– ¿Qué buscáis por estos pagos? -nos espetó a bocajarro con voz ruda y áspera.
– ¡Extraño saludo, hermano! -exclamé-. Somos hombres de bien que hemos errado el camino sin querer y que, al escuchar vuestros hachazos, creímos haber hallado nuestra salvación.
– ¡Pues os equivocasteis! -rezongó volviendo a su tarea.
– Hermano, por favor, os pagaremos bien. Decid, ¿por dónde se sale de este bosque? Queremos volver a Paris.
Levantó la cabeza y pude ver una nueva expresión en su rostro.
– ¿Cuánto pagaréis…?
– ¿Qué os parecen tres escudos de oro? -propuse, sabiendo lo exagerado de la oferta; quería parecer desesperado.
– ¿Por qué no cinco? -regateó el muy ladrón.
– Está bien, hermano, os daremos diez, diez escudos de oro, pero por ese dinero queremos también un vaso de vino. Estamos sedientos y cansados después de dar tantas vueltas.
Los ojillos del chalán brillaban como cuentas de vidrio bajo la luz del sol; se hubiera muerto del disgusto si hubiera sabido que estaba dispuesto a llegar hasta los veinte escudos; pero su codicia le había traicionado.
– Dadme el oro -exigió tendiéndome la mano-. Dadme el oro.
Me acerqué hasta él con el caballo y me incliné para dejar en su mano negra los escudos, que sujetó con avidez.
– Si volvéis por donde vinisteis, tomando siempre la senda de la derecha, llegaréis a la carretera de Noyon.
– Gracias, hermano. ¿Y el vino?
– ¡Oh, si…! Veréis, aquí no tengo, pero si seguís una milla hacia allá -dijo señalando hacia el norte- encontraréis mi casa. Decidle a mi mujer que vais de mi parte. Ella os atenderá.
– Que Dios os lo pague, hermano.
– Ya lo habéis pagado vos, caballero.
– ¿Por qué tratáis con tanta cortesía a un vulgar siervo? -me preguntó Jonás en cuanto nos alejamos lo suficiente para no ser oídos-. Ese hombre es un esclavo, aunque sea esclavo del rey, y, además, un ladrón.
– No soy partidario de establecer diferencias por la condición que impone el nacimiento, Jonás. Dios Nuestro Señor era hijo de carpintero y la mayoría de sus Apóstoles no pasaban de humildes pescadores. La única desigualdad posible entre los hombres es la bondad y la inteligencia, aunque debo reconocer que, en este caso, no brillaban ni la una ni la otra.
– ¿Entonces?
– Si le hubiera tratado con la insolencia que merecía, me hubiera sacado igualmente los diez escudos, pero no estaríamos ahora camino de su casa. La suerte nos acompaña, Jonás: no olvides que una mujer, por muy grosera que sea, y, especialmente si se pasa la vida encerrada en una covacha en mitad de un bosque, siempre es más amable y más dada a la conversación.
Encontramos a la dueña sentada a la puerta de la choza, despatarrada sobre una silla de paja y madera, bebiendo de una jarra. La cabaña era cochambrosa, miserable, mugrienta e inmunda… exactamente igual que la dueña, una mujer que en algún momento, aunque pareciera imposible, debía haber tenido dientes y pelo. Vi un gesto de repugnancia en la cara de Jonás y pensé que, como él, por mi gusto me alejaría de allí a uña de caballo. Pero ella, o cualquiera como ella que viviera en la zona, tenía que proporcionarme la información que necesitaba.
– ¡Que la paz de Dios esté con vos, señora! -grité cuando nos acercábamos.
– ¿Qué queréis? -preguntó sin inmutarse un ápice.
– Nos envía vuestro marido, a quien hemos pagado diez escudos de oro, para que nos deis un poco de vino antes de seguir camino hasta París.
– Pues bajad de los caballos y serviros, aquí mismo tengo una jarra.
Jonás y yo desmontamos, atamos los caballos a un árbol y nos dirigimos hacia la mujer.
