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– Tengo mil preguntas que haceros -susurro.

– En cuanto nos alejemos de este lugar.

Unas tres horas después de salir de Roquemaure detuvimos nuestras caballerías en un recodo protegido del camino, un lugar perfecto a la orilla del Ródano -cuyo cauce seguíamos hacia el norte, hacia su nacimiento- para hacer un buen fuego, cenar y dormir, ya que hasta el día siguiente no llegaríamos a Vienne. Esas tres horas las había empleado en contar a Jonás la misión encargada por el papa Juan, así como los pormenores de la historia que, por su edad y tipo de vida, no podía conocer, y que estaban directamente relacionados con el problema. Mientras encendíamos el fuego, comentó:

– Creo que el Papa tiene tanto miedo a morir, frere, que si le decís que, en efecto, fueron los templarios quienes mataron a su antecesor, aprobará la petición del rey Don Dinis para no vivir amenazado; y si le decís que no, que no fueron ellos, la denegará para quitarse de en medio a los templarios para siempre.

– Puede que tengas razón, muchacho. En cualquier caso vamos a tener que averiguarlo.

– Y ya sabéis algo, ¿verdad? Todas esas mentiras y pecados contra el primero de los Mandamientos han dado algún fruto, ¿no es cierto?

– Lo único que sabemos con certeza es que dos médicos árabes examinaron a Clemente V antes de morir. Nada más.

– ¿Y qué me decís del remedio, las esmeraldas?

– Es muy común entre los que pueden permitírselo consumir piedras preciosas para luchar contra las enfermedades.

– ¿Y es cierto, surten algún efecto?

– La verdad es que no, debo reconocerlo. Pero con el tiempo aprenderás que no sólo los verdaderos preparados curan los padecimientos. ¿No te has fijado en la mejoría del Papa en cuanto tomó la pócima?

– Pero ¿qué dolencia tenía? He visto que hacíais muchas preguntas a este respecto.

– Por lo que he podido averiguar, deduzco que Su Santidad no tenía la conciencia muy limpia… Imagínate, Jonás, que tú eres Clemente V. El decimonoveno día de marzo del año de Nuestro Señor de 1314 asistes al horrible espectáculo de ver morir en la hoguera a un par de hombres a quienes conoces de muchos años atrás, hombres importantes, poderosos, cuya culpabilidad no está demostrada y que, además, como monjes, son súbditos tuyos, exclusivamente tuyos, y no del monarca francés. Como Papa, has intentado débilmente protegerles de las iras y ambiciones del rey, el soberano que te dio el papado y que te mantiene en él, pero Felipe te ha amenazado con nombrar un Antipapa si no accedes a sus pretensiones. Así que estás allí, sabiendo que los ojos de Dios te miran y te juzgan y, en ese momento, cuando el fuego empieza a morder sus carnes, el gran maestre de la Orden Templaria, te maldice y te emplaza ante el Tribunal de Dios antes de que se cumpla un año. Tú, naturalmente, te asustas, intentas no pensar en ello pero no lo puedes evitar; tienes pesadillas, te obsesionas… Quieres seguir con tu vida cotidiana como Pastor de la Iglesia pero sabes que una espada pende sobre tu cabeza. Entonces los nervios te traicionan. No todas las naturalezas son iguales, Jonás, hay gente que soporta con fortaleza las mayores desgracias físicas y que, sin embargo, se desploma ante un pequeño problema del alma; otros, por el contrario, sobrellevan grandes problemas con entereza pero braman como animales ante el menor dolor. Seguramente nuestro Papa era un hombre débil y crédulo, y empezó a padecer las torturas del infierno sin haber llegado a morir. La fiebre es un síntoma que podrás observar en pacientes enfermos y sanos; los nervios también pueden producir fiebre y, muy frecuentemente, vómitos o «estómagos cerrados», ¿recuerdas la negativa del Papa a comer algo en la posada…? También la respiración afanosa es signo de diferentes dolencias, pero descartado un problema de corazón, puesto que sus labios tenían buen color y no manifestaba dolor en ninguna parte de su cuerpo, sólo quedaban como causa los pulmones o, de nuevo, los nervios. En el caso de Clemente, creo que todo podría reducirse a un caso grave de excitación.

– ¿Por eso en cuanto ingirió las esmeraldas mejoró?

