– Si no es así, Jonás -le respondí yo-, nos prepararemos para bien morir.
– ¡Sire, por favor! -desaprobó Sara de muy malas maneras-. ¡Dejad de atemorizar a vuestro hijo con tonterías! No te preocupes, Jonás. Saldremos de aquí.
Poco más cabía hacer sino esperar la llegada de algún ser vivo a través de aquella silenciosa galería. Por mi cabeza pasaban diferentes proyectos: si la ocasión resultaba propicia, podríamos atacar a los carceleros, pero sí eso no era posible -como yo mucho me temía-, nos quedaba la posibilidad de hacer un agujero en la pared, de blanda tierra arcillosa, aunque eso nos llevaría semanas de duro trabajo; y si ni siquiera la idea del agujero era factible, todavía podríamos atacar los desvencijados goznes de la puerta y su cerradura de hierro oxidado, o los astillados travesaños y cuarterones de la madera.
Bien mirado, muy poco parecía preocupar a los templarios la seguridad de nuestro encierro. Aquel portalón era cualquier cosa menos un obstáculo invencible para escapar del calabozo. Pero si ya estaba bastante sorprendido al comprobar la facilidad con que aquella hoja de madera podía venirse abajo, mi pasmo fue mayúsculo cuando escuché el ruido de una llave al girar y la voz familiar de Nadie que nos pedía autorización para entrar y ofrecernos alimentos. Jonás echó una mirada resentida a la puerta y se dio la vuelta de forma ostentosa.
Un par de freires sirvientes, ataviados con sus sayales negros de templarios de segunda, acompañaban al ahora transformado Nadie, que nos ojeó con curiosidad y ojeó también la celda. A un gesto de su mano, uno de los criados empezó a cambiar la paja vieja por nueva, a limpiar mi vómito y a barrer y remover la tierra del suelo. El otro depositó cuidadosamente ante Sara una gran bandeja repleta de comida (pan blanco, una olla de barro rebosante de caldo, pescado salado, puerros frescos y un ánfora de vino); luego entró y salió de la mazmorra para colocar un taburete de cuero detrás de Nadie -que lo ocupó en el acto, quitándose de la cabeza el bonete de algodón que le cubría la calvicie-, y por último se retiró discretamente escoltado por su compañeroo. La puerta permaneció abierta de par en par.
– Siempre es un placer reencontrar a los viejos amigos -afirmó Nadie. Se le veía satisfecho. Vestía con orgullo el indumento de caballero templario y se envolvía en su capa blanca con gestos tan naturales y cómodos que ya no me era posible recordarle vestido de comerciante peregrino.
Jonás lanzó un gruñido desde su rincón y Sara decidió que era el momento de irse con el muchacho. Yo no despegué los labios.
– Debo pediros perdón por lo de Castrojeriz, doña Sara -declaró dirigiéndose a ella-. Por si os consuela, sabed que he sido duramente castigado por mi falta contra vos.
– Me da igual, sire. No tengo el menor interés por vuestras cosas -respondió la judía con la voz cargada de dignidad.
Viendo que sus humildades y mansedumbres le valían de bien poco, el hermano Rodrigo decidió ir directamente al grano:
– He sido enviado para informaros de vuestra situación. Os encontráis a mucha profundidad por debajo de la superficie de la tierra, al fondo de una galería ciega que forma parte de los cientos de galerías que horadan esta vertiente de los Montes Aquilanos. Este lugar, llamado Las Médulas, a doce millas de Ponferrada, es, por desgracia, el último reducto libre de mi Orden por estos y otros muchos reinos. Antes teníamos una verdadera red de castillos y fortalezas en esta zona del Bierzo: Pieros, Cornatel, Corullón, la misma Ponferrada, Balboa, Tremor, Antares, Sarracín… y casas en Bembibre, Rabanal, Cacabelos y Villafranca. Ahora, por desgracia, sólo nos quedan estos túneles.
El silencio en torno a Nadie se espeso.
