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– ¡El Bafometo!… ¡Ocultad el Bafometo! -gritaba Evrard, tenso como la cuerda de un arco-. ¡No deben encontrar nada, nada! ¡El Arca de la Alianza! ¡Los libros! ¡El oro!

– ¡El Arca de la Alianza! -exclamé impresionado-. Así que era cierto, tenían el Arca de la Alianza.

– Oh, vamos, frey hospitalario de San Juan, ¿también vos vais a creer en esas patrañas? -me reprochó Sara, pronunciando con sarcasmo mi recién descubierta identidad sanjuanista. Era evidente que había escuchado con atención mi conversación con Evrard.

Un rato después, los gritos de Evrard habían cesado y su respiración sonaba compasada. De vez en cuando emitía algún gimoteo, como si fuera un niño, o un lamento, pero su propia locura colaboraba con la pócima para apartarle poco a poco del sufrimiento y, por desgracia, también de la vida.

– No pasará de esta noche; como mucho de mañana, pero no más.

– Lo sé -repuso ella, adelantándose y tomando asiento en una de las esquinas de la piedra cubierta de paja sucia que servía de lecho a Evrard.

Permanecimos hasta la alborada velando al enfermo en silencio. Mi misión había terminado. En cuanto el viejo templario hubiese muerto, regresaría a Aviñón, a informar a Su Santidad de que no había podido encontrar las pruebas necesarias para confirmar sus sospechas, y, poco después, volvería a Rodas, a continuar con mi trabajo en el hospital. En cuanto a Jonás, le facilitaría el regreso a Ponç de Riba, tal como él deseaba, y dejaría que el destino se ocupara del secreto de su vida. Si su madre había renunciado a él para siempre, ¿por qué yo, su padre, no podía hacer lo mismo? A fin de cuentas, ¿qué importancia puede tener un bastardo más en esta vida? En cualquier caso, me dolía separarme de mi hijo. Supongo que la ausencia total de sentimientos en mí interior durante tanto tiempo me dejaba indefenso ante la idea de perderle.

La hechicera y yo nos marchamos cuando las primeras luces del nuevo día se colaron por un pequeño ventanuco situado a la altura del techo, dejando al moribundo profundamente dormido. Le esperaba, si sobrevivía, una larga jornada de agonía en soledad.

Cuando regresé a la hospedería, Jonás me esperaba despierto.

– Quiero saber por qué no me habéis dejado acompañaros.

– Tenía varias razones -le expliqué dando un bostezo y dejándome caer sobre la cama, agotado-. Pero la principal, si quieres saberlo, era tu seguridad. Si nos hubieran cogido, no hubieras tenido más futuro que el de ese pobre viejo que se pudre en la mazmorra. ¿Era ése tu deseo?

– No. Pero también vos corríais peligro.

– Cierto -murmuré adormilado-. Pero yo ya he vivido mi vida, muchacho, mientras que tú tienes todavía muchos años por delante.

– He decidido seguir con vos -dijo humildemente.

– Me alegro, me alegro mucho. -Y me dormí.

Cuando Sara y yo volvimos la noche siguiente a la fortaleza, Evrard, sorprendentemente, todavía vivía. El opio le había ayudado a resistir, aunque no le había devuelto la cordura. Sin embargo, con la nueva aurora, el viejo templario exhaló el último suspiro tras algunas convulsiones y su cabeza gris se torció hacia un lado hasta quedar inmóvil y con la boca abierta. En honor del pasado, yo me alegré por haberle ayudado a marcharse en paz, aunque eso me hubiera impedido aclarar ciertos detalles que quedarían ocultos para siempre. Debo reconocer que, de algún modo, este pensamiento me dolió. Sara le pasó dulcemente la palma de la mano sobre el rostro para cumplir con el triste rito de cerrarle los ojos. Después se inclinó sobre él y le dio un beso en la frente, le arregló las ropas, le quitó de debajo la paja sucia y, juntando las manos, invocó a su Dios, Adonai, salmodiando hermosas plegarias por el alma de Evrard. También yo recé; lamentaba que aquel pobre hombre hubiera muerto sin el auxilio de los sacramentos de la confesión y la extremaunción, aunque en el fondo no estaba seguro de que los hubiera deseado, entre otras cosas, porque los templarios sólo pueden ser atendidos por sus propios fratres capellani, para garantizar así la inviolabilidad de sus secretos.

