Abrí los ojos, espantado, y salté del jergón completamente desnudo. Los muchos años de disciplina militar me impidieron pensar.
– Poneos las ropas, hermano -me ordenó el comendador-. Por respeto a la mujer, os esperaremos abajo.
Los ojos atemorizados de Sara buscaron los míos que, aunque reflejaron culpabilidad durante unos breves instantes, enseguida mostraron la firmeza de mis pensamientos.
– No te preocupes, amor mío -le dije con una sonrisa, inclinándome a besarla-. No debes temer nada en absoluto.
– Te separarán de mí -balbució.
Cogí sus manos entre las mías y la miré directamente a los ojos.
– Nada hay en este mundo, mi amor, que pueda separarme de ti. ¿Me oyes? ¡Acuérdate siempre, Sara, porque es importante! Pase lo que pase, confía en este juramento que ahora te hago: no nos separaremos nunca. ¿Me crees?
Los ojos de la judía se llenaron de lágrimas.
– Sí.
Jonás apareció en ese momento por la boca de la escalera.
– ¿Quiénes son esos freires, padre? -preguntó vacilante.
– Son grandes dignatarios de mi Orden -le aclaré mientras me vestía-. Escucha, Jonás, quiero que te quedes aquí con Sara mientras yo hablo con ellos. Y no quiero que ninguno de los dos os preocupéis por nada.
– ¿Os obligarán a volver a Rodas? -En la voz de Jonás sonaba un acento de temor que me sorprendió. Mientras yo vivía la más plena felicidad, el chico había estado dándole vueltas a la idea de mi más que probable regreso a la isla. No me atreví a mentirle.
– Es probable que así me lo ordenen, en efecto.
Y dándome media vuelta les dejé solos. Abajo, en el exterior del molino, frey Valerio y frey Ferrando me esperaban. Un pesado silencio nos envolvió a los tres cuando me paré frente a sus miradas acusadoras.
– La situación ya es bastante complicada, hermano -me recriminó friamente frey Valerio.
– Lo sé, mi señor -respondí con humildad. No era el momento de mostrarse digno.
– Sin duda, tenéis un claro conocimiento de lo que significa para vos haberos metido en la cama con esa mujer.
– Así es, mi señor.
Ambos hombres me clavaron una mirada fija y lacerante. Para ellos debía resultar incomprensible que un hospitalario de mi rango y formación estuviera dispuesto a perder el manto y la casa, a ser expulsado de la Orden sin honor, por una vulgar aventura de faldas con una judía. Cruzaron una mirada de inteligencia entre sí, y guardaron un seco silencio.
– Está bien -soltó por fin frey Valerio-. No podemos perder el tiempo ahora con estas cosas. Urge que continuéis vuestra misión, hermano Galcerán. Eso es lo único que interesa y lo más importante. Este pequeño incidente debe ser olvidado aquí y ahora. Dejaréis al chico y a la judía en esta fortaleza de Portomarín a cargo de don Pero y culminaréis el trabajo que os encomendó Su Santidad.
Tardé unos segundos en reaccionar y la sorpresa debió reflejarse en mi rostro porque frey Ferrando hizo un gesto de impaciencia, como un padre cansado de soportar impertinencias de su hijo.
– ¿Acaso no habéis comprendido vuestras órdenes? -pregunto irritado.
– Perdonadme, frey Ferrando -repuse recobrando el control-, pero no creo que quede ninguna misión por cumplir. El asunto está zanjado desde que fui capturado por los templarios en Castrojeriz.
– En eso erráis, hermano -denegó-. El oro encontrado no cubre en modo alguno la suma calculada por los procuradores de las comisiones de investigación. Apenas alcanza la ridícula cifra de cincuenta millones de francos.
– ¡Pero eso es una inmensa fortuna! -exclamé. Por un instante estuve tentado de contar lo que había visto en Las Médulas, de hablar sobre la inmensa basílica, el Arca de la Alianza, el cuero lleno de dibujos herméticos…, pero algo me contuvo, un fuerte instinto irracional selló mi boca.
