Выбрать главу

La sonrisa se desvaneció de forma abrupta.

– Me iré cuando esté bien y listo…

– Eso cuénteselo a la policía porque llegará en cualquier momento -al alzar la voz la niña empezó a gemir y Dora se volvió hacia ella para acariciarle el pelo con suavidad-. ¿Qué diablos hace con una niña enferma a estas horas de la noche, de todas formas? Debería estar en la cama.

– Eso es exactamente lo que pensaba hacer en cuanto le calentara un poco de leche -confirmó él sus sospechas. El hombre hizo un gesto hacia un cartón de leche sobre la mesa-. No esperaba encontrar a nadie.

– Eso ya me lo ha dicho.

Dora no hizo caso del hecho de que su voz no encajara con los raídos pantalones sucios de barro, el jersey arrugado y la cazadora que en otro tiempo habría costado una fortuna, pero ahora estaba tan usada que se abría por las costuras. Un vagabundo con acento de colegio de pago seguía siendo un vagabundo.

– ¿Supongo que pensaba ocupar la casa?

– Por supuesto que no -una fugaz mirada de irritación surcó la cara del hombre antes de encogerse de hombres-. A Richard no le importará que me quede unos días.

– ¡Richard!

Dora enarcó las cejas al oír el nombre de su cuñado.

– Richard Marriott -explicó él-. El dueño de esta granja.

– Ya sé quién es Richard Marriott. Y discúlpeme si difiero con usted en cuanto a su reacción. Da la casualidad que sé lo que él opina de que le asalten la casa.

Su declaración pareció sorprender a su interlocutor.

– A menos que sea él quien lo haga. Fue él el que me enseñó cómo entrar aquí.

La miró a los ojos desafiándola a que le contradijera.

– Richard usa sus habilidades para probar sistemas de seguridad.

– Eso es cierto -concedió el hombre.

Gannon contempló con preocupación a la joven que le desafiaba. O estaba loca o era mucho más dura de lo que parecía para quedarse allí de pie con una bata de seda que inspiraría ideas sensuales hasta a un monje. El cinturón que podía haber dado algún sentido de la decencia a su atuendo estaba desatado para abrigar a Sophie. Bueno, hasta las mujeres más duras tenían sus debilidades, debilidades que en ese momento él tendría que aprovechar.

Dio un paso adelante. Ella no se retiró sino que mantuvo el terreno y lo miró de arriba abajo.

– Yo agarraré a Sophie -dijo con un brillo de preocupación en sus ojos grises oscuros que antes habían brillado de hostilidad.

Sintió una punzada de culpabilidad ante lo que iba a hacer. Pero Sophie estaba al límite de sus fuerzas y haría lo que tuviera que hacer por la seguridad de su hija.

– ¿Agarrarla?

– Nos ha pedido que nos vayamos.

Estiró los brazos hacia la niña. Sophie lanzó un gemido ronco entre sueños y Dora dio un paso atrás sujetando a la niña contra su pecho con gesto protector.

– ¿Dónde? ¿A dónde va a ir?

Él se encogió de hombros.

– Quizá encuentre un granero. Vamos, cariño, ya hemos molestado bastante a esta señora.

– No -Gannon consiguió poner cara de sorpresa-. No puede llevársela de aquí. Tiene fiebre.

¡Bingo!

– ¿Tiene fiebre? -puso la mano en la frente de Sophie y lanzó un suspiro de resignación-. Quizá tenga razón -pasó las manos por la espalda de la niña como para llevársela-. Pero no se preocupe. Nos las arreglaremos… de alguna manera.

Dora se sentía dividida. El notó la momentánea indecisión oscurecer sus ojos. Quería que él se fuera pero su conciencia no le permitía echar a Sophie en mitad de la noche.

– Usted podría arreglárselas, pero ella no -dijo cuando la conciencia venció-. ¿No iba a calentarle un poco de leche?

Gannon miró el cartón de leche al lado de un centro de flores secas. Al lado, de una silla colgaban un par de cazadoras enceradas de mucho estilo. La última vez que él había estado en la granja aquel cuarto no era más que una prolongación de la cocina. Ahora era un vestíbulo decorado de revista embaldosado con estilo rústico pero muy caro.

