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Y arrastró hacía mi dos de los seis escudos que tenía delante de ella. Me hizo gracia el juego y los cogí.

– Habéis acertado en todo -dije.

– Así que monje -sonrió-. Pero no un monje de convento ni un clérigo de iglesia. ¿Qué tipo de monje podéis ser? Alguien presto a sacar la espada -comenzó a enumerar-, alguien que pregunta sobre secretas intrigas palaciegas, alguien que viaja con un escudero… Sin duda, debéis pertenecer a alguna Orden Militar. ¿Sois templario? ¿Quizá hospitalario?

Arrastró otros dos escudos de oro hacia mí.

– Pertenezco a la Orden de Montesa, señora.

– ¿Montesa? No sé, no recuerdo haberla oído nombrar.

– Es una Orden creada recientemente por el rey Jaime II de Aragón en el reino de Valencia.

– ¡Ajá!… Bien, entonces estos dos escudos no los habéis ganado -y los recuperó atrayéndolos hacia ella-. No sabéis mentir, sire.

– Ahora me toca a mi -observé escamado-. ¿Vino a vuestra casa la dama de compañía de Mafalda d‘Artois, Beatriz d‘Hirson, para pediros algo que hiciera regresar a su lado a su amante Guillermo de Nogaret?

– Si. Vino -afirmó, ratificando sus palabras con un gesto de la cabeza-. Quería un hechizo que devolviera la paz al guardasellos real y que, al mismo tiempo, actuara como un filtro de amor.

– ¿Y le proporcionasteis ambas cosas?

– Sí.

– ¿En la vela?

– Si, en la cera de la vela.

– También le pedisteis cenizas de la lengua de uno de los hermanos D‘Aunay para atraer el poder del demonio.

– Es cierto. Mafalda d‘Artois tiene esas cenizas y le pedí a Beatriz d‘Hirson que me trajera una cantidad muy pequeña, apenas nada, lo suficiente para mezclarlas con la cera y proferir los sortilegios necesarios.

Los escudos de oro comenzaban a formar una montaña entre las manos de Sara.

– Pero en la vela había algo más…

– Si, es verdad.

– ¿Qué más había?

– Cristal blanco y Serpiente del Faraón.

– ¡Mercurio combustible y aceite de vitriolo!

– ¡Vaya, pero si también sois un experto alquimista!

– ¿Por qué, señora, por qué añadisteis el mercurio y el ácido a la mezcla?

– Vais a perder mucho dinero si andáis repitiendo las preguntas dos veces. Ya os dije antes que no fui yo quien preparó el veneno.

La miré directamente a los ojos y me di cuenta que para bregar con aquella mujer no tenía más que dos opciones: una, ofrecerle a cambio del nombre del envenenador una suma de dinero tal que no pudiera rechazarla, y dos, dar por ciertas mis sospechas sobre los templarios y esperar que cayera en la trampa. Decidí jugar fuerte con las dos.

– Está bien, señora, veo que el asesino es alguien que merece vuestra confianza o que os pagó un precio tan alto por vuestro silencio que mis escudos de oro no son más que calderilla para vos. Pero si así fuera, si poseyerais tanto dinero, seguramente ya no viviríais aquí, ni os dedicaríais a la hechicería, por lo tanto la segunda posibilidad queda eliminada y sólo nos queda la primera: el asesino es alguien a quien apreciáis.

– Repito, mi señor, que sois un majadero -afirmó apoyando las palmas de las manos sobre el borde de la mesa y echando el cuerpo hacia adelante como para ganar mí espacio físico. Lo cierto es que estaba muy hermosa; sin querer, me fijé que las guedejas de pelo blanco le empezaban a caer suavemente por los lados de la cara y, mientras tanto, el grajo repetía: «¡Majadero, majadero!»

– ¿He dicho algo incorrecto?

– De momento lo que no me habéis dicho todavía es vuestro nombre.

