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– Así que vos le dijisteis a mi primo que, casualmente, había dos físicos musulmanes en una de las habitaciones, y que si quería, podía avisarles y pedirles ayuda.

– Ocurrió tal como decís, caballero… Al principio el cardenal Henri no se atrevía a proponerle al Papa que se dejara examinar por dos moros, pero en vista de que no había otra solución, se lo consultó, y el Papa accedió. Por lo visto, Clemente ya había sido curado en alguna otra ocasión por médicos árabes y había quedado muy satisfecho con el resultado. Así que llamé a la puerta de aquellos caballeros y les conté lo que pasaba. Se mostraron dispuestos a colaborar y departieron largo tiempo con vuestro primo antes de entrar en la habitación en la que se encontraba el Santo Padre. Yo no sé lo que hablaron, pero vuestro primo debió hacerles muchas indicaciones porque ellos asentían con mucha cortesía. Después entraron, y yo entré también, por si les hacía falta alguna cosa. Debo añadir que, de todo esto, los que estaban abajo no sabían nada, puesto que incluso el joven sacerdote que ayudaba a vuestro primo en las obligaciones con el Papa había dejado el cuarto para rezar con los cardenales por la salud de Su Santidad, y estaban orando todos en este mismo comedor mientras sucedía lo que os estoy contando. Pues bien -prosiguió, después de dar un largo trago de vino-, los médicos reconocieron con mucha diligencia a Su Santidad. Le observaron las pupilas, la boca, le tomaron el pulso y le palparon el vientre, y finalmente le recetaron esmeraldas en polvo disueltas en vino; le dijeron que esa pócima aliviaría su estómago y bajaría la fiebre en pocos minutos. Parecía un buen remedio, y el Papa se mostró dispuesto a machacar tres hermosas esmeraldas que portaba consigo. Estaba convencido de que se curaría. Los físicos me pidieron un almirez y un poco de vino, y trituraron las esmeraldas con mucho cuidado, mezclándolas lentamente con la bebida. Eran unas piedras bellísimas, brillantes, enormes… de un verde transparente que me maravilló. Ya sé que las piedras preciosas tienen propiedades curativas, pero a mí me dolió en el alma verlas desaparecer en la boca de Su Santidad reducidas a nada.

– ¿Y qué pasó después?

– Los moros volvieron a su habitación y el Papa se sintió mucho mejor inmediatamente. Recuperó la respiración, se le fue la fiebre, dejó de sudar… Y entonces, cuando estaba a punto de bajar para reemprender el viaje, se encogió, se dobló por la mitad, y empezó a vomitar sangre. Vuestro primo y yo estábamos aterrorizados. Lo primero que pensamos fue en pedir socorro a los médicos, así que corrí de nuevo hacia su habitación. Pero, en apenas diez minutos, habían desaparecido; no quedaba en el cuarto señal alguna de su presencia, como si jamás hubieran estado allí: ni ropas, ni libros, ni huellas en las camas, ni restos de comida… Nada. ¡Ya podéis suponer la angustia que teníamos! El Papa seguía vomitando sangre y retorciéndose de dolor. Vuestro primo me cogió entonces por el cuello y me dijo: «¡Escucha, bribón. No sé cuánto te habrán pagado esos asesinos por ayudarles a matar al Papa, pero te juro que te esperan los tormentos de la Inquisición si no me dices ahora mismo qué veneno le habéis dado.» Le juré y le volví a jurar que no sabia de qué hablaba, que yo también había sido engañado y que, por muy cardenal y muy Camarero que fuera, también a él le entregarían a la Inquisición por haber permitido que dos moros envenenaran al Papa.

Françoise dio un interminable suspiro y guardó silencio. Parecía estar reviviendo en su mente la agonía de aquel día, el miedo, el pánico que había sentido al ver morir a Su Santidad Clemente V en su casa, y casi por culpa suya.

– El Santo Padre también echaba sangre por… detrás, ya sabéis a qué me refiero. Un río, sire, salía un río de sangre por arriba y por abajo.

– ¿Roja o negra?

– ¿Cómo decís…?

– ¡La sangre, demonios, la sangre! ¡Roja o negra!

– Negra, sire, muy negra, oscura -exclamó.

