Bajé del taburete, fui al cuarto trastero, saqué el tablón de anuncios y lo apoyé en la pared, encima del mármol. En la primera etapa procuro no poner ningún orden en las fichas. No hay censura, ni descartes, ni plan de juego. Me limito a registrar toda la información, a poner por escrito todo lo que se me ocurre en el momento. Las tarjetas relativas a la muerte de Isabelle eran de color verde. El accidente de Tippy figuraba en las de color naranja y las dramatis personae en las blancas. Cogí la cajita de las chinchetas y clavé fichas en el tablón. Cuando terminé, eran las cinco menos cuarto. Me senté en un taburete, apoyé los codos en el mármol y la barbilla en las manos. Observé los efectos, no muy elocuentes que digamos… una mescolanza de colores que no seguían ninguna pauta definida.
¿Qué buscaba? El vínculo, la contradicción; cualquier cosa que desentonara. Lo conocido bajo una nueva luz, lo desconocido que salía a la superficie. De vez en cuando quitaba todas las fichas y volvía a colocarlas al azar, o bien las ordenaba según esquemas distintos. Empecé a divagar sobre la muerte de Isabelle y dejé que los pensamientos siguieran su propio curso. El asesino debió de disfrutar contemplando el desarrollo de los hechos. Cabía incluso la posibilidad de que la inspiración hubiera surgido del acoso con que David Barney había hostigado a Isabelle. Se le pega un tiro a ésta, ¿y quién es el primer sospechoso? El asesino debía de conocer las costumbres de David Barney, es decir, tenía que haber sido una persona relacionada de manera natural con el lugar de los hechos, al menos lo suficiente como para estar al tanto de todo. Y, en esta categoría, entraba la mitad de los que conocían a Isabelle. Los Weidmann vivían a un kilómetro de la mansión y la casita de su hermana Simone estaba en la misma propiedad. Laura Barney… una candidata interesante. Conocía la afición de David al footing nocturno. Por lo menos, en apariencia Laura tenía poco o nada que ganar. Hasta el momento yo había supuesto que el motivo había sido el dinero, pero tal vez los amantes del crimen sacaran del homicidio muchas satisfacciones que nada tuvieran que ver con la avaricia. ¿Podía Laura ejecutar obra más perfecta que matar a la mujer que había destrozado su matrimonio y hacer que acusaran al ex marido?
Allí había algo. Estaba casi segura de ello. Tal vez el enfoque, algún detalle informativo que no acababa de cuajar, la reinterpretación de los hechos tal como yo los conocía.
Di un bote cuando sonó el teléfono y el corazón arrancó peligrosamente, como un brioso corcel, bordeando la frontera del paro cardíaco.
Era Ida Ruth.
– Kinsey. Espero no interrumpir, pero acaban de llamarte de la oficina del coroner, un tal Walker. Parece que te ha dejado un recado en el contestador y luego ha llamado a este número. Quiere que le llames lo antes posible.
Me encajé el auricular en el cuello, entre la mandíbula y el hombro, mientras conseguía papel y lápiz.
– ¿Sabes el teléfono de Burt? ¿Te lo ha dado?
Me dictó el número. Lo marqué en cuanto colgó.
19
– Oficina del coroner. El inspector Walker al habla.
– Hola, Burt. Soy Kinsey. Ida Ruth acaba de decirme que querías que te llamara.
– Sí, sí, al fin te encuentro. Espera un segundo, voy a buscar las notas. -Oí al fondo un rumor de papeles. Puso la mano en el auricular y cambió unas palabras amortiguadas antes de ponerse otra vez al aparato-. Disculpa. Acabamos de terminar la autopsia de Morley. Resulta que murió de insuficiencia renal aguda, agravada por síntomas de hepatitis, malfuncionamiento cardiovascular, congestión circulatoria, necrosis tubular…
– Pero, ¿cuál fue la causa?
– A eso voy, a eso voy. Después de la charla que sostuvimos ayer, llamé a la funeraria Wynnington-Blake y hablé con el director de la empresa. Quería informarle y saber de paso si había advertido algo anormal. Dice que cuando llevaron a Morley estaba «singularmente ictérico».
– ¿De tanto beber?