– Se sintió mejor porque creyó que se estaba curando.

– ¿Y era cierto?

– Las pruebas demuestran que no -declaré riendo.

– Pero la sangre negra… las hemorragias por arriba y por abajo…

– Bien, podemos elegir dos explicaciones: una, la que parece más probable por la forma de la muerte, es que el Papa sufrió cortes internos en el estómago y las tripas con cristales mal triturados de esmeralda que le provocaron las hemorragias, y otra, puramente especulativa, que aquellos dos médicos árabes eran en realidad dos templarios disfrazados que le administraron algún tipo de veneno en la pócima.

– ¿Y cuál creéis vos que es la verdadera?

– Vamos, Jonás, piensa un poco. He simplificado al máximo tu trabajo; ahora demuéstrame tus capacidades deductivas.

– ¡Pero yo no sé! -exclamó irritado.

– Está bien, pero sólo te ayudaré porque acabamos de empezar. Después serás tú quien tenga que ayudarme a mí.

– Haré lo que pueda.

– Veamos… Alguien como el Papa, acostumbrado a una vida cómoda, que no sabe lo que es el frío, ni el hambre, que tiene decenas de personas pendientes de sus deseos, cocineros que guisan exclusivamente para él, Padres Conciliares que le sirven como lacayos, y otras muchas cosas más de igual talante, alguien así, digo, ¿crees que bebería una pócima en la que unas esmeraldas capaces de cortarle los intestinos le pasaran antes por la boca y la garganta?

– Desde luego que no -confirmó, mordisqueándose el labio inferior y mirando las llamas de la hoguera con atención-. Alguien así habría protestado en cuanto un minúsculo cristal le hubiera arañado la lengua.

– En efecto. De modo que nos quedamos con el veneno de los templarios. Debes saber que existen miles de venenos y miles de elementos que, sin ser veneno, se convierten en tal una vez combinados con otras sustancias igualmente inocentes. Muchos de los preparados que utilizamos para curar enfermedades contienen veneno en cantidades que los herbolarios y los físicos debemos controlar muy bien para no producir el efecto contrario al deseado. Por lo tanto, si esos dos médicos eran templarios, y dados los amplios conocimientos que poseía su Orden en estas materias, por sus muchos años de contacto con Oriente…

– Eso también se podría decir de los hospitalarios.

– …por sus muchos años de contacto con Oriente, repito, es casi imposible saber qué sustancia echaron en el almirez del mesonero mientras trituraban las esmeraldas. Lo que sí podemos deducir es que era muy poderosa y muy rápida. El posadero nos dijo que la sangre era negra, oscura… Si la sangre hubiera salido de los cortes infligidos por las esmeraldas, hubiera sido roja.

– ¿Por qué?

– Hay cosas del cuerpo que constituyen grandes misterios, y la sangre es uno de ellos. Simplemente, no se sabe. Lo cierto es que, según de la zona del cuerpo de la que provenga, la sangre parece tener una coloración diferente. Por eso sé que las esmeraldas no cortaron sus tripas, porque, si lo hubieran hecho, la sangre, igual que la que saldría de tu brazo si yo te cortara ahora mismo con mi cuchillo, hubiera sido roja, roja y brillante. Sin embargo, la sangre era negra, es decir, no procedía de incisiones, lo cual confirma que tenía alguna sustancia que mudaba su color, que la ensuciaba. Pero nunca sabremos qué sustancia fue.

– ¿Y los templarios? ¿Cómo pudieron hacerse pasar por moros?

– Acabo de decirte que los templarios tuvieron un conocimiento muy profundo del mundo musulmán y de sus sectas (la de los sufíes, por ejemplo, y la de los ismailíes…›. Hacerse pasar por físicos sarracenos era sencillo para ellos. Aceptemos, pues, que eran dos templarios. En primer lugar, se cumple el precepto cabalístico de los dos iniciados…

– ¿A qué os referís…?

– Ya lo irás aprendiendo poco a poco, Jonás. No puedes pretender adquirir en un solo día los conocimientos más profundos, secretos y sagrados del hombre y de la Madre Naturaleza. Baste decir que los templarios siempre van de dos en dos: su sigillum, incluso, representa a dos templarios cabalgando juntos en un mismo caballo, montura alegórica del conocimiento que conduce al adeptus por la vía de la Iniciación.