– Eso no es más que una miseria, una insignificancia. Debéis saber que nuestra Orden se encuentra fuertemente endeudada con el rey de Francia por culpa de las costas del proceso (que por estúpidos artificios legales han venido a recaer sobre nosotros), y que las rentas pagaderas de por vida a los antiguos templarios, el mantenimiento de los presos y la administración de los bienes están arruinando nuestras arcas y las arcas de la Iglesia. Así que, vos, hermano, debéis continuar buscando ese maldito oro y hallarlo para vuestra Orden y para el Santo Padre. Cueste lo que cueste.
– ¿Aunque lo que cueste sea mi propia vida?
– Aunque cueste vuestra vida y la de cincuenta como vos, Perquisitore -dejó escapar frey Valerio con una voz fría como el hielo. No tenía mucho tiempo para pensar y necesitaba hacerlo desesperadamente. No negaré ahora que fue durante aquellos escasos minutos (en los que hice mil preguntas irrelevantes para mantener distraídos a frey Valerio y frey Ferrando) cuando organicé, al menos en bosquejo, todos los pasos subsiguientes. En mi corazón, además del amor por Sara y por mi hijo, albergaba el cadáver de mi fidelidad a la Orden sanjuanista. Aquellos a quienes había respetado y admirado no eran más que sombras de una vida pasada a la que no regresaría jamás. Por descontado, no pensaba separarme de la mujer y del chico, que ahora eran mi única Orden, mi único destino y mi único hogar, pero escapar de los hospitalarios, de los templarios y de la Iglesia al mismo tiempo era demasiado para un monje renegado. No podía pensar ni remotamente en imponer a mi noble y viejo padre la infamante carga de esconder en su castillo y sus tierras a un hijo sin honor acompañado por un vástago ilegítimo y una hechicera judía. Era sencillamente impensable. Así que no tenía muchas posibilidades: el mundo era demasiado pequeño y debía meditar con calma las escasas alternativas que se me ofrecían.
– No debéis preocuparos, hermano -añadió frey Ferrando-. Llevaréis una escolta permanente de caballeros sanjuanistas, como antes llevabais una escolta de soldados del Papa. Yo mismo estaré al frente del grupo y hablaréis conmigo como antes lo hacíais con el desaparecido conde Le Mans. Estaréis bien protegido contra los templarios.
– No iré a ninguna parte sin la judía y el muchacho.
– ¿Cómo? -bramó-. ¿Qué habéis dicho?
– He dicho, mi señor, que no iré a ninguna parte ni haré ninguna cosa sin la mujer y el chico.
– ¿Os dais cuenta que seréis severamente castigado por esta desobediencia, hermano?
– No quise ofenderos, mi señor, ni a vos tampoco, frey Valerio, pero no podría encontrar el oro sin ellos. Sería incapaz de continuar la búsqueda yo solo, por eso os pido que les permitáis acompañarme.
– No lo habéis pedido, hermano, lo habéis exigido, y no os quepa ninguna duda de que seréis sancionado por vuestro superior y vuestro capítulo en cuanto volváis a Rodas.
– Muy poco debéis apreciarlos cuando tanto deseáis ponerlos en peligro -apuntó sañudo el de Villares.
No, no deseaba ponerlos en peligro, deseaba sacarlos de aquella capitanía de Portomarín donde sin duda serían retenidos a la fuerza hasta que yo terminase la tarea y luego enviados a remotos lugares donde no pudiese encontrarlos. La incapacidad demostrada para hallar los tesoros templarios sin mi colaboración demostraba bien a las claras que no me dejarían escapar fácilmente aunque me acostara con mil mujeres o incumpliera todos mis votos y todos los preceptos de la Regla hospitalaria.
– Sin ellos no puedo hacerlo -repetí machaconamente.
Frey Valerio y su lugarteniente intercambiaron de nuevo miradas de inteligencia, aunque esta vez había en ellas un algo de desesperación. Debían estar tan presionados como yo y tan preocupados como yo lo estaba minutos antes.