Me miró con conmiseración.
– Cuando murió Felipe IV se rumoreó que lo habían matado los templarios, pero mis amigos hicieron un buen trabajo y no pudieron encontrar pruebas para demostrarlo, supongo que conocéis los hechos, ¿o no? -Asentí con la cabeza-. Entonces subió al trono su hijo mayor, el rey de Navarra, Luis X, que murió súbitamente a los dos años de ser coronado, dejando viuda y preñada a su esposa Margarita, que poco tiempo después dio a luz un varón. Todo el mundo estaba satisfecho, menos Mafalda d‘Artois, naturalmente. Le llamaron Juan, el rey Juan I, y mira por donde, muere también misteriosamente al poco de nacer. Le ha llegado el turno, por fin, a Felipe de Poitiers, el actual rey Felipe V el Largo, casado con Juana de Borgoña, hija de Mafalda d‘Artois. ¿Lo entendéis ya?
– Lamento tener que reconocer que no sé adónde queréis llegar.
– Felipe el Largo, con cierta parte de razón, está convencido de que su suegra Mafalda ha sido la artífice de todas las muertes que os he mencionado: la de su padre, la de su hermano mayor y la de su sobrino recién nacido. Y lo mismo que el rey, lo piensa también toda la corte y todo el reino. El gran sueño de Mafalda d‘Artois había sido siempre que alguna de sus dos hijas llegara a reina de Francia. (por eso las casó con dos de los tres hijos del rey, Felipe y Carlos, puesto que el mayor, Luis, ya estaba comprometido con Margarita). Mafalda quiere ver a sus descendientes sentados en el trono de este país al precio que sea, y parte de ese precio lo pagó envenenando a Luis X y a su hijo Juan I.
– Pero el rey Felipe el Largo -dije yo continuando con su argumento- no está tranquilo. En cualquier momento alguien puede echarle en cara que es rey porque su suegra le ha despejado el camino.
– Exacto. El pobre infeliz sólo está equivocado al creer que Mafalda también mató a su padre. Ése es el único crimen que ella no cometió, pero como no lo sabe con certeza se siente inseguro. ¿Qué hacer?, se pregunta. Organiza entonces una ridícula batida para atrapar a los pocos templarios que quedan sueltos por París, aquellos que, por los motivos que fuera, se reconocieron culpables de las necias acusaciones de su padre y de Nogaret y que, por eso mismo, fueron condenados a castigos menores y casi inmediatamente puestos en libertad. La excusa para estas nuevas detenciones fue imputarles la muerte de Felipe el Bello, librando así de sospechas a Mafalda d‘Artois y, con ello, legitimando y limpiando su propia coronación.
– ¡Qué barbaridad! -dejó escapar Jonás completamente absorto en el relato; a los jóvenes les gustan en exceso esta clase de historias.
– Mi amigo Evrard estaba ya gravemente enfermo y no pudo escapar a tiempo de París, y ahora -dijo rabiosa, echando fuego por los ojos- se está muriendo en la prisión, injustamente acusado por un crimen que si cometió.
– ¿Habéis dicho Evrard…? -pregunté con la poca voz que conseguí sacar, a duras penas, de mi cuerpo.
– ¿Es que le conocéis? -se sorprendió. ¿Conocerle…?, pensé. No. En realidad, sólo le había visto
una vez, hacía muchísimos años, y eso no era conocer a una persona. Evrard… Evrard y Manrique de Mendoza.
Yo tenía pocos años más que Jonás cuando Manrique, el hermano de Isabel, volvió al castillo de su padre después de pasar largos años en Chipre, donde se había establecido la cúpula de su Orden desde la pérdida de la ciudad siria de San Juan de Acre en 1291. Manrique era caballero templario y llegó acompañado por su amigo Evrard. Durante las pocas semanas que pasaron en el castillo, nos contaron interminables historias de cruzados, de batallas, de monarcas y guerreros… Nos hablaron del gran caudillo moro Salah Al-Din [5], del rey leproso, de la piedra negra de La Meca, del «Viejo de la Montaña» y sus fanáticos seguidores, los Asesinos, del agua dulce del lago de Tiberíades, de la pérdida de la Verdadera Cruz en la batalla de Hattina… Isabel, la madre de Jonás, adoraba a su hermano mayor, y yo, simplemente, la adoraba a ella. Aquellas noches inolvidables, mientras Manrique y Evrard contaban sus historias junto al fuego en el noble salón de armas del castillo de los Mendoza, yo, desde la oscuridad, contemplaba en silencio el hermoso rostro de Isabel iluminado por las llamas, ese rostro que su hijo me devolvía ahora, día tras día y semana tras semana, como si fuera el retrato perfecto de su madre. Ella sabia que yo la miraba y todos sus gestos, y sus sonrisas, y sus palabras, estaban dirigidos a mí. Los nombres de Manrique y Evrard habían quedado ligados para siempre en mí memoria a los preciosos recuerdos de los años que, primero como paje y luego como escudero, pasé en la fortaleza de los Mendoza, levantada junto al río Zadorra, en tierras de Álava.