Dio la espalda a la joven que, si no se equivocaba, enseguida insistiría en que se quedara. Por el bien de la niña. Era hora de recordarle de nuevo que Richard era su amigo. Colgó la linterna del gancho de detrás de la puerta que al menos no había cambiado desde la época de sus excursiones de pesca y agarró la leche.

– Sí, eso iba a hacer -indicó el armario abierto donde se guardaban las botas de goma y los zapatos mojados en vez de las cazuelas que él había esperado encontrar-. Lo cierto es que estaba buscando un cazo cuando la molesté. ¿Qué ha pasado con la cocina? ¿Y cuándo ha instalado Richard la electricidad?

– Eso no es asunto suyo -replicó Dora con sequedad.

Pero explicaba por qué había estado revolviendo los armarios en la oscuridad. No se le había ocurrido buscar un interruptor. Podría haber estado en la granja antes, pero desde luego, no la había pisado en los últimos doce meses.

Y no es que se creyera que conocía a Richard. Cualquiera de los alrededores sabía que aquella granja pertenecía a Richard Marriott. ¿Y qué si lo conocía? Eso no cambiaba el hecho de que hubiera asaltado la casa.

– No entendí su nombre.

– Gannon. John Gannon -dijo él extendiendo la mano con gesto formal como si estuvieran en mitad de una fiesta.

Desde luego, aquel hombre no se amilanaba por nada. Al contrario, estaba deslizando la mirada con aprecio desde su pelo revuelto a la bata suelta hasta llegar a las uñas pintadas de los pies antes de devolverla a su cara. Entonces frunció el ceño con gesto pensativo.

– ¿Nos hemos visto en alguna parte?

Debía haber habido mucha publicidad cuando ella había vuelto de los Balcanes, porque hasta completos desconocidos le habían asaltado en la calle para hablar con ella y toda la prensa la había acosado para escribir acerca de una chica de Sloane que había abandonado la vida social para conducir camiones humanitarios por Europa. Esperaba que no lo recordara, porque seguramente creería que tenía el corazón blando y caería a sus pies.

Había sido precisamente la necesidad de huir de todo aquello lo que había empujado a Dora a la granja. Ignoró su mano extendida y no le dijo su nombre.

No pensaba intercambiar formalidades con un criminal común y mucho menos con uno que había asaltado la casa de su hermana. Incluso aunque tuviera una voz como el terciopelo, unos ojos de color caramelo y una deliciosa mandíbula. Después de todo tenía la mandíbula cubierta de barba de varios días. Y aquellos ojos se estaban tomando muchas libertades con su cuerpo para su gusto. Con la niña en brazos, era incapaz de hacer otra cosa con la bata, pero consciente de que estaba mirando sus uñas rosas, las tapó.

– Esa treta es bastante poco original -dijo con una dureza que estaba lejos de sentir.

– Desde luego -acordó él incapaz de ocultar su diversión a pesar del agotamiento-. Debo ensayar más.

– No se moleste.

– Asaltar una casa no es mi estilo habitual. ¿Quién es usted?

Dora resistió la tentación de preguntarle cuál era su estilo habitual.

– ¿Le importa quién soy?

Él se encogió de hombros.

– Supongo que no. Pero permítame que le diga que es una mejora considerable al lado de Elizabeth. Ella no hubiera perdido nunca el tiempo en algo tan frívolo como pintarse las uñas.

Aquel hombre era increíble. No contento con entrar en la casa ahora estaba coqueteando con ella. Y a pesar de sus prejuicios, tenía que reconocer que conocía la vida personal de su cuñado.

– ¿Elizabeth?

– Elizabeth Marriott. La mujer de Richard. Una chica de muy poca imaginación, algo más que compensado por su avaricia, a juzgar por el hecho de que le dejara por un banquero.

– ¿Un banquero?

– De los que poseen un banco, no de los que trabajan tras el mostrador -hizo un amplio gesto hacia la leche-. Pero nunca pensé que vendería esta casa.

– ¿Y qué le hace pensar que lo ha hecho?