había indicado que tratara la casa como si fuera suya, pero con los privilegios llegaba la responsabilidad. En ese mismo instante, Dora decidió que era hora de tomar sus responsabilidades en serio. Así que miró con furia al intruso negándose a que un vagabundo la encandilara con su sonrisa profesional para conseguir pasar la noche en una cama seca.

– Yo vivo aquí y no admito huéspedes -repitió-, así que será mejor que se vaya.