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Con infinita delicadeza desplegué, encima de la primera, la segunda hoja, una lámina de tamaño algo menor llena de guarismos ordenados en columnas acompañados por fechas en hebreo y siglas latinas. La mano que había hecho aquellas anotaciones -el color de la tinta reflejaba el paso del tiempo entre las primeras y las últimas- era la misma que había dibujado las letras del imago mundi, así que deduje que ambos documentos estaban hechos por Evrard. Después de dar muchas vueltas, concluí que debía tratarse de un registro de actividades llevado a cabo durante unos diez años, desde mediados del mes judío de Shevat del año 5063, es decir, desde principios de febrero de 1303, hasta finales de Adar del 5073. Intenté descubrir, haciendo suposiciones, qué clase de actividades eran aquellas que tan cuidadosamente había ido anotando el viejo templario, pero ningún dato lo dejaba entrever. En cualquier caso, pensé, si se trataba de partidas de oro sacadas clandestinamente de París, la cantidad era mucho más que inconmensurable. El tercer pliego contenía, por fin, lo que tanto había buscado: la copia manuscrita de una carta firmada por Evrard y Manrique comunicando a un remitente desconocido el éxito de su misión, la perfecta ejecución de lo que llamaban «El desagravio de Al-Yedom», o lo que era lo mismo, la maldición de Jacques de Molay.

Me incorporé complacido, soltando una profunda exclamación de satisfacción. Ahora, me dije, el papa Juan XXII tendría tanto miedo de ser asesinado que no dudaría en dar al rey de Portugal la autorización para crear la nueva Orden Militar de los Caballeros de Cristo. Mi trabajo, al menos la parte relativa a lo que ya podía calificarse como los asesinatos del papa Clemente V, del rey de Francia Felipe IV el Bello y del guardasellos Guillermo de Nogaret a manos de los templarios, estaba acabado. Sólo debía entregar aquel documento en Aviñón y volver a casa.

Pero todavía quedaba un cuarto pergamino, un pedazo en realidad, no mucho mayor que la palma de mi mano. Me incliné nuevamente sobre la mesa y lo examiné. Se trataba de un curioso texto en hebreo carente de significado:

Era incomprensible. El alfabeto utilizado no pertenecía a la lengua judía, al menos no a la lengua judía que yo creía conocer muy bien.

– Sara -la llamé para solicitar su ayuda-, fijaos en esto. ¿Tenéis idea de lo que quiere decir?

La hechicera se asomó por encima de mi hombro.

– Lo siento -exclamó soltando un bufido y alejándose-. No sé leer.

¿Qué demonios significaba aquel disparate? De todos modos no era el momento más adecuado para ponerme a investigar; me sentía cada vez más mareado y con más necesidad de dormir unas cuantas horas. Con qué añoranza recordaba mi juventud, cuando podía pasar dos, y hasta tres, días sin dormir y sin que mí cuerpo se resintiera. La edad no perdona, me dije.

– No tenéis buen aspecto -comentó Sara observándome detenidamente-. Creo que deberíais tumbaros en mi jergón y descansar un poco. Estáis verdoso.

– Lo que ocurre es que ya soy viejo. -Sonrei-. Lo siento, aunque me gustaría dormir un par de horas, debo marcharme. Jonás está solo en la hospedería.

– ¿Y qué? -farfulló tirando de mil por el jubón y levantándome del asiento-. ¿Es que se va a morir de miedo si vos no aparecéis? Si es un muchacho sensato, y lo parece, vendrá a buscaros a esta casa.

Agradecí profundamente que alguien tomara decisiones por mí en aquel momento. La verdad es que estaba terriblemente cansado, como si la idea de haber terminado con aquella misión hubiera relajado mi cuerpo y hubiera dejado caer sobre él todo el cansancio acumulado durante muchos, muchos años… Una sensación absurda, pero así fue como lo sentí.

Las mantas de la hechicera desprendían aroma a espliego.