– Presumo que vos, don Galcerán -continuó, demostrando una actitud realmente voluntariosa-, ya habréis observado lo endeble de vuestra prisión y, sin embargo, dejadme que os diga que escapar de Las Médulas es imposible y si habéis leído a Plinio [42] sabréis de qué os estoy hablando.
La mención a Plinio despertó mi memoria. En su grandiosa Historia Natural, el sabio romano hablaba de la descomunal explotación minera llevada a cabo por el emperador Augusto en la Hispania Citerior allá por los albores de nuestra era. Un lugar en concreto de esa Hispania romana merecía toda la atención del erudito: Las Médulas, de donde los romanos obtenían veinte mil libras de oro puro al año. El sistema empleado para arrancar el metal a la tierra era el llamado ruina montium, que consistía en soltar de golpe grandes cantidades de agua desde formidables embalses situados en los puntos más altos de los Montes Aquilanos. El agua liberada descendía furiosamente a través de siete acueductos y, al llegar a Las Médulas, encallejonada en una red de galerías excavadas previamente por esclavos, provocaba grandes desprendimientos y perforaba la tierra. Los restos auríferos eran arrastrados hasta las agogas, o enormes lagos que actuaban como lavaderos, donde se recogía y limpiaba el dorado metal. Toda esta actividad se estuvo realizando ininterrumpidamente durante doscientos años.
Esa era la explicación de los picachos rojos y las agujas naranjas: restos de montañas devastadas por furiosas corrientes. Y era también la explicación de la tremenda seguridad de nuestro encierro: ni con el hilo de Ariadna -el que utilizó leseo para salir del laberinto-, hubiéramos podido escapar de aquella endiablada maraña de túneles. Estábamos más atrapados que si nos hubieran cargado de cadenas.
– Veo, por vuestra cara, don Galcerán, que habéis comprendido lo inútil de cualquier intento de fuga. Siendo así, no tendremos problemas. Y ya sólo me resta una cosa -Nadie se puso en pie y se encaminó hacia la salida-. Se me ha ordenado comunicaros que próximamente seréis trasladados, para siempre, a un lugar mucho más seguro que éste, y éste, don Galcerán, es de los más seguros de la tierra, os lo puedo garantizar.
Abandonó nuestra celda con mucha dignidad y la puerta se cerró ruidosamente tras él. Cuando volvimos a quedarnos solos, los tres prisioneros permanecimos largo rato en el mismo silencio que habíamos mantenido mientras Nadie estaba con nosotros. Yo no dudaba acerca del próximo paso a dar: mientras estuviésemos vivos había que seguir luchando, y puesto que nuestro destino, fuera cual fuera, parecía escrito en piedra, ¿por qué no intentar introducir todas las variaciones posibles, si después de todo íbamos a llegar al mismo lugar?
– ¡En pie! -exclamé irguiéndome de un salto.
– ¿En pie? -preguntó Sara extrañada.
– Nos vamos de aquí.
– ¿Nos vamos de aquí? -repitió Jonás aún más extrañado.
– ¿Es que vais a estar regurgitando todo lo que yo diga hasta el día del Juicio Final? ¿Acaso no hablo con suficiente claridad? He dicho que nos vamos, así que recoged las escarcelas porque tenemos un arduo trecho por delante.
Mientras ellos se preparaban, y como la daga de Le Mans era lo único que no me habían devuelto, saqué los documentos y salvoconductos falsos de la caja de estaño en la que los llevaba y, dejándola caer al suelo, la pisé con firmeza, y fui plegándola y pisándola hasta convertirla en un pequeño y resistente scalpru [43]. Luego me dirigí a la puerta y, haciendo palanca con la herramienta que acababa de fabricar, hice saltar los viejos y oxidados clavos de la cerradura, que extraje de su hueco en la madera en una sola pieza. El portalón se entreabrió, arrastrado por su propio peso.
– ¡Vámonos! -exclamé alborozado.
Seguido por Sara y Jonás, emprendí la huida por el largo pasillo subterráneo, no sin antes haber cogido la antorcha que llameaba en la pared junto a la celda. Mi única preocupación era tropezar de bruces con alguna patrulla de templarios.