Le hice una seña con la mano y me incliné para bajar la ventanilla del lado del copiloto.
– ¿Podría hablar con usted?
– Acabo de salir del trabajo -dijo.
– No la entretendré.
– En otra ocasión, ¿quiere? Estoy agotada. Lo único que me apetece ahora es un buen vaso de vino y un baño caliente. Dentro de una hora, en todo caso.
– Dentro de una hora tengo que estar en otro sitio.
Apartó la mirada. Me di cuenta de que dudaba y de que no tenía intención de ceder. Hizo una mueca y se quedó mirando hacia la acera con irritación.
– Serán sólo cinco minutos -dije.
– Está bien, maldita sea -dijo. Señaló con la cabeza el edificio que tenía a sus espaldas, una estructura victoriana transformada al parecer en un bloque de viviendas pequeñas-. Vivo ahí mismo. Mientras usted busca donde aparcar, me quitaré el uniforme y los zapatos. Es el apartamento seis, al final del pasillo.
– No tardaré.
Se dio la vuelta, subió deprisa los peldaños de la entrada y desapareció por la puerta principal. Tuve que dejar el coche en la otra punta de la calle. En un instante de paranoia, me pregunté si ella viviría realmente donde me había indicado. Me la imaginé entrando en el edificio por la puerta de delante y saliendo a continuación por la trasera. Subí los peldaños de madera, empujé la puerta de paneles de vidrio y accedí a un pasillo en sombras. En el interior reinaba el silencio. A la izquierda había una consola con una lámpara que no se había encendido aún, un fajo de cartas y varios ejemplares del periódico del día. El pasillo estaba flanqueado de puertas. Lo que antaño había sido el salón y el comedor seguramente componía ahora una vivienda, a continuación había otra, y sin duda un estudio al fondo. Supuse que había tres apartamentos abajo y otros tres arriba. A la derecha encontré un tramo ascendente de escalera.
Subí al primer piso, tal como se me había indicado. No era la casa más alegre que había visitado en mi vida, pero estaba limpia y aseada. El papel de la pared parecía nuevo y por lo visto se había seleccionado por el toquecillo victoriano, es decir, empalagoso, del diseño. Ramilletes y cintas entrelazadas se perseguían obsesivamente a mayor gloria del ojo mareado. El efecto, a pesar de la profusión de verdes, malvas y rosas, era deprimente.
Llamé con los nudillos en la puerta señalada con un 6 de bronce y tamaño exagerado. Abrió Laura segundos después, anudándose a la cintura un quimono de algodón. Vi las zapatillas blancas en el suelo, junto a un sillón tapizado donde yacía el uniforme. Al fondo se oía caer el agua en la bañera, detalle que se me antojó preñado de intenciones. El piso consistía en dos habitaciones grandes y un cuarto de baño en miniatura que en otra época había sido seguramente un mini-vestidor. Desde la puerta alcanzaba a ver una estufa eléctrica y el borde de una bañera antigua. El techo era alto, con abundancia de esa ebanistería que huele a barniz aunque lleve años sin saber lo que es un pincel. Había pocos muebles, pero de calidad. Laura me observaba con expresión divertida mientras yo inspeccionaba aquella combinación de sala de estar y dormitorio.
– ¿Merece su aprobación?
– Saber cómo viven otras personas solteras siempre me despierta la curiosidad.
– ¿Y cómo vive usted?
– En un sitio parecido. Procuro mantenerlo dentro de los límites de la sencillez -dije-. No me hace gracia trabajar para que el salario se me vaya en recibos todos los meses.
– Detesto la soltería. Siéntese donde le parezca.
– ¿Lo ha dicho en serio?
– Naturalmente. ¿Usted no? La soledad me revienta. Y vivir en un sitio así es una lata. -Hizo un ademán que abarcó algo más que el entorno físico. Fue al cuarto de baño y cerró el grifo. Percibí con algo de retraso el perfume húmedo y herbáceo del Vitabath.
– A mí me gusta. Además, nadie cuida de nadie -dije.
Volvió a la estancia principal.
– Ojalá se equivoque. Quiero decir que no acabo de resignarme.
– El emparejamiento perfecto es una fantasía. En el fondo todos estamos solos.
