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– ¿Está acostada? -contestó.

– ¿Por qué? -preguntó con dureza Fergus-. ¿Qué es lo que le pasa?

Acordándose de que Fergus no debía saber lo de su viaje a Londres, dijo:

– Nada. Es sólo el calor.

– Mejor. Gannon está ahí fuera y ha venido a recoger a su hija. ¿Dónde está Sophie?

– En la cocina con la señora Harris. Acaba de preparar un té, así que podrás invitar al señor Gannon a tomarlo mientras espera.

– ¿Estás segura de que Dora está descansando?

– Estaba completamente dormida cuando la dejé hace diez minutos. ¿Por qué, Fergus? ¿Estás intentando mantenerlos separados?

Fergus hizo una mueca.

– Ya he aprendido a no intentar separar a Dora de nada que quiera, Poppy. Es Gannon el que no quiere verla. Sólo quiere recoger a su hija e irse.

– Eso es un poco grosero, considerando todo lo que Dora ha hecho por él.

– Quizá. Y no niego que echaré de menos a Sophie, pero él es inflexible.

– ¡Oh, Fergus!

– No empieces con lo de: ¡oh, Fergus!, Poppy. Esto es enteramente decisión suya.

– Pero tú no has hecho nada por hacerle cambiar de idea, ¿verdad?

– Yo lo he visto, tú no. Ese hombre está completamente decidido, pero ya que Dora está acostada, le diré que entre a esperar a Sophie. Puedes ofrecerle una bebida si quieres. Eso te dará la oportunidad de decirle lo que piensas de él mientras yo voy a ver lo que pasa en la cocina.

Con aquellas palabras se dio la vuelta y se dirigió aprisa hacia la parte delantera de la casa.

– ¿He oído a tu hermano? -preguntó Richard cruzando el borde de la piscina desde los vestuarios.

– Sí.

– ¡Qué lástima! Esperaba que tuviéramos la piscina para nosotros solos un rato.

– Ahora no hay nadie -dijo Poppy sonriéndole seductora y lanzando un grito cuando Richard la agarró y la levantó en brazos.

Entonces la besó.

John Gannon, dio la vuelta a la esquina y se detuvo bruscamente. Fergus Kavanagh le había dicho que Dora estaba dormida, si no, no hubiera salido del coche. Y no era que Fergus hubiera necesitado mucho convencimiento de que sería mejor que no se vieran. Estaba claro que no aceptaba a un hombre que había estado a punto de meter a su hermana en serios problemas con la ley. Y en serios problemas con su matrimonio, aunque él no podía saberlo. Pero Gannon no lo culpaba porque deseara que saliera de su casa lo antes posible. Un corte limpio. Doloroso, pero necesario.

Y había sido doloroso. Cuando la había oído suplicar a la enfermera desde su cama del hospital, había sido como si le arrancaran el corazón. Tener su carta en las manos y no abrirla. Decirle al abogado que bajo ninguna circunstancia debía darle su dirección. Pero sabía que había hecho bien. No había necesitado que Fergus Kavanagh le hubiera mirado como si sólo constituyera un problema. Lo era.

Pero incluso entonces, en lo más profundo de su alma, todavía había albergado esperanzas. Hasta ese mismo día en que se había dado la vuelta en la sala del tribunal y la había visto con Richard. Y entonces ella había gritado y él había sabido que no podría mirar a Richard tampoco. Porque todo se le hubiera notado en la cara. No habrá podido esconder la culpabilidad ni el dolor.

Y ahora, tenía su peor pesadilla delante de él. Allí estaba ella, envuelta en los brazos de su amigo más antiguo. Del hombre que era su marido. Del hombre que la amaba. Eso lo podía entender, porque él también la amaba. La amaba por encima de la razón. Si alguna vez lo había dudado, ahora lo sabía con seguridad. Lo mismo que sabía que debía haber confiado en su instinto y se debía haber quedado en el coche.

Ahora se había quedado sin aliento y tuvo que aflojarse la corbata mientras se esforzaba por sofocar los celos y se daba la vuelta para escapar antes de que lo vieran.

Demasiado tarde.

