Respondió una mujer con voz adormilada, Camilla tal vez, o su última sustituta. Pregunté por Jonah y oí el rumor que producía el auricular al cambiar de manos. Jonah dijo «Diga» con voz también adormilada. No podía creer que hubiese personas que se acostaran antes que yo. Me identifiqué y pareció despejarse un poco.
– ¿Qué ocurre? -dijo.
– Siento molestarte, Jonah, pero un individuo que se llama Curtis McIntyre acaba de llamarme para decirme que nos reunamos en el Refugio de los Pájaros lo antes posible. Estoy convencida de que tenía una pistola en la nuca. Necesito que me ayudes.
– ¿Quién estaba con él? ¿Lo sabes?
– Todavía no, y el asunto es demasiado complicado para entrar en detalles por teléfono.
– ¿Tienes pistola?
– La tengo en la oficina de Lonnie Kingman. Voy para allá a cogerla. Tardaré quince minutos a lo sumo y luego me dirigiré a la playa. ¿Qué dices?
– Sí, supongo que puedo echarte una mano.
– No puedo recurrir a nadie más.
– Lo entiendo -dijo-. Me reuniré allí contigo dentro de un cuarto de hora. Pasaré de largo y volveré a pie. Hay sitios de sobra para ocultarse.
– Eso es lo que me preocupa -dije-. No tropieces con los malos de la peli.
– Tranquila. Huelo a un granuja a un kilómetro. Nos veremos allí.
– Gracias -dije, y colgué.
Cogí el bolso y la cazadora, y me felicité por el sentido de la previsión que me había guiado al llenar el depósito del VW horas antes. Ir de mi casa a la oficina y de ahí al Refugio de los Pájaros consumiría todo el margen de tiempo que había fijado yo misma. El acompañante de Curtis podía ponerse quisquilloso si había demoras, y suspicaz si no me presentaba a la hora establecida. Conduje más rápido de lo permitido por la ley, pero sin despegar el ojo del espejo retrovisor, atenta a los coches patrulla que tan astutamente saben camuflarse. Confiaba en encontrar el arma sin problemas. Me había mudado hacía sólo cinco semanas y las cajas de cartón con mis cosas las había trasladado aprisa y corriendo de La Fidelidad de California al bufete de Lonnie. En realidad no la había visto desde el momento de la compra, en el mes de mayo. La había adquirido a regañadientes, pero como me había enterado por entonces de que mi nombre figuraba entre los primeros de la lista de víctimas de un pistolero a sueldo, no había tenido más remedio que comprarla. Me había dado cuenta de que necesitaba ayuda y el director de mi película había retocado el guión para que apareciese un detective privado que se llamaba Robert Dietz. Tras aceptar que mi vida estaba seriamente en peligro, había renunciado a los principios elevados y demás estupideces. Había sido Dietz quien me había aconsejado que sustituyese la Davis del calibre 32 por la Heckler und Koch. Y ahora que lo pienso, tampoco recordaba dónde estaba la Davis.
Llegué al bufete, aparqué en la calle y encajé el bolso en el ángulo del asiento del conductor de modo que no se viese desde fuera. Había poco tráfico, por no decir ninguno, y todas las oficinas de la vecindad parecían cerradas. Crucé el pasaje en penumbra por el que se accedía al pequeño aparcamiento de doce plazas. No vi el Mercedes de Lonnie, pero sí el recuadro de luz que proyectaban en el suelo las ventanas de las oficinas. Fabuloso. Perry Mason había vuelto. No podía perder el tiempo explicándole lo que sucedía, pero no me costaría convencerle de que me acompañara. A pesar de su actitud profesional, Lonnie tenía alma de aventurero. Seguro que le seducía la idea de apostarse en la oscuridad, entre los arbustos.
Para subir la escalera, oscura como boca de lobo, me serví de la linterna de bolsillo. Al llegar al pasillo del segundo piso vi que Lonnie había encendido las luces de la entrada. En vez de entrar por la puerta principal, utilicé la que carecía de distintivos, más cerca de mi despacho. Me volví a mirar hacia el despacho de Lonnie, que está pegado al mío.
– ¿Lonnie? No te escondas. Necesito ayuda. Estaré contigo dentro de un segundo y te contaré de qué se trata.
No me molesté en esperar la respuesta. Abrí la puerta de mi despacho y encendí la luz. El despacho había sido antaño una mezcla de cocina y sala de estar para uso de los empleados, y mi actual cuarto trastero era la antigua despensa. Había cinco cajas de cartón amontonadas contra la pared del fondo, evidentemente llenas de enseres que no había necesitado hasta el momento. Ni siquiera recordaba su contenido. Me han dicho que cuando una caja de cartón sigue sin desembalarse dos años después de una mudanza, lo mejor es avisar al Ejército de Salvación para que se lleve el maldito trasto de una vez para siempre. Muy astutamente, había escrito en cada caja: «Material de oficina». Cogí una y rasgué la ancha cinta adhesiva de color marrón. Aparté las tapas. La caja contenía declaraciones de la renta. Probé la siguiente caja y vi un montón de recibos. Ajajá. La Heckler und Koch estaba encima de todo, al lado mismo de dos cajas de cartuchos Winchester Silvertip.
