– ¿Sabéis lo que estáis diciendo, frere? -me advirtió acobardado-. Estáis negando la predestinación de la Providencia, estáis elevando el libre albedrío por encima de los secretos planes de Dios.
– No. Lo único que estoy elevando es el hambre de mi estómago, que ya empieza a protestar con rabia. Y recuerda que no debes llamarme frere a partir de ahora… ¡Mesonero! ¡Mesonero!
– ¡Qué! -respondió una voz airada desde el fondo de las cocinas.
– ¿Viene ya ese pescado o es que todavía tenéis que ir al río a buscarlo?
– El caballero es amigo de chanzas, ¿eh? -dijo el tabernero apareciendo de repente detrás del mostrador. Era un hombre grueso y de aspecto vulgar, que lucía una enorme papada sudorosa, y, para completar su mugrienta traza, un sucio mandil atado a la cintura, con el que se limpiaba las manos de la grasa del pescado mientras se acercaba a nuestra mesa. El provenzal que utilizaba para expresarse era muy similar a mi lengua materna catalana. En cualquier caso, hubiéramos podido comunicarnos sin dificultades gracias a la profunda semejanza entre las lenguas romances.
– Tenemos hambre, mesonero. Pero ya veo que estáis en plena faena y, por mi propio bien, no quiero molestaros.
– ¡Pues lo habéis hecho! -declaró, malhumorado-. Ahora la comida tardará más en estar lista. Además, hoy estoy solo; mi mujer y mis hijos se han marchado a casa de unos parientes, así que contentad vuestros estómagos con esa hogaza.
– ¿Vos sois el famoso François? -pregunté fingiendo admiración y observándole minuciosamente. Él se volvió hacia mí con una nueva expresión en la cara. Así que eres vulnerable a la vanidad. ¡Bien, muy bien…!, me dije satisfecho. Cuando trabajaba en alguna misión encomendada por mi Orden tenía por costumbre olvidarme de la espada, el puñal y la lanza, pues en numerosas ocasiones había podido comprobar que no servían para nada a la hora de obtener información. Había depurado, por lo tanto, hasta casi la perfección, el arte del halago, la persuasión amistosa, los trucos verbales y la manipulación de la naturaleza y el temperamento ajenos.
– ¿Por qué me conocéis? No recuerdo haberos visto antes por aquí.
– Y no había venido nunca, pero vuestras comidas son famosas por todo el Languedoc.
– ¿Sí? -preguntó sorprendido-. ¿Y quién os ha hablado de mí?
– ¡Oh, bueno, mucha gente! -mentí; me estaba metiendo en un atolladero.
– ¡Decidme uno!
– Bien, dejadme recordar… ¡Ah… sí! El primero fue mi amigo Langlois, que pasó por aquí un día camino de Nevers, y que me dijo: «Si alguna vez pasas por Aviñón, no dejes de comer en la posada de François, en Roquemaure.» También me viene a la memoria en este momento el conde Fulgence Delisle, a quien sin duda recordaréis, que tuvo el gusto de probar vuestra comida hace algún tiempo y que os elogió en el transcurso de una fiesta en Toulouse. Y, por último, mi primo segundo, el cardenal Henri de Saint-Valéry, que os recomendó especialmente.
– ¿El cardenal Saint-Valéry…? -preguntó mirándome de reojo, con recelo. He aquí un hombre, me dije, que guarda un secreto. Las piezas comenzaban a encajar tal y como yo había sospechado-. ¿Es primo vuestro…?
– ¡Oh, quizá he exagerado…! -rectifiqué soltando una carcajada-. Nuestras respectivas madres eran primas segundas. Como habréis notado por mi acento, yo no soy de por aquí; soy de Valencia, al otro lado de los Pirineos. Pero mi madre era de Marsella, en la Provence. -Di un ligero toque con el pie a Jonás por debajo de la mesa para que cerrara sus desorbitados ojos-. Sé que mi primo os visitaba con frecuencia cuando era Camarero del papa Clemente. Él mismo me lo dijo en más de una ocasión antes de morir.