– ¡John! -se detuvo y se volvió lentamente mientras Richard se acercaba a él con la mano extendida y una amplia sonrisa-. ¡Maldita sea, cómo me alegro de verte! -se dio la vuelta para darle la mano a la mujer que tenía a sus espaldas-. John está aquí por fin, cariño.

– Richard -empezó a protestar Gannon antes de detenerse confundido.

La mujer que estaba detrás de Richard no era Dora. La mujer a la que había besado no era Dora.

– Ya te dije que era el hombre más feliz de la tierra -estaba diciendo su amigo-. Ahora puedes ver por qué -se dio media vuelta-. Poppy, cariño, éste es John Gannon, ¿te acuerdas? Quería que fuera nuestro padrino de boda pero estaba perdido en algún país extranjero. ¿Dónde estabas en Navidad, John?

La mujer se parecía a Dora un poco. Tenía el mismo pelo rubio y cuerpo esbelto. Pero era más alta, mayor y más sofisticada, con el tipo de sofisticación del mundo de la moda y la belleza.

– ¿Poppy? -repitió como si su nombre estuviera cargado de magia.

– La hermana mayor de Dora -confirmó ella. John todavía no podía asimilarlo-. Viene de Popea y Pandora. A mi madre le gustaba mucho la mitología.

John tragó saliva intentando comprender.

– ¿Y… cómo se escapó Fergus?

Poppy lanzó una carcajada.

– La leyenda familiar dice que mi madre quería que se llamara Perseo, pero mi padre se puso firme. Dijo que todo el mundo lo llamaría Percy.

John seguía mirando a la pareja con incredulidad.

– ¿Y estás casada con Richard?

– Si te ha dicho lo contrario, te ha mentido -dijo ella con una sonrisa-. Y tendrá que pagar la multa.

Empezó a arrastrar a su marido hacia el borde de la piscina.

– ¿Dónde está Dora? -su prisa quedó interrumpida por el chapoteo del agua.

– Dora está arriba acostada, John. Se desmayó en el juzgado. Todo esto ha sido demasiado para ella. Pero eso ya lo sabes. Tú estabas allí.

– ¿Dónde puedo encontrarla? -insistió él-. Tengo que verla ahora mismo.

La hermana mayor de Dora sonrió.

– Sube las escaleras y en la tercera puerta a la derecha.

Y con eso, se unió a su marido en el agua.

Gannon subió despacio la amplia escalinata de roble. Dora no estaba casada con Richard. No dejaba de repetírselo y sin embargo, no se atrevía a creerlo del todo. Ahora entendía como había sido la confusión. El policía había supuesto que Dora era Poppy y la había llamado señora Marriott y él lo había aceptado sin cuestionarlo. Pero, ¿por qué había dejado ella que siguiera creyéndolo?

La tercera puerta a la derecha. Dio un suave golpe pero no obtuvo respuesta. En el silencio oyó la carcajada feliz de la niña desde la cocina. Sophie. Había encontrado a Sophie y la había traído a casa sorteando todo tipo de peligros. No iba a dejar que ahora se interpusiera en su camino algo tan banal como una puerta. Agarró el pomo y la abrió. Ya no importaba nada, sólo que la amaba.

Dora estaba dormida. Con el pelo extendido sobre la almohada y las doradas extremidades apenas cubiertas por una sábana. Era como la Bella Durmiente. Se moría de ganas de despertarla con un beso, pero aquello no era un cuento de hadas y él no era ningún príncipe.

En vez de eso, se arrodilló al lado de la cama y apoyó la mejilla contra las manos deseando con todas las fibras de su ser que se despertara para poder tomarla en sus brazos y sin embargo, reticente a perder aquel momento de perfecta esperanza. La promesa había estado todo el tiempo en su nombre. Nunca debería haber perdido la esperanza.

Y entonces notó algo extraordinario. Tenía las mejillas mojadas. Alargó la mano, le rozó la piel con la punta de los dedos y se llevó el sabor salado de sus lágrimas hasta los labios. Había estado llorando en sueños.

– Dora -susurró con suavidad-. Dora, mi querida chica.

Dora se agitó y abrió los ojos. Creía haber escuchado a John llamarla y por un momento no pudo decidir si estaba despierta o dormida. Entonces, cuando sus ojos enfocaron su cara, supo que debía estar soñando. John estaba encerrado… Sin embargo, ¿podrían los sueños hacerse realidad?