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Salir de la ciudad resultó mucho más fácil que entrar. Nunca te piden los salvoconductos cuando te marchas de un sitio, así que, convertidos en tres mercaderes árabes, dejamos atrás Compostela sin despertar ninguna curiosidad y, apenas hubimos traspasado las viejas murallas de la ciudad, montamos velozmente en las cabalgaduras (yo en una y ellos, por su peso más ligero, juntos sobre la otra), y salimos al galope hacia la costa más próxima, hacia la cercana localidad de Noia, de la que tanto había oído yo hablar durante mis largos años de estudio en Oriente. No podía dejar de pensar, pues, en el misterioso destino que teje los hilos de los acontecimientos de nuestras vidas.

A la entrada de Brión nos deshicimos de los disfraces (aunque Sara siguió usando ropas de hombre y sombrero ancho para recogerse el cabello), y continuamos adelante. Llegamos a Noia al mediodía, cruzamos sus estrechas y señoriales calles, y bajamos hacia la ría con la esperanza de encontrar una barca que navegara hacia el norte a lo largo de la costa. Unos viejos descansaban sentados sobre unos cubos de madera y al fondo, recortadas contra un monte, se veían numerosas barquichuelas abandonadas en la arena. Respiré con placer el aire salado; ¿sería éste el principio de la libertad? Naturalmente, nuestra llegada había llamado la atención de los lugareños y avanzábamos rodeados por un grupo de niños que corrían al paso de nuestros caballos profiriendo alaridos. Los viejos se nos quedaron mirando mientras nos acercábamos.

– ¿Qué buscáis? -preguntó uno de ellos.

– Una embarcación de cabotaje que nos lleve al muelle de Finisterre.

– Hasta la pleamar no la hallaréis, señor.

– ¿Cuánto falta? -pregunté inquieto; necesitaba tiempo para hacer lo que tenía que hacer.

– Unas diez o doce horas -dijo otro con una sonrisa malévola en los labios.

– ¿Por quién debo preguntar?

– Por Martiño. Él tiene la barca más grande. Transporta ganado y mercancías desde Muros al cabo Touriñán.

– ¿Admite pasajeros?

– Si pagan bien…

– Pagaremos bien.

– Entonces os llevará donde queráis.

– ¿Hay algún lugar para descansar hasta que suba la marea? -quiso saber Jonás.

– La taberna está ahí mismo -intervino uno de los niños señalando con el dedo hacia una hilera de casas bajas pegadas a la playa-. Mi padre os atenderá. Es el dueño.

Acompañé a Sara y a Jonás hasta la puerta del establecimiento y les anuncié que les abandonaba por unas horas.

– ¿No entras con nosotros? -se sorprendió Sara.

– No puedo -le expliqué poniendo la palma de mi mano sobre su mejilla-. Debo hacer algo muy importante. Pero estaré de vuelta antes de que suba la marea. Te lo prometo.

– ¡Yo quiero ir con vos! -protestó mi hijo. -

No. Lo que tengo que hacer, debo hacerlo solo. Además, tú debes cuidar de Sara hasta mi regreso.

Le entregué a Jonás las riendas del caballo y me alejé de la ría caminando, internándome de nuevo en las callejuelas empedradas. Mis pasos me llevaron, como si conocieran el camino, hasta el pequeño cementerio de la iglesia de Santa María. ¿Cuántas veces había escuchado de boca de los viejos maestros sus propias muertes ocurridas en este mismo lugar? No me cabía ninguna duda de que el destino había reservado para mí la misma experiencia. Y estaba preparado.

Me detuve frente a los montones de losas apiladas, unas sobre otras, contra los muros de la iglesia y me recreé contemplando los dibujos grabados en ellas desde tiempos inmemoriales. Según la tradición, la barca de Noé se detuvo en Noia tras el Diluvio Universal y aunque esto, naturalmente, no era más que un mito, este mito ocultaba una verdad mucho más importante y secreta. Es cierto que después de un gran desastre que asoló la tierra, una nao había arribado hasta Noia. Pero no era Noé quien viajaba en ese barco, como tampoco era Santiago quien estaba enterrado en Compostela.

