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– Pues ved que aquí os entrego cinco escudos de oro, que con el que os di antes y los diez que entregué a vuestro marido, son una pequeña fortuna.

– ¡Y a mí qué! -aulló enfadada-. Lo que le disteis a mí marido fue por el vino y las indicaciones, y lo que me disteis a mi al llegar fue porque os dio la gana. Por cinco escudos de oro no sé si lo recordaré todo.

– Pero mirad, Marie, que no traigo más y que lo que os he dado soluciona vuestra vida para siempre -protesté-. Bien… Tenéis razón. Quizá vuestra información contenga algún detalle importante que merece ser pagado con generosidad. Tomad, pues… Estos son mis últimos cuatro escudos. Veinte traía y ninguno me llevo.

– Podéis preguntar lo que queráis -afirmó la vieja Marie cogiendo avariciosamente las monedas; me dije a mí mismo que la miseria engendra miseria y que, quizá, si aquella misma mujer hubiera nacido en una familia distinguida, podría haber sido hoy una dama generosa y elegante, madre y abuela respetada, y, con toda probabilidad, desdeñosa del dinero.

Marie contó que aproximadamente un mes antes del día del accidente, dos campesinos libres que vagaban en busca de trabajo, se habían instalado en las cercanías de Ponç-Sainte-Maxence y, a falta de otra cosa, ayudaban a los hombres del bosque cortando leña y, de vez en cuando, si alguno cazaba algún venado, «aunque esto, sire, no lo digáis, porque ya sabéis que es un delito matar a los animales del rey», ellos se encargaban de curtir la piel y de fabricar calzas y camisas y fundas para dagas con el cuero. Aquellos dos campesinos libres se llamaban Auguste y Félix, y eran de Rouen, y ellos fueron quienes avistaron el ciervo, «un ciervo enorme, sire, un ciervo alto como un caballo, con un pelaje brillante y unas cuernas enormes, de doce vástagos».

– ¿Lo vio alguien más, Marie?

– ¿A quién, rediós?

– Al venado, ¿lo vio alguien más aparte de Auguste y Félix?

– No sabría deciros… -La vieja hacía memoria con esfuerzo; parecía lista y despabilada (el hambre despabila al más tonto), pero su vida había sido dura y la mente no era, precisamente, la parte de su cuerpo que más había ejercitado-. Si, creo que sí, pero no estoy segura. No recuerdo bien si el hijo de Honoré, un leñador que vive más al norte, dijo que también lo había visto, o que le había parecido verlo…, no se.

– Está bien, no preocuparos. Seguid.

Auguste y Félix estaban entusiasmados con el animal. Le seguían por el bosque día y noche, pero no lo cazaron; ellos nunca cazaban y, además, dijeron que un animal así merecía morir a manos de un rey. Cuando Felipe el Bello se presentó con su séquito aquel día, fue Pascale quien le habló del ciervo y quien le contó las maravillas que los de Rouen habían contado sobre el animal.

– Y el rey, entonces, se lanzó entusiasmado en pos del venado de cuernas milagrosas.

– ¡Ji, ji, ji! ¡Ya lo creo! ¡Y se mató!

– Y ¿dónde estaban aquel día Auguste y Félix?

– Dijeron que no querían perderse la cacería y que subirían a aquel cerro. -Y lo señaló, a su derecha, con un dedo grueso, sucio y sarmentoso-. A aquél, sí, ¿lo veis?, para observarlo todo desde lo alto.

– ¿Iban armados?

– ¿Armados Auguste y Félix…? ¡Quia! Ellos nunca iban armados, ¿no os he dicho ya que no cazaban jamás?

– Pero sabían hacer vainas para puñales.

– ¡Y muy bien, por cierto! En la casa debo tener alguna, ¿queréis verla?

– No, no será necesario.

– Auguste y Félix no subieron armados al cerro. Aquel día sólo portaban sus cayados, que les servían para caminar mejor por el bosque y para abrirse paso entre los matorrales.

– ¿Y los perros, Marie, porque no estaban con el rey cuando fue atacado por el ciervo?

– El rey corría más que los perros.

– ¿Tan rápido iba?

– ¡Volaba! La jauría siempre va delante indicando el camino que sigue la presa, pero el rey creyó ver al ciervo en otra direcciónn, y se separó del grupo.

– ¿Y la trompa, por qué no hizo sonar la trompa cuando se perdió y le atacó el ciervo?

– No la llevaba.

– ¿No la llevaba? -me sorprendí-. Ningún cazador sale al campo sin su trompa.

– Así es, y el rey tenía una muy bonita atada al cinto, yo la vi. Era de tamaño mediano, de oro puro y piedras preciosas. ¡Debía valer una fortuna!

– ¿Y cómo es posible que después no la llevara?

– ¡Yo qué sé!… Sólo sé que Pascale estuvo una semana buscándola por la zona donde el ciervo embistió al rey porque decía que cuando le encontraron en el suelo gritando «La cruz, la cruz…», la trompa no estaba y que ya no debía llevarla encima cuando fue atacado porque no había llamado a sus compañeros. Ellos lo juraron.

– Pascale la buscaba para devolverla, naturalmente -comenté con soma.

– Naturalmente… -masculló Marie.

– Sólo quiero saber una cosa más, Marie. ¿Dónde están ahora Auguste y Félix?

– ¡Huy qué pregunta! ¡Eso no lo saben ni ellos!

– ¿Por qué? -quiso saber Jonás.

– Porque se marcharon a buscar trabajo en otra parte. Se quedaron por aquí hasta la Pascua y luego volvieron a Rouen. Poco después empezó el hambre. La gente se moría como los perros, peleándose por un bocado de pan. Nos visitaron un par de veces más, durante un año o así, y luego dijeron que se iban a buscar trabajo en Flandes, en las fábricas de telas. No hemos vuelto a saber de ellos -Marie se arrellanó cómodamente en su asiento de madera y paja, dando por terminada la conversación-. ¿Habéis encontrado lo que buscabais para complacer al rey?

– Si -respondí poniéndome de pie; Jonás me imitó-. Le diré que me habéis ayudado satisfactoriamente.

La vieja, desde su asiento, nos contempló a ambos con curiosa atención.

– Si no fuera por lo que habéis… diría…

Zanjé el asunto bruscamente. Yo, que me precio de ser tan sublime en mis mentiras, me comporto como un aprendiz cuando las cosas se salen del ámbito de lo acostumbrado.

– ¡A caballo, Jonás! ¡Adiós, Marie, os deseo que disfrutéis de vuestro dinero, es un dinero que habéis ganado gracias al Papa!

Dos días después de que Jonás entregara mi carta a Beatriz d‘Hirson -de aquella manera tan sumamente discreta y moderada-, llegó por fin su respuesta de la mano de un viejo criado que temblaba, al entregármela, como una hoja sacudida por un vendaval. Viéndole escapar escaleras abajo con la rapidez de un muchacho, deduje que su miedo, por otra parte injustificado, debía ser un pálido reflejo del que había visto en su dueña al recibir de ella la nota que ahora estaba en mis manos.

Aquel día me sentía cansado y con un ligero sabor amargo en algún lugar del alma que no era capaz de identificar, así que eché a Jonás a la calle -que se marchó muy contento, libre como los pájaros y con ganas de aventura-, y me senté cómodamente, con los ojos entrecerrados y todo el cuerpo en actitud de meditación, para intentar aclarar los pensamientos y los sentimientos que se agitaban en mi interior desde hacia tiempo sin que les prestase atención. Había olvidado por completo mis estudios de la Qabalah -el Sefer Yetzirah, el Libro de la Creación, y el Zobar, el Libro del Esplendor-, había olvidado también el desarrollo de mi vida interior, de mi espíritu, la comunicación con la Deidad… Y me sentía agitado y atormentado por recuerdos del pasado, lo mismo que un castillo sitiado por un poderoso ejército de fantasmales mesnadas. Necesitaba un poco de paz. Me concentré, primero, en mi respiración, y luego en mis atormentadas emociones. Ahora estaba en casa. Serénate, Galcerán, tienes que recobrar el sosiego, me dije, no es propio de ti dejarte atrapar por estas amarguras. Podrás encontrar la paz en cuanto regreses a Rodas, en cuanto subas de nuevo las laderas del monte Ataviro, en cuanto descanses en las playas de fina arena escuchando el ruido del mar del Dodecaneso… Pero, para volver a Rodas, tienes que acabar cuanto antes con este trabajo que te ha encomendado Su Santidad y dejar a Jonás en Taradell, con sus abuelos. Entonces te recuperarás a ti mismo y volverás a estar tranquilo.