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En el mostrador había un pequeño rótulo que decía: «H. Stringfellow, encarg. Llamar al timbre», al lado de un anticuado timbre. Lo pulsé y el público invisible se deshizo en carcajadas. El señor Stringfellow cruzó la puerta arrastrando los pies y cerró a sus espaldas. Tenía el pelo blanco como la nieve, las mejillas chupadas y recién afeitadas, la piel de color rosáceo y la barbilla puntiaguda como si se la hubieran estirado quirúrgicamente. Vestía pantalón ancho de color ocre, camisa de poliéster del mismo tono y corbata estrecha de color amarillo.

– Está al completo -dijo-. Pruebe en el motel que hay más abajo.

– No busco habitación. Busco a Curtis McIntyre. ¿Sabe cuándo volverá?

– No. Pasó a recogerle no sé quién. Creo que un hombre. Se detuvo un coche, salió y se fue.

– ¿No vio al conductor?

– No. Ni el coche tampoco. Estaba trabajando en la parte de atrás y oí el claxon. Al cabo de unos minutos vi pasar a Curtis por delante de la ventana. Porque se me ocurrió mirar hacia la calle; si no, ni eso habría visto. Segundos después oí un portazo y el coche se alejó.

– ¿Cuándo ha sido?

– Hace un rato. Unos cinco o diez minutos.

– Cuando llama por teléfono, ¿ha de hacerlo a través de la centralita?

– No hay centralita. Tiene teléfono en la habitación. El mismo se encarga de pagar el recibo y así yo me lavo las manos. Mi clientela no es de lujo, ni yo finjo que lo sea. Casi toda la gente que se aloja aquí es basura, pero a mí me trae sin cuidado. Mientras se pague por anticipado, según lo convenido.

– ¿Es puntual en ese sentido?

– Más que la mayoría. ¿Acaso pertenece usted a la Junta de Libertad Vigilada?

– Sólo soy una amiga -dije-. Si le ve, ¿le dirá por favor que me llame? -Saqué otra tarjeta y tracé un círculo alrededor de mi teléfono.

Abrí la portezuela del coche y me disponía a entrar cuando mi ángel malo me dio un codazo en los riñones. Tenía delante de mí la puerta de Curtis McIntyre. La cerradura parecía respetable, pero la ventana de guillotina de la derecha, junto a la puerta, estaba abierta. Quedaba sólo una rendija de seis centímetros, sin embargo, el marco de la tela metálica que cubría la ventana estaba doblado hacia afuera por la parte inferior, lo suficiente como para permitirme deslizar los deditos. Si tiraba del marco de la tela metálica, podría subir la ventana, meter el brazo y abrir la puerta por dentro. No había nadie en el aparcamiento y el ruido de los televisores ahogaría el que yo hiciese. Me había comportado durante toda la semana como una ciudadana modelo, ¿y qué había sacado a cambio? El futuro del caso no podía ser más negro, de manera que infringir la ley carecía ya de importancia. El allanamiento de morada no se consideraba un delito particularmente grave. No pretendía robar nada, sólo echar una pequeña, brevísima, mínima ojeadita. Así razonaba mi ángel malo. Quería inculcarme ideas reprobables, pero, francamente, lo hacía con convicción. Aunque me avergonzaba de mí misma, antes de pensármelo dos veces di un tirón a la tela metálica y deslicé los pícaros dedos por la rendija. En un santiamén me encontré dentro de la habitación. Encendí la luz. Confiaba en que Curtis no llegase de súbito. En el fondo, dudo que le importase que le revolviera la habitación; en cambio, me preocupaba la posibilidad de que pensase que quería ligármelo.

Si su madre hubiera visto la habitación, se habría desmayado. «Recoger la ropa» no formaba parte de su vocabulario. La estancia no era precisamente grande, cuatro metros por cuatro tal vez, y disponía de cocina compacta: una combinación de frigorífico, fregadero y fogón, todo hecho un asco. La cama estaba deshecha, como es lógico. Había un pequeño televisor en blanco y negro encima de una de las mesitas de noche, que se había apartado de la pared para verla mejor desde la cama. El suelo estaba infestado de cables. El cuarto de baño, pequeño, estaba decorado con toallas húmedas que olían a moho. Parecían gustarle los jabones con vello púbico incrustado.