Volví a fijar mi atención en las lápidas. Aquellas piedras que, en apariencia, no eran sino tapas de sepulcros, estaban llenas de símbolos, imágenes y emblemas mistéricos, y carecían por completo de cualquier inscripción que permitiera identificar a su supuesto y fallecido propietario. No tuve ninguna dificultad para entender los grabados a pesar del tiempo transcurrido desde que había estudiado aquel lenguaje y, a través de ellos, recibí las voces lejanas de quienes, como yo, habían llegado hasta allí abandonando para siempre una vida anterior, renunciando a sus viejas creencias y fidelidades en pos de una nueva verdad.

– ¿Entendéis lo que dicen? -preguntó una voz a mi espalda.

No me volví. Fuera quien fuera, me había estado esperando.

– Sabéis que sí -repuse serenamente.

– Aquel montón de laudae sepulcralis no tiene inscripciones.

Elegid la vuestra.

– Cualquiera servirá, no os preocupéis.

– ¿Habéis comido algo, señor?

– No.

– Pues acompañadme, por favor. Entrad conmigo en la iglesia.

Cuando, al anochecer, salí del cementerio, una nueva losa había quedado apoyada contra el muro sur de la iglesia. Yo mismo había tallado en ella mi ascendencia y mi linaje, mis pasados dolores y mi soledad, el largo amor que había sentido por Isabel de Mendoza, mis votos hospitalarios, mis años en Rodas, y todo aquello que había constituido la biografía del desaparecido Galcerán de Born. Tenía una nueva identidad, un nuevo nombre secreto que no podría revelar jamás y por el que siempre debería responder ante mi mismo. Adiós, pasado, dije mientras me alejaba de mi propio sepulcro.

Embarcamos en plena noche a bordo de la barca de Martiño. Era una sólida embarcación de dos mástiles, ceñida, larga y de proa cortante, con el timón colgado del codaste y dotada de altos flancos para resistir mejor las embestidas de la mar, tan brava y tormentosa por aquellas costas. Abandonamos Noia cruzando la lengua de mar hacia el puerto de Muros, hacia el norte, y desde allí seguimos los contornos de un paisaje formado por escarpados acantilados y arenosas playas. En los días sucesivos rebasamos la amplia ensenada de Carnota, el legendario Monte Pindo, que fue pasando por todos los tonos posibles de color rosado mientras lo tuvimos a la vista, y las hermosísimas cascadas de Ézaro, donde las aguas del río se entregaban al mar saltando al vacío desde un prominente acantilado cortado a pico.

Tras cinco jornadas de viaje por mar, nos acercábamos por fin a Finisterre, el temible Fin del Mundo, último reducto habitado por el hombre antes del gran reino de Atlas, del gran océano a partir del cual no hay más que un vacío infinito, el lugar donde, según la historia, las legiones romanas de Décimo Junio Bruto se aterrorizaron al observar cómo el Mare Tenebrosum engullía el sol y lo hacia desaparecer, la última tierra, en fin, que pisan los muertos antes de subir a la barca de Hermes para ser conducidos al Hades… Hubiéramos podido llegar mucho antes, pero Martiño se acercaba a tierra y echaba el áncora frente a cada villorrio, aldehuela o palomar solitario que apareciera en la costa. En un pueblo recogía una vaca y la dejaba en el siguiente; en otro soltaba un fardo de forraje pero subía a cambio seis o siete espuertas de vieiras, berberechos, nécoras, percebes y calamares; en la aldea inmediata subía telas que luego cambiaba por cereales. Jonás, que hasta llegar a Noia sólo había visto el mar (y de pasada) el día que nos despedimos a toda prisa de Joanot y Gerard en el portus de Barcelona, se unió alegremente a la tripulación de la nave, rebosante de energía y entusiasmo, realizando duras faenas que ponían a prueba sus músculos y que le dejaban exhausto pero complacido. Dos días antes de desembarcar, después de la cena, se acercó a Sara y a mí, que conversábamos apaciblemente apoyados en un costado de la nave y nos soltó a bocajarro: