– ¿Sabía que usted se la había dado a Morley?
– No le dije nada en ese sentido. Quizá lo averiguase, pero no se me ocurre cómo. ¿Por qué lo pregunta?
– Porque Morley fue asesinado. Le regalaron un strudel preparado con setas venenosas. Encontré la caja del pastel, una caja blanca, en la papelera.
En sus facciones se pintó la estupefacción.
– No creerá que fue Ken, ¿verdad?
– Lo diré de otro modo: he registrado los dos despachos de Morley. No he encontrado ningún balance y sus archivos están incompletos. Desde el principio he partido de un doble supuesto: o Morley era una nulidad para administrar y organizar o estafaba a Lonnie pasándole factura por trabajos que no hacía. Pero ahora tengo mis dudas. Es posible que le robaran expedientes para simular otra sustracción.
– Kenneth no haría una cosa así. De ninguna de las maneras.
– ¿Qué pasó el jueves cuando se enteró de que usted ya no tenía el balance? ¿Se olvidó del asunto?
– Me acosó a preguntas, pero no quise decirle la verdad. Al final dijo que no importaba, porque en última instancia no cometía ningún delito. Si prestaba dinero a Curtis, el asunto sólo les afectaba a ellos dos.
– ¿Y no le extrañó? Caramba, Francesca, parece que no se da usted cuenta. Kenneth Voigt entrega dinero a Curtis McIntyre, cuya declaración da la casualidad de que perjudica a David Barney en un proceso que da la casualidad de que beneficia a Kenneth Voigt. ¿No le parece demasiada casualidad? Aunque también cabe la posibilidad de que sea un chantaje. No se me había ocurrido.
– ¿Chantaje? ¿Por qué?
– Por el asesinato de Isabelle. Eso explicaría todo.
– Kenneth no mataría a Isabelle. La quería demasiado.
– Eso dice él ahora. ¿Quién sabe lo que sentía entonces?
– No haría una cosa así -dijo Francesca sin convicción.
– ¿Por qué no? Isabelle le dejó para liarse con David Barney. ¿Qué podía resultar más satisfactorio que matarla a ella y lograr que culparan a David?
Dejé que meditara con el cojín apretado contra el regazo. Le retorció una punta hasta que pareció una oreja de conejo.
20
Camino de Colgate me detuve a repostar en una gasolinera. Entre idas y venidas había recorrido ya más kilómetros que los que hay de Santa Teresa a la frontera canadiense, y empezaba a lamentar haberme comprometido a no cobrar a Lonnie el kilometraje. Eran las seis pasadas y había mucho tráfico, sobre todo en dirección a Santa Teresa. Las nubes pendían sobre las montañas como un montón de pañales arrugados.
Me dirigí a Voigt Motors mientras calculaba las posibilidades reales de que Kenneth Voigt me explicase la verdad. Fuera cual fuese la relación que le unía a Curtis, ya era hora de poner las cartas boca arriba. Si no sonsacaba a Kenneth, buscaría a Curtis y cruzaría unas palabras con él. Aparqué delante del edificio de Voigt Motors, entre un Jaguar antiguo y un Porsche recién salido de fábrica. Crucé la entrada sin prestar atención a la vendedora que se adelantó para recibirme. Subí las anchas escaleras rumbo a la galería de oficinas que bordeaba el primer piso: crédito, contabilidad. Por lo visto, el personal de ventas debía permanecer en la casa hasta la hora de cerrar, es decir, hasta las ocho. Los que trabajaban en el sector financiero, un poco más afortunados, ya se preparaban para marcharse. El nombre de Kenneth figuraba en la puerta de su despacho con letras metálicas de cinco centímetros. Su secretaria era una cincuentona empeñada en teñirse el pelo con agua oxigenada pese a haber rebasado la edad de lucirlo. El paso de las décadas le había abierto en el entrecejo una profunda zanja de preocupación. La encontré ordenando su mesa, devolviendo expedientes a su sitio y cuidando de que los lápices y bolígrafos quedaran bien colocados en una taza de cerámica.
– Hola -dije-. ¿Está el señor Voigt? Me gustaría hablar con él.