– Eso pensé al principio, pero me puse a hacer averiguaciones. Primero inspeccioné los artículos domésticos y de jardinería que me trajiste. El strudel me llamó la atención porque contenía elementos vegetales, pero los demás productos difícilmente habrían podido ingerirse sin advertir lo que eran. Consulté los manuales que tengo aquí y adivina qué encontré. La autopsia lo ha confirmado. ¿Has oído hablar de la Atnanita phalloides?
– Me suena a cosa sexual. ¿Qué es?
– La seta de la muerte. Otra posibilidad es la Amanita verna, de la misma familia agaricácea, llamada también seta de los tontos. Las dos son mortales. A juzgar por lo que contenían los restos del strudel, parece que a Morley le prepararon un strudel de amanita.
– Mal asunto, ¿verdad?
– Desde luego. Escucha. Si inyectamos a un ratón la quincuagésima millonésima parte de un gramo de faloidina, muere entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas después. Para matar a una persona bastan cincuenta gramos.
– ¡Dios mío!
– Cualquiera de las dos especies de amanita produciría los síntomas de Morley, según me contaste. Después de ingerirse hay un margen de tiempo, que llaman período latente, y que dura entre seis y veinte horas. Los únicos efectos visibles a partir de entonces son náuseas, dolor abdominal, vómitos, diarrea y congestión cardiovascular.
– Es decir, que si se sintió enfermo el sábado a mediodía, tuvo que ingerir la porquería ésa entre el viernes y la madrugada del sábado.
– Así parece.
– Pero, ¿dónde pueden cogerse esas setas? ¿Crecen en esta zona?
– Según los manuales, crecen en las costas oriental y occidental de América del Norte, a finales de verano y en otoño. Estamos casi en invierno, pero supongo que todavía pueden encontrarse. Al parecer, la amanita primaveral abunda en los bosques de planifolios. Crecen solas, en grupos o en círculos. Los libros dicen que escasean en la costa del Pacífico, aunque podrían haberse comprado en cualquier otro punto del país. Congeladas, secas, en polvo, vete a saber. ¿Dónde encontraste la torta? ¿En su casa?
– En la papelera de su oficina de Colgate. Vi la caja la primera vez que estuve allí, pero no pensé particularmente en ella hasta que efectué la segunda visita.
– ¿Tienes alguna información sobre su procedencia?
– Ni siquiera se me ha ocurrido preguntar. La metí en la bolsa de plástico con todo lo demás y me olvidé de ella. Bueno, supuse que había pasado por la pastelería y que la había comprado directamente en el establecimiento. Betty, la del salón de belleza, dice que Morley solía llegar a la oficina con paquetes y bolsas de comestibles. Hacía una semana que Morley estaba a régimen, pero Betty le había visto entrar con Donuts, comida china y productos precocinados de todas clases, de modo que entrar con un envoltorio de pastelería era la regla y no la excepción. Puede que se lo sirvieran a domicilio, que se lo dejaran en la puerta…
– Hay algo más -dijo Burt, interrumpiéndome-. Según los datos que obran en mi poder, hay un breve período de inactividad en el proceso. Si mal no recuerdo, me dijiste que se sintió momentáneamente mejor. En los casos de intoxicación con amanitas venenosas, la persona afectada tiene a veces la sensación de que sus síntomas mejoran.
– Eso fue el domingo por la mañana -dije.
– Exacto. Las perturbaciones tuvieron que comenzar entonces. La toxina de la amanita corroe el tejido hepático, disuelve los glóbulos y provoca hemorragias en el tubo digestivo. Seguramente sufrió pujos y vómitos de sangre, pero por lo que me has contado, no hizo el menor comentario al respecto. Una de dos: o no le dio importancia o no quiso alarmar a su mujer. Más aún, aunque le hubieran ingresado en Urgencias, no habrían podido salvarle.
– Tuvo que haberse sentido fatal. ¿Por qué no buscó ayuda? -pregunté.
– Es difícil saberlo. Supongo que la gravedad de los síntomas depende de la cantidad ingerida. Puede que probara el strudel, pensara que estaba pasado y tirase el resto a la papelera. ¿Viste comer a Morley alguna vez? Lo hacía a toda velocidad. Se enorgullecía de dar cuenta de cualquier plato en un abrir y cerrar de ojos.