– ¿Es que le conocéis? -repitió Sara.
– ¿Qué…? ¡Ah, sí, si…! Lo conocí hace muchos años, tantos que casi lo había olvidado. Decidme… vuestro otro amigo, el compañero de Evrard, ¿se llama Manrique, Manrique de Mendoza?
La cara de la hechicera se tomó de pronto en una máscara rígida, en un agujero por el cual cruzó sin detenerse un relámpago de ira y tristeza.
– ¡También conocéis a Manrique! -musitó.
Al parecer Sara y yo compartíamos sentimientos similares de pérdida y añoranza por dos miembros distintos de la misma familia. ¿No era como para echarse a reír? Me había pasado la vida huyendo de mis fantasmas para venir a encontrarme con ellos en la humilde casa de una bruja del barrio judío de París. Necesitaba tiempo para ordenar mis ideas, pero no lo tenía.
– Decidme, Sara, ¿qué le pasa a Evrard?
– Se está muriendo. Tiene unas fiebres terribles, está en los huesos y, últimamente, apenas sí recobra la conciencia.
– ¿Es que acaso os permiten visitarle? -pregunté desconcertado.
Sara soltó una carcajada.
– No, no me dejan, pero no necesito el permiso de nadie para atender a Evrard. Recordad que está encerrado en las mazmorras de la fortaleza en la que yo me críe.
– ¿Queréis decir que conocéis algún acceso secreto?
– Eso mismo. Veréis, el subsuelo de Paris está agujereado por cientos de túneles y galerías que conectan con las antiguas alcantarillas romanas. En el lado izquierdo del río hay tres montes: el Montparnasse, el Montrouge y el Montsouris. Sus entrañas fueron agujereadas y explotadas como canteras desde tiempos anteriores a los romanos. Son largos corredores que cruzan el río y la ciudad por debajo y que llegan hasta otro monte, el Montmartre. Con el paso de los siglos fueron quedando en el olvido y hoy día ya nadie recuerda su existencia. Los templarios, sin embargo, utilizaban estos túneles para guardar objetos valiosos, para ocultar parte del tesoro de la corona cuando eran sus guardianes y para celebrar algunas de sus ceremonias privadas.
– ¿Y por qué los conocéis vos?
– Porque por ellos escapamos de los guardias del rey -recordó con rabia-. Luego, ya más mayor, con otros niños que también vivían en la fortaleza, volví a visitarlos, aunque a escondidas, naturalmente. Estos túneles, en su mayoría, están cegados. Las paredes se desmoronaron, especialmente en las galerías que pasan bajo el río. Pero nuestra zona, la que comunica el barrio judío con la fortaleza, se encuentra en buen estado porque los caballeros apuntalaron y reforzaron las bóvedas. De todos modos hay que conocer bien los subterráneos; si no se conocen quizá se pueda entrar, aunque es difícil, pero desde luego no se puede salir.
– Y vos utilizáis esas galerías para llegar hasta Evrard.
Sara sonrió sin decir nada.
– Llevadme hasta él -le supliqué-. Llevadme hasta vuestro amigo.
– ¿Por qué?
– Por varias razones. La primera porque soy médico y puedo, si no sanarle, al menos ayudarle; la segunda porque Evrard me conoce, y la tercera porque él es mi última esperanza para obtener las pruebas que necesito y poder volver a mi casa. No puedo pagaros nada; os di todo mi dinero. Pero si de veras apreciáis a vuestro amigo, me llevaréis hasta él.