– ¿Qué hace usted aquí? -Hablaba en voz baja y las sombras le acentuaban el cansancio que se advertía en sus facciones. Las mechas de su pelo rubio platino estaban tiesas, como si fuera una peluca.
– Buscaba los agáricos que vi la otra vez.
– Ayer vino el jardinero y le dije que cortara la hierba de toda esta zona.
– ¿Qué hizo con los restos?
– ¿Por qué lo pregunta?
– Morley Shine murió asesinado.
– No sabe cuánto lo siento. -Lo dijo casi con indiferencia.
– ¿De verdad? -dije-. No parecía usted apreciarle mucho.
– No le apreciaba en absoluto. Olía a persona que bebe y fuma, costumbres que condeno. Aún no me ha explicado qué hace usted en mi casa.
– ¿Sabe lo que es la amanita faloide?
– Creo que es una especie de agárico.
– Morley murió envenenado por una seta de la misma familia.
– El jardinero amontona los restos allí. Cuando el montón es muy grande, carga los desperdicios en la camioneta y los lleva al basurero municipal. Si quiere, puede usted llamar a la policía para que se lo lleve todo y lo analice.
– Morley era un buen investigador.
– No me cabe la menor duda. ¿Qué tiene que ver con lo que me ha dicho?
– Creo que fue asesinado porque dio con la verdad.
– ¿Sobre la muerte de Isabelle?
– Entre otras cosas. ¿Le importaría decirme por qué ha enviado un cheque de cuatrocientos dólares a Curtis McIntyre?
Aquello la cogió de improviso.
– ¿Quién le ha dicho eso?
– He visto el cheque.
Guardó silencio durante treinta segundos contados, mucho tiempo en una conversación normal.
– Es mi nieto -rezongó-. Pero eso no es de su incumbencia.
– ¿Curtis? -Lo dije con tal tono de incredulidad que se dio por ofendida.
– No tiene por qué adoptar esa actitud. Conozco sus defectos seguramente mejor que usted.
– Perdone, pero jamás se me habría ocurrido relacionarla a usted con él.
– La única hija que tuvimos murió cuando Curtis tenía diez años. Le prometimos que le cuidaríamos lo mejor que supiéramos. El padre de Curtis era un sujeto impresentable, un delincuente y un inadaptado. Desapareció cuando Curt tenía ocho años y desde entonces no hemos sabido nada de él. Cuando la educación quiere oponerse a la naturaleza, innegablemente vence la segunda. Tal vez no supiéramos educarle como es debido… -En ese punto se le quebró la voz.
– ¿Por ese motivo Curtis acabó por involucrarse en esta historia?
– ¿Qué historia?
– Tiene que declarar en el juicio civil contra David Barney. ¿Le habló usted del homicidio?
Se frotó la frente.
– Supongo.
– ¿Recuerda si por entonces vivía con ustedes?
– No entiendo qué relación puede haber entre una cosa y la otra.
– ¿Sabe dónde está en este momento?
– No tengo la menor idea.
– Hace un rato han pasado a recogerle en el motel donde se aloja.
Siguió mirándome con fijeza.
– Dígame lo que quiere y déjeme en paz. Se lo pido por favor.
– ¿Dónde está Peter? ¿En la casa, tal vez?
– Lo han ingresado en el hospital esta misma tarde. Ha sufrido otro ataque al corazón, y se encuentra en la unidad de Cardiología. Quisiera entrar en casa, si no es mucho pedir. He venido a tomar un bocado. Tengo que llamar por teléfono y luego volveré al hospital. Los médicos dicen que tal vez no salga de ésta.
– Lo siento -dije-. No sabía nada.
– No importa. Ya nada importa en el fondo.
La observé con inquietud mientras se alejaba por la hierba; las zapatillas húmedas dejaron huellas incompletas en el suelo de cemento. Parecía vieja y hundida. Sospeché que era de las que seguían hasta la tumba al cónyuge muerto con unos meses de diferencia. Abrió la puerta trasera y entró en la casa. Se encendió la luz de la cocina. En cuanto la perdí de vista, rastreé la hierba y vi que el lugar estaba sembrado de briznas blanquecinas. Me agaché para apartar un montoncito de restos de hierba cortada. Debajo había un fragmento de seta algo menor que la parte cóncava de una cuchara sopera que había segado la máquina corta-césped. Había poquísimas probabilidades de que se tratara de una amanita faloide, pero el método mandaba y envolví el fragmento en un Kleenex que saqué del bolsillo de la cazadora.
