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Por fin, cuando comenzaba a rayar el mediodía, en torno a la hora sexta, la figura de un hombre montado a caballo se dibujó al oriente. A pesar de no poder distinguirlo al principio -la niebla se mantenía baja-, no me cupo ninguna duda de que se trataba de Manrique de Mendoza.

– ¡Veo que habéis llegado el primero! -gritó cuando estuvo ya a escasa distancia de mí, que le esperaba de pie y con los brazos cruzados sobre el pecho en actitud desafiante.

– ¿Acaso lo dudabais? -repuse orgulloso.

– No. Lo cierto es que no. Sois varón precavido, Galcerán de Born, y eso está bien. Desmontó y sujetó las riendas de su caballo en unas matas.

– Aquí estamos otra vez, viejo amigo -exclamó mirándome escrutadoramente a los ojos y examinándome luego de arriba abajo, como quien contempla a un lacayo al que debe dar el beneplácito-. De nuevo el destino nos une, ¿no es curioso…? Recuerdo cuando Evrard y yo regresamos de Chipre, hace dieciséis años, y pasamos unas semanas en el castillo de mi padre. Allí estabais vos, un muchacho aún, un joven escudero enamoriscado de la tonta de mi hermana. ¡Ja, ja, ja…!

Debía contener mi cólera, debía permanecer impasible ante aquella sucia provocación.

– Recuerdo también… -continuó mientras buscaba con la mirada un lugar adecuado para sentarse-, recuerdo también con cuánta atención nos escuchabais a Evrard y a mí cuando contábamos historias de las Cruzadas, de Tierra Santa, del gran Salah Al-Din, de la piedra negra de La Meca… ¡Erais un muchacho despierto, Galcerán! Parecía que teníais un gran futuro por delante. Es una verdadera pena que vuestro linaje no os permitiera llevar a cabo las esperanzas que vuestra familia tenía depositadas en vos.

«Refrena tu furor, Galcerán, refrena tu ira, me decía mientras luchaba por no lanzarme contra él y golpearle de lleno en el pecho hasta cortarle la respiración.

– Fue una época dulce, sí -prosiguió dejándose caer, al fin, sobre una roca. Su caballo piafó intranquilo-. Mi compañero Evrard…, mi pobre compañero Evrard y yo comentábamos entonces lo muy lejos que llegaríais cuando fuerais un hombre. Evrard especialmente estaba convencido de que oiríamos hablar mucho y muy bien de vos. Os tomó mucho aprecio, freire. Lástima que errarais de aquella manera tan lamentable.

No hice ningún gesto, ni pronuncié ninguna palabra. Le dejé continuar con su sarta de estúpidos recuerdos que no eran otra cosa que una ruin maniobra para debilitar mi posición antes de entrar en la palestra. Por fortuna, pareció haber agotado todas las viejas crónicas de mi lejana mocedad y se quedó por fin callado y pensativo. Quizá se debió a su gran parecido con mi hijo -así sería Jonás cuando tuviera cuarenta y cinco años, me dije conmovido-, pero el caso fue que me detuve a observarlo y que advertí en él los terribles signos del paso del tiempo y de una creciente dificultad para respirar, acompañada de un fuerte rubor de cara y de unos ojos inyectados en sangre que no dejaban lugar a dudas respecto a la enfermedad mortal que llevaba dentro, aunque, al contrario que él, yo me abstuve de decirle nada. Mi estrategia no incluía sajar al contrario antes de la lucha.

– Pues bien, amigo mío -dijo alzando los sanguinolentos ojos azules-, vos habéis solicitado esta entrevista y aquí estamos de nuevo, así que hablad.

– Creí que no terminaríais nunca -mascullé-. ¿Os hacia falta todo este preámbulo para sentiros más a gusto?

Me miró y sonrío.

– Hablad.

Era mi turno. La partida estaba casi acabada y llegábamos a los últimos movimientos. No habría más huidas en mitad de la noche ni más disfraces. Ahora primaba el talento y la rapidez de pensamiento.