– ¿No le ha visto al subir? Hace dos minutos que se ha marchado, aunque tal vez haya bajado por la parte de atrás. Si puedo atenderla yo…
– Me temo que no. ¿No sabe dónde aparca el coche? Quizá le alcance antes de que se vaya.
Le cambió la cara y me miró con cautela.
– ¿De qué se trata?
No me molesté en contestar.
Salí del despacho y recorrí todo el primer piso, echando un vistazo en todas las oficinas que encontraba, incluso en el lavabo de caballeros. Un hombre en traje y corbata, y con cara de susto, se estaba dando la sacudida que elimina las últimas gotas. Me dio una envidia… Si hubiese una pizca de justicia en el mundo, las mujeres tendrían lo que cuelga y los hombres cargarían con el suplicio de tener que poner papel higiénico en la taza.
– Perdón -dije-. Me he equivocado -y volví a cerrar la puerta. Encontré las escaleras de atrás al otro lado de una puerta con un rótulo que decía salida de emergencia. Bajé los peldaños de dos en dos, pero cuando llegué al aparcamiento no vi el menor rastro de Ken ni tampoco ningún vehículo que se alejara.
Volví al VW, abandoné el área del establecimiento y giré a la izquierda para acceder a Faith en dirección a la sección norte de State Street. El motel de Curtis McIntyre estaba a menos de dos kilómetros. El barrio abundaba en restaurantes de comida rápida, lavacoches, establecimientos de electrodomésticos rebajados y un surtido de tiendas pequeñas al por menor, entre ellas algún complejo de oficinas. Nada más cruzar el Cutter Road Mall vi a la derecha el acceso norte de la autopista. Strate Street doblaba a la izquierda y a lo largo de dos o tres kilómetros discurría en sentido paralelo a la autopista.
El Thrifty Motel estaba cerca del empalme de State Street con la autopista de dos carriles que se perdía en las montañas del norte. Giré bruscamente a la izquierda para acceder al aparcamiento de grava del motel. Aparqué en la plaza vacía que había delante de la habitación de Curtis. Casi todas las habitaciones de la L estaban iluminadas y el aire olía al denso perfume que emite el beicon frito, las hamburguesas fritas, el lomo de cerdo frito y las salchichas fritas. Los telediarios y la música country a todo volumen competían por monopolizar el espacio auditivo humano. Las ventanas de Curtis estaban a oscuras y nadie respondió cuando llamé a la puerta. Probé en la habitación de al lado. El individuo que me abrió tenía cuarenta y tantos años, ojos azules luminosos, pelo cortado al estilo plato hondo y una barbita que parecía la típica pelusa que se queda enredada en los peines.
– Busco al de la habitación contigua. ¿Le ha visto?
– ¿Curtis? Se ha ido.
– ¿Sabe adónde?
– Hoy no es mi día de vigilancia.
Saqué una tarjeta y un boli. Escribí unas palabras para Curtis, diciéndole que me llamara lo antes posible.
– ¿Podría darle esto?
– Si le veo… -dijo y cerró la puerta.
Saqué otra tarjeta, escribí lo mismo y la deslicé por debajo de la puerta de Curtis, que ostentaba el número 9. El rótulo de neón del motel parpadeaba cuando crucé andando el aparcamiento, camino de la oficina de recepción. Las palabras Thrifty Motel se habían escrito con un color verde chorreante y las moscas zumbaban pegadas a la tela metálica que cubría la ventana. La puerta de la oficina, cuya mitad superior era de vidrio, estaba abierta, y en uno de los listones de plástico de la persiana veneciana que la cubría habían incrustado un rótulo que decía completo.
El mostrador y la pequeña zona que se abría detrás, estaban vacíos. Más allá había una puerta entornada y vi luz en las habitaciones reservadas por lo general al encargado del establecimiento. El aludido se entretenía al parecer viendo una telecomedia, ya que cada diez segundos el aire se llenaba de risas programadas. Una de cada tres carcajadas era del género ruidoso, y no costaba imaginar al ingeniero de sonido sentado ante la correspondiente consola de mandos y moviendo la palanca hacia las distintas indicaciones: risa, silencio, risa, silencio, MUCHA RISA.