Nos despedimos de Sara y de París a finales de julio, y emprendimos tranquilamente el camino de regreso hacia Aviñón. La relación entre Jonás y yo había perdido toda la tensión acumulada durante las pasadas semanas y volvía a ser grata y estimulante: establecimos una pugna para ver cuál de los dos resolvía antes el enigma del cuarto pergamino -Sara, con muchas reticencias, nos había hecho entrega de éste y de la copia manuscrita de la carta inculpatoria de Evrard, que yo entregaría próximamente al Papa en Aviñón-, así que, cada uno por su lado luchaba por desentrañar el misterioso mensaje. Aunque yo tenía una idea bastante aproximada de cómo resolver el enigma, lo cierto es que no ponía mucho interés en hacerlo, pues no quería ganar sin dar tiempo al muchacho para aprender todo el hebreo que pudiera durante el viaje; y, era tal su belicosidad, que aprendía a velocidades vertiginosas con tal de derrotarme en la liza. Tenía orgullo, desde luego, y yo disfrutaba con ello. «A fin de cuentas -me repetía constantemente- no deja de ser mí hijo, y, además, siempre será mi único hijo, pues mis votos me impiden tener más descendencia.» A lo largo de los últimos días, y después de muchas reflexiones, había llegado a la conclusión de que debía darle a conocer cuanto antes la verdad sobre su origen. Tenía que ponerle al corriente del asunto antes del regreso a Barcelona y dejar que él, luego, obrara en consecuencia. En caso de que quisiera regresar al cenobio, yo, naturalmente, no le pondría trabas, pero si no era ése su deseo, lo dejaría al cuidado de mis familiares, en Taradell, para que lo educaran como a un De Born en el solar de la familia. Deseaba sentirme orgulloso de mi hijo algún día. En cuanto a los Mendoza…, mejor era no pensar en ellos.

En Lyons cambiamos de ruta para no pasar por Roquemaure. Aquel infeliz de François podía ser un peligro para nosotros si volvíamos a encontrarlo, así que doblamos hacia Vienne y bajamos por el territorio de Dauphiné hasta Provence, entrando en el Comtat Venaissin y en Aviñón por Oriente. Fue una jornada después de salir de Vienne, al anochecer, cuando Jonás resolvió el problema del mensaje: ¡Lo tengo, lo tengo!

Yo estaba distraído en aquel momento contemplando el cielo -una hermosa puesta de sol por Orión-, y no presté atención a lo que decía.

– ¡Lo he resuelto, lo he resuelto! -clamó, indignado por mi indiferencia-. ¡He descifrado el mensaje!

Tal y como yo había supuesto, se trataba en realidad de una simple permutación de alfabetos. Empecé a sacar tranquilamente de las alforjas pan y queso para la cena.

– Fijaos, sire -comenzó a explicarme-. El que escribió el mensaje no hizo sino cambiar unas letras por otras, conservando las equivalencias. Lo que nos ha despistado tanto tiempo ha sido, probablemente, la pronunciación. Si rechazamos la lectura hebrea del mensaje y lo articulamos en su equivalente latino, ¿qué tenemos?

– Pi‘he feér bai-codí… -pronuncié dificultosamente, leyendo el pergamino.

– No, no. En latín, sire, en latín.

– ¡Esto no puede leerse en latín! -protesté mientras tragaba una miga de pan mojada en vino.

Jonás sonrió satisfecho, con el pecho henchido de inmodestia.

– No, si como vos, sabéis hablar el hebreo. Vuestro propio conocimiento os vuelve ciego y sordo, sire. Pero si olvidáis todo lo que sabéis, si os ponéis al nivel de un estudiante como yo, entonces lo veréis muy claro. Observad que la primera letra es la feh.

– Cuya lectura correcta -apunté para molestarle-, delante de la vocal qibbuts, es, si no me equivoco, pi o pu.

– ¡Ya os he dicho que olvidéis todo lo que sabéis! Es posible que suene pi o pu en hebreo, pero en latín suena fu.

– ¿Cómo es eso? -inquirí interesado.

– Porque, según me habéis enseñado, la feh puede actuar también como ph. Así que, leyendo del modo en que lo haría un ignorante, el mensaje diría… ¿queréis escucharlo?