Terminamos nuestras oraciones y, mientras Sara recogía los bártulos, yo me dispuse a retirar cualquier señal de nuestra presencia; antes o después acabarían por darse cuenta de que aquel preso estaba muerto y tendrían que entrar para llevarse el cuerpo y quemarlo. De pronto, al hilo de estos pensamientos, algo muy sencillo llamó poderosamente mi atencion: ¿por qué no se veían por ninguna parte objetos pertenecientes a Evrard? Por más que miraba, no encontraba nada que delatara la presencia de una persona en aquella celda durante largo tiempo, aparte, naturalmente, del cuerpo muerto del templario. Tenía que haber algo, me dije, alguna cosa, como hay siempre en cualquier mazmorra habitada por un condenado: algún manuscrito, utensilios, papeles, pertenencias… Es propio de los presos atesorar bienes pequeños e insignificantes que, para ellos, tienen un inmenso valor; pero, curiosamente, Evrard parecía no haber estado allí jamás, y eso no tenía sentido.

– ¿Cuánto tiempo ha estado Evrard encerrado en esta celda? -pregunté intrigado a la hechicera. -Dos años.

– ¿Dos años y no tenía nada propio, por poco que fuera?

– Sí, sí tenía -me respondió Sara señalando hacia un rincón con la cabeza-. Su cuchara y su escudilla están allí.

– ¿Y nada más?

La hechicera, con su bolsa colgada ya al hombro, me miró fijamente. Por sus pupilas cruzó primero una duda y luego una certeza. Supe, de repente, que no todo estaba perdido.

– Hace una semana, sabiendo que iba a morir -musitó-, me entregó unos papeles que guardaba en su camisa. Me pidió que los destruyera, pero no lo hice. Creo que vuestros piadosos servicios bien merecen que os los deje ver.

Mi impaciencia no tenía límites. Le supliqué que regresáramos cuanto antes para poder examinar aquellos documentos y la hice correr por las galerías de piedra hasta que ambos quedamos exhaustos. Los gallos cantaban en los tejados cuando salimos a cielo abierto por la boca del pozo.

– No sé si hago bien -comentó mientras salíamos de la casa abandonada-. Si Evrard me pidió que quemara esos papeles debería cumplir sus deseos. Quizá haya en ellos cosas que vos no debéis conocer.

– Os juro, mi señora Sara -le respondí-, que, encuentre lo que encuentre, sólo haré uso de aquellas cosas que realmente sirvan al cumplimiento de mi deber; el resto lo olvidaré para siempre.

No parecía estar muy convencida, pero cuando llegamos a su casa extrajo de debajo del jergón unos pliegos amarillos y sucios que me entregó con gesto de culpabilidad. Los cogí atropelladamente y me abalancé hacia la mesa de la sala, desplegándolos con cuidado para no romperlos. En ese momento me sentí un poco mareado, con algo de angustia en la boca del estómago, y tuve que sentarme en uno de los taburetes para poder seguir con mí tarea; ningún malestar físico producido por un par de noches en vela iba a detenerme ahora.

El primero de los papeles contenía el burdo dibujo de un imago mundi [6], hecho con prisas y poca precisión. Dentro de un cuadrado representando el océano universal, había un círculo rodeado por doce semicírculos con los nombres de los vientos: Africus, Boreas, Eurus, Rochus, Zephirus… En el interior, la Tierra dividida en forma de T con los tres continentes que totalizan el mundo: Asia, Europa y África, en cuya intersección destacaban, una junto a otra, Roma, Jerusalén y Santiago -los tres ejes del mundo, los Axis Mundi-y, al norte, el Jardín del Edén. Aquel imperfecto imago mundi reflejaba también las constelaciones celestes superpuestas a la Tierra, probablemente buscando un orden cósmico concreto en alguna fecha determinada, y situando el Sol y la Luna en el extremo izquierdo.

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[6] A diferencia del mapamundi, es una imagen del mundo que obedece a las ideas de un orden preestablecido por Dios (según san Agustín), el cual abarca toda la creación. La noción de la imago mundi comprende, por tanto, la Tierra y el Cosmos. Enciclopedia de Los símbolos, de Udo Becker.