– Tenéis razón. Lo lamento. Mi nombre es Galcerán, Galcerán de Born, y soy médico. Y el nombre de mi escudero es García, pero prefiero llamarle Jonás.

– Hermosa simbología… -observó; ¿por qué estaba empezando a sospechar que aquella hechicera judía había adivinado el vínculo que me unía con Jonás?-. Pero escuchad, pues esta charla se está prolongando mucho y deseo que os marchéis cuanto antes: el asesino, como vos le habéis calificado, no era un solo hombre sino dos, dos caballeros dignos y honorables que gozan de mi absoluta confianza y de toda mi estima. En una ocasión, hace mucho tiempo, ambos salvaron a mi familia de morir en la hoguera -su voz se tomó de pronto opaca y cruel-. Mi padre era el prestamista más importante del barrio judío y tenía incontables enemigos entre los gentiles, que estaban deseando verle arder en el fuego de la Inquisición. Alguien le acusó falsamente de haber apuñalado y quemado una hostia consagrada. ¡Menuda necedad! Tuvimos que abandonar a toda prisa nuestra casa y escapar con las manos vacías para salvar nuestras vidas. Los dos caballeros que os he mencionado nos ayudaron a huir, nos dieron refugio y nos ocultaron hasta que el peligro pasó. Como comprenderéis, tenía una deuda tan inmensa con ellos que me ofrecí a colaborar en cuanto solicitaron mi ayuda. Es cierto que, contra mi deseo, me pagaron una considerable suma de dinero, mucho mayor, probablemente, de lo que podáis suponer, pero ¿por eso debería abandonar mis artes? Cada cual ejerce un oficio en esta vida, y yo soy hechicera, y me gusta serlo, y no dejaría de serlo aunque tuviera tres veces la cantidad que mis amigos me pagaron.

– Deduzco, pues, que vuestros amigos eran templarios y que vos y vuestra familia os refugiasteis en la fortaleza del Marais huyendo de la justicia real y de la Inquisición.

– Habéis acertado -exclamó sorprendida-. ¡Estos dos escudos son vuestros!

– ¡Dejaos de juegos, señora! -grité dando un doloroso puñetazo sobre mi propia rodilla-. ¿Veis esta bolsa? Contiene cien escudos y cien florines de oro. ¡Tomadla, es toda vuestra! Pero no sigáis tejiendo encajes en torno a mi cabeza porque no estoy dispuesto a aceptarlo. ¡Quiero los nombres de vuestros amigos y los quiero ahora! ¡Sabed que no corren ningún peligro, que mi boca no les denunciará! Sólo estoy buscando la verdad. Sólo quiero averiguar si Guillermo de Nogaret murió a manos de los templarios o no.

Sara se echó a reír a carcajadas.

– ¡Pero si ya os lo he dicho! Estáis tan furioso que no os habéis dado cuenta de que ya os he confirmado que mis amigos habían preparado el veneno y que, en efecto, eran templarios.

Estaba harto de aquella maldita mujer. Antes de que Jonás se me acercara y me susurrara al oído un estúpido «Es verdad, sire, ya os lo ha dicho», tuve que reconocer que era endiabladamente ingeniosa y que me ganaba en enredos.

– Además, micer Galcerán, desgraciadamente, y aunque desconozco para qué queréis esta información, en estos momentos puedo deciros sus nombres sin peligro para ellos, puesto que uno ya no está en Francia, y no volverá jamás… -me pareció notar en su voz un resto de amargura-, y el otro está preso en los calabozos del rey. Qué ironía, ¿no os parece? Mi amigo está encarcelado precisamente en los calabozos de la fortaleza del Marais, la fortaleza que antes fuera su casa y que ahora es su prisión.

– ¿Detenido? ¿Bajo qué acusación?

– ¡Es tan grotesco! -silabeó-. Está detenido por asesinar al rey Felipe el Bello y, siendo cierto, ni siquiera su acusador, el rey Felipe el Largo, cree que sea culpable de verdad de ese delito.

– No entiendo ni una palabra.