Cómo tuviera la habitación me importaba tres pepinos. Me interesaba más el destartalado escritorio de madera, y me lancé a registrarlo. Curtis no creía en los bancos. Encontré un buen montón de dinero en metálico en el primer cajón. Seguramente pensaba que ningún chorizo iba a perder el tiempo registrando la habitación 9 del Thrifty Motel. Había recibos mezclados con los billetes: del gas, del teléfono y de Sears, donde había comprado algo de ropa. Debajo de los sobres de ventanilla había otro cerrado, apto para enviar cheques. La dirección se había escrito a mano. Le di la vuelta. El nombre y dirección del remitente estaban impresos en la solapa: Peter Weidmann y señora. La cosa se ponía interesante. Incliné la pantalla de la pequeña lámpara de mesa y acerqué tanto el sobre a la bombilla que casi se chamuscó el papel. Por dentro el sobre, decorado con estrellitas infames, era tan opaco que no pude ver el contenido. Por suerte, el calor de la bombilla ablandó la goma y conseguí abrirlo tirando con paciencia de una punta de la solapa.

Contenía un cheque por 400 dólares extendido a nombre de Curtis y firmado por Yolanda Weidmann. En el cheque no figuraba ninguna indicación justificativa y en el sobre tampoco hallé notas de carácter personal. ¿De qué conocía Yolanda a Curtis, y por qué le daba aquel dinero? ¿De cuántas personas en total recibía donativos el asombroso ex presidiario? Entre Kenneth y Yolanda, se embolsaba 500 dólares al mes. Con otro par de contribuyentes, el negocio le resultaría más rentable que un empleo fijo. Volví a meter el cheque y cerré el sobre. Los demás cajones no contenían nada interesante. Eché otro rápido vistazo y apagué la luz. Espié el exterior por la ventana. El aparcamiento estaba vacío. Giré el pomo de la puerta, salí y cerré a mis espaldas.

Crucé la autopista por un paso elevado y tomé varias arterias de superficie para llegar a Horton Ravine. Lower Road estaba a oscuras y las escasas farolas callejeras estaban demasiado espaciadas para iluminar lo suficiente. En casa de los Weidmann habían dejado varias luces encendidas a propósito, con la esperanza de espantar a los rateros. La luz del porche estaba encendida y no había vehículos en el sendero de entrada. Dejé el motor en marcha y bajé para llamar al timbre. Cuando me convencí de que no había nadie, retrocedí y dejé el coche en el cruce con Esmeralda. La patrulla de vigilancia de Horton Ravine pasaba de vez en cuando, pero confiaba en pasar desapercibida. Abrí la guantera y saqué la linterna. Si la memoria no me fallaba, los Weidmann no tenían vallas electrificadas ni ningún doberman de fauces babeantes. Cogí la cazadora del asiento trasero, me la puse y me subí la cremallera hasta el cuello. Había llegado el momento de buscar setas en el bosque.

Me dirigí hacia la casa barriendo el suelo con el haz luminoso de la linterna. La luz del porche irradiaba un halo amarillento que se fundía con las sombras en la periferia del patio. Caminé pegada al costado de la casa hasta llegar al patio trasero, donde dos focos potentes convertían el lugar en prohibitivo para los ladrones. Crucé el sector de suelo de cemento, bajé los cuatro peldaños y me adentré en el jardín propiamente dicho. El cojín de la tumbona de Peter había sido doblado por la mitad, sin duda para que la humedad no lo estropease más de lo que estaba. El sol, con el paso de los años, había descolorido y resecado la lona. Varios caracoles corrían en ella los cien centímetros lisos.

Habían cortado la hierba. En el césped de la parte del fondo vi huellas paralelas que se superponían donde la máquina de podar había dado la vuelta. Donde había visto los agáricos durante la visita anterior ya no había nada. Crucé el patio tratando de recordar en qué punto concreto había visto las setas que crecían formando un círculo; unos agáricos crecían aislados y otros en grupo. Todo había desaparecido bajo las cuchillas de la máquina cortacésped. Me agaché y palpé las briznas que había en el suelo, motas que parecían blancuzcas sobre el fondo oscuro de la hierba. Percibí movimiento por el rabillo del ojo… una sombra se deslizaba por delante de la luz. Era Yolanda y avanzaba por la hierba húmeda hacia donde yo estaba. Vestía otro chándal de rayón, esta vez de color magenta. Las zapatillas deportivas le brillaban como si las llevase cubiertas de tiras de material fosforescente y tenía el empeine de las dos moteado de briznas de hierba cortada.