Me senté en el suelo y empuñé la pistola. Cogí una caja de cartuchos y la abrí tirando de la blanca base de espuma sintética. Me puse a llenar el cargador. Al llegar a la armería, Dietz y yo habíamos sostenido otra vociferante polémica a propósito del modelo que me convenía comprar: el modelo P7, con capacidad para nueve cartuchos, o el P9S, con capacidad para diez. Uno era caro y el otro más. Yo estaba muy malhumorada y no había quien me convenciera. El P7 costaba algo más de mil cien dólares. El P9S tampoco acababa de gustarme; en mi opinión, era mucha pistola para mí. Lo del precio no era un argumento válido para Dietz.
«Maldita sea», le había dicho. «Me gustaría salirme con la mía alguna vez.»
«Te sales con la tuya más de lo que te conviene», había dicho él. Mientras cargaba la H und K, lamenté que Dietz no me hubiera vencido en más discusiones, en particular la que tuvimos para que me fuera con él a Alemania…
La luz se apagó de pronto y la oscuridad me envolvió por completo. No veía absolutamente nada, ya que en mi despacho no había ventanas que dieran al exterior. ¿Se habría ido Lonnie sin despedirse? Puede que no me hubiera oído llegar. Introduje el cargador en la culata y lo encajé dándole un golpe con la palma de la mano. Moverse en la oscuridad se asemeja a salir de un edificio en llamas; hay que apresurarse despacio. Me introduje la pistola en la cintura del pantalón y anduve a gatas hacia la puerta sin el menor sentido de la dignidad y la elegancia. Evité los trompazos contra los muebles, pero si la luz volvía de pronto iba a morirme de vergüenza. La puerta del despacho estaba abierta de par en par y me asomé para echar un vistazo al pasillo. Toda la oficina estaba a oscuras. ¿Qué diantres había hecho Lonnie? ¿Clavar un tenedor en los plomos? Y el bufete, parecía negro como un túnel.
– ¿Lonnie? -dije.
Silencio. ¿Cómo podía haberse ido tan deprisa? Habría jurado que oía un ruidito en los alrededores del despacho de Lonnie. Evidentemente no estaba sola. Agucé el oído. El silencio era tan absoluto que parecía denso, compacto, surcado de latidos y pulsaciones orgánicas. Aunque no veía nada, cerré los ojos para concentrarme con más intensidad en la audición. Me acuclillé en el umbral de mi puerta, exactamente frente al escritorio de Ida Ruth y otra secretaria que se llamaba Jill.
¿Quién había en el bufete, aparte de mí? ¿Y dónde? Puesto que había pronunciado el nombre de Lonnie con la clara voz musical que me caracteriza, los demás habitantes del bufete sabían por lo menos dónde estaba yo. Me eché cuerpo a tierra y repté por los tres metros de pasillo que había hasta el hueco que se abría entre las dos mesas de las secretarias.
En aquel punto sonó un disparo, un tiro dirigido contra mí. Armó tanto ruido que di uno de esos asombrosos saltos felinos en que las cuatro extremidades se las arreglan para perder el contacto con el suelo de manera simultánea. La adrenalina abrió la puerta grande y me inundó el sistema circulatorio en un santiamén. No me di cuenta de que había gritado hasta que se apagó el eco del impacto. El corazón se me incrustó en la garganta y las manos se me pusieron más trémulas que un flan a causa de la prisa. Por lo visto, había salvado la distancia de un salto, porque de pronto advertí que estaba en mi punto de destino, encogida y con el hombro derecho pegado a los cajones del escritorio de Ida Ruth. Me llevé la mano a la boca para que el resuello no me delatara. Agucé el oído otra vez. El enemigo parecía haber hecho fuego desde la puerta del despacho de Lonnie, posición ventajosa que me impedía acceder al vestíbulo y en consecuencia a la entrada principal. El sentido táctico aconsejaba retroceder por el pasillo, que ahora quedaba a la, izquierda. La puerta sin distintivos, que se abría al pasillo de la escalera, se encontraba a unos cinco metros. Si la alcanzaba, me pegaría a la hoja de madera, alargaría la mano, asiría el tirador, contaría hasta tres y… zuuum, derechita a la calle. Un plan perfecto. Genial. Sólo faltaba alcanzar la puerta y el problema consistía en que me daba miedo recorrer la distancia al descubierto. ¿Dónde estaría la silla giratoria de Ida Ruth? No estaría mal como escudo…