– ¿Seguro que le habéis pagado diez escudos de oro?
– Así es, señora, pero como veo que desconfiáis, aquí os entrego un escudo más para vos. Nos hemos perdido en el bosque y, si no fuera por las indicaciones de vuestro marido, no podríamos salir nunca de estos contornos.
– Sentaos y bebed -dijo señalando unos bancos de madera-. El vino es bueno.
En realidad, el vino era asqueroso, con un agrio sabor a vinagre viejo, pero ¿qué otra cosa serviría de excusa para entablar conversación?
– ¿Y qué hacéis por aquí? Hacía mucho tiempo que nadie de la ciudad se acercaba hasta Ponç-Sainte-Maxence.
– Mi joven amigo y yo somos coustilliers del rey Felipe el Largo, a quien Dios cuide muchos años.
La mujer no me creyó.
– ¿Cómo podéis ser coustillier del rey si no sois francés? Vuestro acento es… raro, de ninguna parte.
– ¡A fe que tenéis razón, señora! Veo que sois una mujer inteligente. Mi madre era francesa, hija del conde Brongeniart, de quien seguramente habréis oído hablar porque fue consejero de Felipe III el Atrevido. Mi padre, en cambio, era navarro, súbdito de la reina Blanca de Artois, a quien acompañó en su huida cuando, escapando de las ambiciones aragonesas y castellanas sobre Navarra, huyó a París en compañía de su pequeña hija Juana. Esta vieja historia es conocida por todos. Cuando mi madre murió, mi padre regresó a su tierra llevándome consigo. Hace muy poco tiempo que volví, pero el rey tuvo a bien nombrarme coustillier de su gabinet por ser un Brongeniart.
La vieja estaba deslumbrada por tanto nombre de alta alcurnia, y yo terminé mi discurso bebiendo un trago de aquel vinagre con el aire candoroso y distraído de alguien que ha contado algo tan cierto y tan evidente que no hay nada más que hablar.
– Y decidme, sire, ¿qué os ha traído por este bosque?
– Veréis, señora, el papa Juan ha solicitado del rey un informe completo sobre la muerte de su padre, el rey Felipe IV el Bello, porque no sé si sabréis que, cuando fue encontrado por estos pagos después del caer del caballo, sólo decía dos palabras: «La cruz, la cruz…», y el Papa está interesado en canonizarle, lo mismo que Bonifacio VIII canonizó en 1297 a Luis IX, bisabuelo de nuestro rey actual. Ahora bien, señora, dejadme que os confiese un secreto… -y bajé la voz como si en lugar de encontrarnos en mitad de un umbrío bosque estuviéramos en una feria de ganado o en una plaza pública-: El rey no quiere que su padre sea elevado a los altares, ¡faltaría más que tuviera que cargar para siempre ante la historia con el peso de un bisabuelo y un padre santos…! Siempre saldría mal parado en cualquier comparación.
– ¡Cierto, cierto…! -confirmó con entusiasmo la arpía.
– Así que, en lugar de enviar a la guardia real o a los obispos o a los consejeros, el rey nos ha enviado a nosotros, dos coustilliers, para que investiguemos los hechos que rodearon la muerte de su padre, pero advirtiéndonos encarecidamente que encontremos en ellos algo que sirva para tirar por tierra los deseos del papa Juan. Por eso necesitamos encontrar a alguien que sepa exactamente qué pasó aquel día, que tenga todos los detalles y que, por un poco de dinero, esté dispuesto a hablar. ¿Sabríais vos de alguien así?
– ¡Yo misma, sire!
– ¿Vos, señora, cómo es posible? -pregunté sorprendido.
– Mi marido y yo lo sabemos todo, ¿no veis que en este bosque no puede pasar nada sin que nos enteremos los diez o quince siervos que en él vivimos?
– ¡Ah, esto sí que es interesante! Mira, Jonás, esta mujer es la persona que buscábamos. ¿Cómo os llamáis, señora?
– Marie, sire, Marie Michelet, y mi marido, Pascale Michelet.