Volví al coche presa de una intranquilidad de procedencia desconocida. O mucho me equivocaba o comprendía por fin por qué se había metido Curtis en aquel fregado. Puede que en la cárcel se hubiera enterado de lo que era un testigo de cargo y se hubiera puesto en contacto con Kenneth Voigt después de la absolución de David Barney. Y Ken pudo enterarse por los Weidmann de que Curtis y David habían compartido la misma celda. Tal vez Ken se hubiera puesto en contacto con Curtis para sugerirle lo de la declaración apañada. Curtis no parecía tan inteligente como para haber concebido él solo todo el plan.
Me hallaba en un paseo secundario sumido en la penumbra y yo seguía inmóvil ante el volante. Bajé la ventanilla para oír el canto de los grillos. Me reanimó sentir el aire húmedo en la mejilla. La hierba de la cuneta emitía un olor penetrante en los puntos en que la había pisado. Al terminar el primer curso de bachillerato había sido (durante muy poco tiempo) monitora en un cámping de la Asociación de Jóvenes Cristianas. Por entonces debía de tener quince años, estaba llena de ilusiones y no había entrado aún en la fase de los suspensos, la rebeldía y la marihuana. Cierta tarde de estío me había puesto al frente de un pelotón de niñas de nueve años y habíamos emprendido una excursión de veinticuatro horas. Todo fue de perlas hasta que preparamos todo para pasar la noche: nos dimos cuenta de que el árbol bajo el que habíamos extendido los sacos de dormir estaba atestado de arañas que empezaron a caernos encima sin avisar. Plop, plop. Plop, plop. Madre mía. Menudos gritos dimos. Las niñas estuvieron a punto de morirse del susto por mi culpa…
Miré por el espejo retrovisor. Un vehículo apareció por la esquina y redujo la velocidad al llegar a mi altura. En la portezuela del coche figuraba la insignia de la patrulla de vigilancia de Horton Ravine. Había dos hombres en el asiento de delante y el copiloto me enfocó la cara con la linterna.
– ¿Le ocurre algo?
– Nada, gracias -dije-. Ya me iba.
Giré la llave de contacto, puse la primera, anduve unos metros por el arcén y accedí a la calzada delante de los patrulleros. Salí de Horton Ravine a velocidad moderada con el coche patrulla pisándome los neumáticos. Me adentré de nuevo en la autopista, más por impotencia que por seguir un plan concreto. ¿Qué paso daría ahora? Casi todas las pistas me habían conducido a un callejón sin salida, y mientras no hablase con Curtis no sabría cómo estaba la situación. Había dejado recado de que me llamase. Lo más sensato era volver a casa; allí por lo menos me localizaría si encontraba cualquiera de los mensajes.
Cuando llegué a mi domicilio eran las ocho y cuarto. Cerré la puerta al entrar y encendí las luces de la planta baja. Metí el fragmento de seta en una bolsa de cierre hermético y rebusqué en un cajón de la cocina hasta que encontré un rotulador. Dibujé en la etiqueta una calavera y dos tibias cruzadas y guardé la bolsa en el frigorífico. Me quité la cazadora y me senté en un taburete. Me puse a estudiar el mapa de carreteras que trazaban las fichas coloreadas del tablón.
Me preocupaba la posibilidad de que la verdad estuviese ante mis propias narices. Si Morley, en efecto, había descubierto algo importante, saltaba a la vista que lo había pagado con la vida. Pero, ¿qué era? Recorrí con la mirada una columna de datos y luego la siguiente, como si las fichas fueran los fotogramas de la película de los hechos. Me levanté, paseé por la habitación, volví al mármol de la cocina y estuve mirando el tablón otro rato. Me dirigí al sofá, me tumbé boca arriba y me puse a mirar el techo. Pensar es costoso y difícil, por eso casi nadie lo hace. Me levanté dominada por el nerviosismo, regresé al mármol y me quedé mirando el tablón con los codos apoyados en la superficie de madera.