– No me venga con sermones a estas horas. No soporto las frases hechas -dijo-. ¿Le importaría decirme para qué quería verme?
– Claro. Para hablar de Morley Shine. El sábado pasado tenía usted una cita con él.
– Exacto. Pero no se presentó.
– Su mujer dice que ese día fue a su oficina.
– Y allí estaba yo a las nueve. Esperé media hora y me marché -dijo.
– ¿Dónde esperó? ¿Llegó a entrar en la oficina?
– Me quedé en la calle. ¿Por qué lo pregunta? ¿Es importante?
– Tal vez no. Pero me intriga cierto paquete que le entregaron -dije.
– ¿Se refiere a la caja de la pastelería?
– ¿Estaba usted allí cuando la llevaron?
– Sí, en el coche. La camioneta de la pastelería se detuvo junto a mí y bajó un tipo con una caja blanca. Al pasar me preguntó si yo era Marla Shine. Le contesté que seguramente buscaba a Morley, pero que aún no había llegado. El muy cretino quiso endosarme la caja, pero como ya hacía rato que esperaba, me fui. Me revienta que me hagan esperar. Tengo cosas mejores que hacer.
– ¿Qué hizo el individuo con ella?
– ¿Con la caja? Ni idea. Seguramente la llevó a la parte delantera. Puede que la dejara en el porche.
– ¿Qué pastelería era?
– No me fijé. La camioneta era de color rojo. Puede que perteneciera a una compañía de mensajeros. ¿A qué viene el interrogatorio?
– Morley murió asesinado.
– ¿En serio? -La sorpresa que manifestó parecía auténtica.
– Seguramente fue el strudel de frutas que había en la caja que usted vio. He hablado hace un rato con el de la oficina del coroner.
– ¿Lo envenenaron?
– Eso parece.
– ¿Ha sacado usted ya alguna conclusión?
– Puede que sí. Morley sabía algo. Ignoro de qué se trataba, pero presiento que estoy cerca de la verdad.
– Es una lástima que el difunto se marchase sin darle la respuesta.
– En cierto modo me la dio. Sé cómo trabajaba su cabeza. Durante muchos años fue socio del individuo que me inició en este trabajo.
– ¿Va a hacerme más preguntas?
– Por ahora no. Que disfrute del baño.
Me dirigí a la autopista y puse rumbo al norte por la 101 hasta que llegué a la salida de Cutter Road. Doblé a la izquierda y entré en la comunidad de Horton Ravine por el portalón principal. Me daba la sensación de que en toda la semana no había hecho más que conducir entre Colgate, el centro de Santa Teresa y Horton Ravine. La tarde se volvía gris, cosa habitual en diciembre, y la temperatura no tardaría en acercarse a los diez grados centígrados, a esa bofetada fría de la que sólo los californianos se quejaban. Aparqué en el sendero circular y toqué el timbre. Me abrió la misma Francesca. Llevaba un vestido de lana de color chocolate, medias negras de lana, botas y un jersey negro sobre los hombros, a modo de mantón.
– Vaya, Kinsey -dijo-, es usted la última persona que esperaba ver en este momento. -Me miró directamente a los ojos y vi la duda dibujada en ellos-. ¿Ocurre algo? No tiene usted buen aspecto. ¿Ha recibido malas noticias?
– Pues sí, pero preferiría pasar por alto el tema. ¿Podría dedicarme un minuto? Me gustaría hablar con usted de cierto asunto.
– Desde luego. Pase, pase. Guda ha ido a comprar al supermercado. Iba a tomarme un café junto a la chimenea del estudio. Cogeremos una taza, por si le apetece a usted otro. Parece que el tiempo se está poniendo desagradable.
Todo se está poniendo desagradable, me dije. La seguí hasta la cocina, un espacio blanquinegro, con tres grandes ventanas en las paredes correspondientes. La cara exterior de los electrodomésticos y las portezuelas lacadas de los armarios eran negras, los mármoles y fogones, blancos como la nieve. Los colgadores y accesorios eran de aluminio cromado. Los únicos detalles de color -rojo cereza- correspondían a los paños de cocina y a los agarraderos del horno. Cogió una taza de la alacena y comentó que accederíamos al estudio pasando por la sala de estar.