– Y entonces, asustados, mi primo, el cardenal Henri de Saint-Valéry, y vos jurasteis no decir nada a nadie y, puesto que los físicos habían hecho su parte desapareciendo en el aire, ambos os comprometisteis a no mencionar este incidente en las declaraciones posteriores a la muerte. ¿Me equivoco?

– No, sire, no os equivocáis, así fue…

– Pero Dios no estaba conforme, amigo mesonero, y envió a su Madre Santísima para que mi primo se arrepintiera de aquel mal juramento que, seguramente, le ha retenido hasta hoy en el purgatorio, hasta el mismo momento en que habéis hablado.

– ¡Sí, si…! -aulló el pobre infeliz con los ojos arrasados en lágrimas-. ¡Y no sabéis lo feliz que me siento de liberar mi alma y la de vuestro primo del fuego del infierno!

– Y yo me alegro de haber sido un instrumento de Nuestro Señor para llevar a cabo tan maravillosa tarea -declaré con orgullo-. Nunca podré olvidaros, amigo Francois. Me habéis he-cho feliz permitiéndome cumplir esta sagrada misión.

– ¡Siempre os deberé la salvación de mi alma, sire, siempre!

– Sólo una cosa más… ¿Por casualidad recordáis los nombres de aquellos árabes?

– ¿Y qué importancia puede tener? -me preguntó sorprendido.

– Ninguna, ninguna… -corroboré-. Con toda probabilidad, serian nombres falsos. Pero si alguna vez me encontrara con algún médico árabe que respondiera a alguno de esos nombres, tened por seguro que pagaría con su vida el daño que le causó a mi primo y el que os causo a vos.

La mirada de François se posó en mí con húmeda veneración, y no pude evitar un ligero picorcillo en la conciencia.

– No lo recuerdo bien, pero creo que uno de ellos respondía por Fat no-sé-qué, y el otro… -Frunció el entrecejo haciendo un esfuerzo por recordar-. El otro era algo así como Adabal… Adabal, Adabal, Adabal… -salmodió-. Adabal Ka, creo, pero no estoy seguro… ¡Esperad! ¡Esperad un momento! Recuerdo que aquella noche, cuando todo había pasado y la comitiva se había marchado con el cadáver, apunté los nombres de aquellos físicos por si me sometían a interrogatorio.

– ¡Bien pensado! Buscad, por favor, aquella nota.

– La puse por aquí -afirmó levantándose del asiento y dirigiéndose hacia una esquina del comedor donde, de los alfardones del techo, colgaban algunas vasijas y embutidos puestos a secar. Con esfuerzo, se subió a una de las sillas y sacó una de las jarras de su gancho. Pero no, no era aquélla. Bajó de nuevo resoplando, arrastró la banqueta un poco más allá y volvió a subir. La segunda jarra sí contenía lo que buscaba, porque sonrió contento y sacó del interior, con dos dedos, un papelillo grasiento.

– ¡Aquí está!

Me levanté y me acerqué hasta él para cogerle el papelito de la mano. Subido en aquella banqueta el mesonero me llegaba sólo hasta el cuello.

Con la infame letra de un comerciante que ha aprendido lo imprescindible para llevar su negocio, en el papelito estaba escrito:

ADAB AL-ACSA

y

FAT AL-YEDOM

– ¿Esto es todo? -pregunté-. ¿Puedo quedarme con el papel?

– Eso es todo -confirmó el grueso y sudoroso mesonero-. Y sí, podéis quedároslo.

– Bien, pues dejadnos pagar nuestra comida y nos marcharemos de aquí mi escudero y yo, felices y agradecidos por el día de hoy.

– ¡Por Dios, caballero! ¿No habéis pagado suficiente salvando mi alma de Satanás? No me debéis nada, en todo caso soy yo quien queda en deuda con vos.

– Sea. El dinero de esta comida lo entregaré a los sacerdotes de mi iglesia en Valencia, para que digan misas por el alma de mi primo.

– Dios os recompensará ampliamente por vuestro noble corazón. Esperad un momento y enseguida os traeré a la puerta vuestros caballos.

Miré a Jonás, esperando encontrar un profundo reproche en su mirada, pero tenía las mejillas coloradas por la excitación y sus ojos centelleaban de entusiasmo.