– Os diré lo que deseo -comencé-. Deseo protección frente a la Iglesia y el Hospital de San Juan. Ni quiero ni puedo volver, así que solicito del Temple un lugar seguro en el que vivir con la mujer y el chico. No pido manutención: soy perfectamente capaz de mantenerme y de mantener a mi familia ejerciendo mi profesión de médico. Pido, además de dicha seguridad, que cese la persecución por vuestra parte de manera definitiva y que nos acojáis en alguna ciudad o pueblo que se halle en el interior de vuestros territorios en Portugal, Chipre, o donde mejor os venga. Adoptaremos nuevas identidades y nos dejaréis vivir en paz, aunque salvaguardándonos de los esbirros papales y de los soldados hospitalarios.

Manrique me miró estupefacto, paralizado por la sorpresa. No sé qué demonios había esperado que le pidiera, pero, por la cara que puso, aquello no lo tenía previsto. De repente soltó una de sus estruendosas carcajadas.

– ¡Vivediós, Galcerán de Born! Siempre conseguís sorprenderme. ¿Y por qué tendríamos que concederos tan extraordinaria petición? ¡El Perquisitore suplicando al Temple un rinconcito en el que enterrarse y morir! ¡A fe mía que esto no me lo esperaba!

– Tendréis que concederme lo que os pido por varias razones. La primera, porque he visto el Arca de la Alianza -Manrique dio un respingo involuntario- y sé dónde la tenéis guardada, y aunque la hubierais cambiado de refugio, el mero hecho de saber con certeza que está en vuestro poder convocaría a todos los reyes cristianos de Europa en vuestra contra, incluidos los que se han portado misericordiosamente durante el proceso.

– Con mataros… -masculló cargado de odio-. Además, ¿quién me asegura que no habéis hablado ya sobre ello con el papado y con el Hospital y que todo esto no es más que una asquerosa trampa? ¿Cómo puedo saber que el secreto del Arca continúa seguro?

– Matarme no serviría de nada, sire, puesto que Sara y Jonás también conocen el lugar donde está oculta y se encargarían de propagarlo a los cuatro vientos antes de que les dierais alcance, lo que os resultaría, en cualquier caso, muy perjudicial. Respecto a si he guardado el secreto del Arca, no tengo más pruebas que la propia estupidez y avaricia de Su Santidad y de mis superiores: ¿ creéis realmente que si yo hubiera hablado del Arca cuando escapamos de Las Médulas hace un mes, habrían esperado tanto tiempo para enviar sus huestes a las galerías subterráneas del Bierzo? Por más que yo hubiera suplicado prudencia y sigilo (aunque no sé muy bien con qué objeto), a estas horas los túneles estarían plagados de soldados.

Manrique permaneció en silencio.

– La segunda razón por la cual accederéis a mi petición -dije sin ofrecerle una tregua-, es que conozco perfectamente la manera de encontrar vuestro oro, y no me estoy refiriendo a la clave de la Tau, sino a la forma, al procedimiento que utilizáis para esconder los tesoros. Sé que esta clave no es la única, que hay otras muchas de similares características, y no creo que me costase demasiado trabajo dar con ellas. Aunque, estoy pensando que, en realidad, podría continuar un poco más con la Tau, porque es imposible que hayáis logrado cambiar de lugar todas las riquezas ocultas bajo este signo. Por otro lado… -continué-, por otro lado, sé que no sólo tenéis el Arca de la Alianza, sino que también poseéis el tesoro del Templo de Salomón. ¿Me equivoco? -La cara de Manrique era una máscara de piedra-. Siempre se ha rumoreado que los templarios poseíais ambas cosas, el Arca y el tesoro del Templo, pero nunca pudo probarse. Sin embargo, si tenéis una de ellas, como yo sé con total certeza, ¿por qué no ibais a tener también la otra? Y os apuesto lo que queráis a que está también en Las Médulas, ya que es el único lugar que ofrece las garantías de seguridad necesarias para algo tan valioso.

– Nadie lo encontrará nunca -afirmó torvamente. Yo, en aquellos momentos, interpreté sus palabras como una señal de que había decidido matarme.

– Ya os he dicho, Manrique -exclamé precipitadamente-, que todavía tengo algo más que ofreceros.

– ¡Hablad, maldita sea! ¡Terminad de una vez!