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– ¿Lo toma con crema de leche y azúcar? Ya hay en la bandeja que tengo en el estudio. Pero si prefiere leche descremada…

– Sí, sí, con leche descremada -dije. No quería contarle lo de Morley todavía. Me observaba con curiosidad y saltaba a la vista que mi conducta la afectaba. Las malas noticias constituyen una carga que sólo parece aligerarse cuando se comparte.

Las paredes del estudio eran de madera de abedul y los muebles estaban tapizados en piel curtida con tanino. Volvió a instalarse en el sofá de cuero que había ocupado antes de llegar yo. Vi que estaba leyendo un libro, una novela de Fay Weldon que casi había terminado, a juzgar por la tira de cartulina que sobresalía de entre las páginas. Hacía siglos que no podía tomarme un día libre para tumbarme bajo el edredón con un buen libro en las manos. En la mesita de apliques de cobre que había a un lado, vi una cafetera maciza. Me llenó la taza y me la alargó. La cogí dándole las gracias y me respondió con una sonrisa de cansancio. Se hizo con un cojín y se lo puso en el regazo como si fuese un osito de peluche. Me percaté de que no me presionaba para averiguar el motivo de mi visita.

– He consultado la agenda de Morley -dije al cabo de un rato-. Según sus indicaciones, usted habló con él la semana pasada. Debería habérmelo dicho cuando se lo pregunté.

– Ya. -Tuvo la decencia de ruborizarse y comprendí que buscaba una respuesta. Debió de pensar que no valía la pena mentir dos veces-. Probablemente esperaba que no se diera usted cuenta.

– ¿Le importaría contarme ahora lo que pasó?

– Le confieso que estoy muy confusa al respecto. En realidad fui yo quien le llamó el jueves por la mañana para concertar la cita.

Hubo una pausa.

– ¿Y? -dije.

Encogió un hombro con incomodidad.

– Estaba furiosa con Kenneth. Había averiguado cierta información… un detalle en que no había reparado hasta entonces…

– Dígame de qué se trata.

– A eso voy. Pero tiene usted que comprender el contexto…

Aquello me cogió de improviso. «Contexto» es la palabra que suele emplearse cuando se quiere justificar una mala acción. Nadie alude al «contexto» cuando ha hecho algo digno de elogio.

– La escucho.

– Mire, resulta que acabé por darme cuenta de que ya estaba harta de todo lo relacionado con la muerte de Isabelle. Harta de todo el asunto y de todos los detalles. Han pasado ya seis años y Kenneth no habla de otra cosa. La muerte de Isabelle, su dinero, su inteligencia, su belleza…

La tragedia que significó su muerte… Está obsesionado por ella. Siente más amor por la difunta del que sentía por ella cuando estaba viva.

– No necesariamente…

Prosiguió como si yo no hubiera dicho nada.

– Le dije a Morley que detestaba a Isabelle, que perdí el control cuando me enteré de su muerte. Compréndalo, yo me limitaba a dar rienda suelta a toda la… a toda la inmundicia emocional. Lo extraño es que, cuando lo medité después, caí en la cuenta de lo retorcida que me había vuelto. Y Kenneth también. No tiene usted más que vernos. La nuestra es una relación muy neurótica.

– ¿Llegó usted a esa conclusión después de hablar con Morley?

– Hasta cierto punto, precipitó la consideración de que había llegado el momento de desaparecer. Si quiero recuperar la salud, tengo que separarme de Kenneth, aprender a valerme por mí misma, para variar…

– ¿Y fue entonces cuando se le ocurrió abandonarle? ¿La semana pasada?

– Pues sí.

– O sea que no tiene nada que ver con el cáncer de hace dos años.

Se encogió de hombros.

– No puedo negar que tuvo su peso. Fue como despertar y comprender de pronto a qué se había reducido mi existencia. Si le soy sincera, yo creía que estaba felizmente casada hasta que hablé con Morley. Se lo digo con absoluta franqueza, pensaba que todo marchaba de maravilla. Bueno, con sus más y sus menos. Hasta que me percaté de que todo era una fantasía.

– La conversación con Morley tuvo que ser de las que hacen historia -dije. Esperé unos minutos, pero Francesca no hizo el menor comentario-. ¿Cuáles eran «sus más y sus menos»?

Alzó los ojos y se quedó mirándome.

– ¿Cómo dice?

– ¿Le importaría decirme de una vez qué es lo que descubrió? Ha dicho usted que estaba furiosa con Kenneth. Y me ha dado a entender que por ese motivo se puso en contacto con Morley.

– Sí, claro, desde luego. Estaba ordenando el estudio y encontré una cuenta que Ken me había ocultado.

– ¿Una cuenta corriente?

– Algo así. Era un balance, una página de un libro de contabilidad. Kenneth había estado ayudando económicamente a una persona.

– Ayudando económicamente a una persona… -repetí con entonación neutra.

– Sí, entregas de dinero en metálico realizadas cada mes durante los tres últimos años. Kenneth lo había apuntado porque en lo administrativo es muy minucioso. Seguramente no se le ocurrió que podía caer en mis manos.

– ¿Y cuál es la explicación? ¿Tiene Kenneth una amante?

– Eso pensé al principio, pero la verdad es más grave todavía.

– Francesca, ¿quiere dejarse de rodeos e ir derecha al grano?

Tardó un minuto en hacerlo.

– El dinero era para Curtis McIntyre.

– ¿Para Curtis? -dije. Apenas podía creerlo-. ¿Y por qué motivo?

– Eso mismo le pregunté yo. Me sentí horrorizada. Me encaré con él en cuanto volvió del trabajo.

– ¿Y qué dijo?

– Que era una especie de obra de caridad. Para ayudarle a pagar el alquiler, determinados recibos, cosas así.

– ¿Y por qué tiene que responsabilizarse de las dificultades de ese hombre? -pregunté.

– No tengo la menor idea.

– ¿Cuánto?

– Hasta el momento, tres mil seiscientos dólares.

– Fantástico -dije-. Yo me sentía culpable porque había encontrado datos que eran dinamita pura para el caso de Lonnie, y ahora resulta que el demandante tiene en nómina al principal testigo de cargo. Me imagino la cara de Lonnie. Seguro que le da un ataque.

– Eso le dije a Ken, pero él jura que sólo quería ayudar al individuo.

– ¿Y si el dato sale a la luz pública? ¿No comprende que parecerá que ha pagado a Curtis para que preste declaración? Desde mi punto de vista, Curtis no es persona de fiar. ¿Cómo vamos a presentarle ahora como testigo imparcial que cumple con sus deberes de ciudadano?

– Kenneth no ve nada malo en ello. Alega que Curtis estaba sin trabajo. Supongo que Curtis le diría que no iba a tener más remedio que marcharse a otro estado para probar suerte y que Kenneth quiso asegurarse su disponibilidad…

– ¡Pero, señora, para eso están las citaciones judiciales!

– Bueno, no se enfade conmigo. Ken jura que no es lo que parece. Curtis se puso en contacto con él cuando absolvieron a David…

– Francesca, por favor, escúcheme. ¿Qué cree usted que pensará el jurado? Pues que todo es un apaño de trastienda. La declaración de Curtis beneficiará directamente al hombre que le ha dado dinero durante los tres últimos años y… -Me detuve en seco. Francesca abrazaba el cojín de un modo que me llamó la atención-. ¿Hay algo más?

– Le di la hoja a Morley. Temía que Kenneth la rompiera y se la entregué a Morley para que la guardase hasta que yo hubiera tomado una decisión.

– ¿Cuándo?

– A ver, ¿cuándo la encontré? El miércoles por la noche, según creo. Se la entregué a Morley el jueves, y cuando Kenneth regresó a casa discutimos…

– ¿Se enteró de que la había cogido?

– Sí, y se enfureció. Quería que se la devolviera, pero era imposible, no podía recuperarla.