Me estaba jugando el todo por el todo, pero era una partida interesante.
– ¿Es que ha muerto…?
– ¡Oh, sí! Murió hace dos meses, en Roma.
– ¡Demonios…! -dejó escapar sorprendido, y luego, dándose cuenta, rectificó veloz-: ¡Caramba, lo siento, sire!
– No pasa nada. No debéis preocuparos.
– Ahora mismo os traeré la comida -dijo desapareciendo precipitadamente en la cocina.
Jonás me miró espantado.
– ¡Frere Galcerán, habéis contado un montón de mentiras! -balbució.
– Querido Jonás, ya te he dicho que no me llames frere. Debes aprender a llamarme sire, micer, señor, caballero Galcerán, o como se te ocurra, pero no frere.
– ¡Habéis mentido! -repitió machaconamente.
– Si, bueno, ¿y qué? Arderé en los infiernos, si eso te consuela.
– Creo que voy a regresar muy pronto a mí monasterio.
Durante un instante me quedé paralizado. No había previsto, por un sentido errado de secreta posesión sobre el muchacho, que él pudiera apelar a su libertad para regresar a Ponç de Riba; antes bien, había supuesto que a mi lado se sentiría libre por primera vez en su vida, lejos de los monjes y viajando por el mundo. Pero, naturalmente, él desconocía mis planes para su futuro e ignoraba que su auténtica formación estaba a punto de comenzar. Sin embargo, al parecer, me había equivocado completamente de método. Debía preguntarme qué me gustaría a mí y cómo actuaría yo si volviera a tener la edad de Jonás.
– Está bien, muchacho -dije después de unos minutos de silencio-. Hay algo que debes saber. Pero este conocimiento exige el mayor secreto por tu parte. Si estás dispuesto a jurar que callarás para siempre, hablaré. Si no, ahora mismo puedes regresar al cenobio.
Presumo que, en el fondo, no había tenido nunca la intención de abandonarme, aunque sólo fuera por el miedo que le daba el largo camino de regreso. Pero aquel bribón era tan astuto como yo y estaba aprendiendo de mí a jugar peligrosamente.
– Sabía que había alguna cosa detrás de todo esto… -observó satisfecho-. Tenéis mi juramento. -Sí, pero no te diré nada ahora. Estamos en el centro de la hoguera, ¿me comprendes?
– ¡Por supuesto, sire! Estamos haciendo algo relacionado con el secreto.
– En efecto, y ahora ¡cuidado!, vuelve el mesonero.
El grueso Françoise avanzó hacia nosotros portando una enorme cazuela humeante que escampó por todas partes un agradable aroma a pescado. En su cara traía puesta la mejor de sus sonrisas.
– ¡Aquí tenéis, sire, el mejor pescado del Ródano preparado a la provenzal, con hierbas aromáticas del Comtat Venaissin!
– ¡Espléndido, mesonero! ¿Y un poco de vino para acompañar? ¿Acaso en esta hostería no servís vino?
– ¡El mejor! -afirmó señalando las barricas que había al otro lado de la estancia.
– Pues tomaos un vaso con nosotros mientras comemos y así nos hacéis compañía.
Le hice hablar hasta que vimos el fondo de la olla y dimos buena cuenta del caldo con la hogaza de pan. Jonás, mientras tanto, le rellenaba el vaso en cuanto se le vaciaba, y se le yació varias veces a lo largo del almuerzo. Al final, me había puesto en antecedentes de su vida, la de su esposa, las de sus hijos y las de buena parte de la Curia Apostólica. Todavía no he podido encontrar un método mejor para obtener la información deseada que provocar la confianza del informante haciéndole hablar sobre sí mismo, sobre sus seres queridos y sobre aquellas cosas de las que se siente orgulloso, acompañando la atenta escucha con leves gestos apreciativos. Para cuando terminamos con el queso y las uvas, François ya estaba en mi poder.