Para comenzar nuestra falsa peregrinación, tanto Jonás como yo necesitábamos asumir nuevas personalidades que nos protegieran de los peligros con los que, evidentemente, íbamos a encontrarnos. Tras mucho pensar, y para no retorcer en exceso la cuerda de la mentira -ya llegaría la hora de hacerlo a conciencia-, yo me convertí en aquello que hubiera llegado a ser de forma natural de no haber seguido los dictados del espíritu y el conocimiento, es decir, me convertí en el caballero Galcerán de Born, segundo hijo del noble señor de TaradelL, viudo reciente de una prima lejana, que peregrinaba hasta el solar del Apóstol en compañía de su primogénito, García Galceráñez, para pedir perdón por antiguas faltas cometidas contra su joven y fallecida esposa. La trama se completaba con la penitencia impuesta por mi confesor de recorrer el Camino en la pobreza más absoluta, haciendo uso, por toda riqueza, de la generosidad de las gentes. Por fortuna, según el propio Codex Calixtinus:
Peregrini sive pauperes sive divites a liminibus Sancti Jacobi redientes, veL advenientes, omnibus gentibus caritative sunt recipiendi et venerandi. Nam quicum que illos recepent et diligenter hospicio procuraverit, non solum beatum Jacobum, verum etiam ipsum Dominum hospitem habebit. Ipso Domino in evangelio dicente: Qui vos recipit me recipit [10].
Jonás, que desde nuestra salida de Ponç de Riba iba perdiendo desvergonzadamente el pelaje de respetuoso y humilde novicius, protestó enérgicamente:
– ¿Por qué no podemos hacer esa dura peregrinación con algo de comodidad? ¡Es terrible pensar en lo que nos espera! Creo que no me apetece acompañaros.
– Tú, García Galceráñez, vas a venir conmigo hasta el final, quieras o no quieras.
– No estoy de acuerdo. Deseo volver a mi monasterio.
¡Paciencia, paciencia!
– ¿Otra vez con lo mismo? -exclamé, soltándole un papirotazo.
Por fin, el jueves 9 de agosto cruzamos a pie las murallas de Aviñón y dejamos atrás el soberbio Pont St.-Bénézet, sobre el negro Ródano, cuando todavía la luz del sol asomaba escasamente en el cielo. No tardamos mucho en encontrarnos con el primer grupo de peregrinos que, como nosotros, se encaminaba hacia Arlés. Se trataba de una nutrida familia teutona la cual, junto con sus parientes cercanos y todos sus criados, se dirigía a Santiago para consumar una vieja promesa. Aquel primer mediodía comimos de su comida y bebimos de su vino, pero, al atardecer, los teutones se dieron cuenta de que perdían mucho tiempo sofrenando el paso de sus carros y sus caballos para ajustarse a nosotros, que íbamos a pie, y se despidieron alegremente, con grandes muestras de simpatía. Les dijimos adiós con alivio -no hay gente más amable y pesada que la germana-, y volvimos a quedarnos solos en el camino. Al caer el sol, encendimos una hoguera junto al río y dormimos al raso, escuchando el incansable croar de las ranas.
Tardamos todavía media jornada más en llegar hasta Arlés, y lo hicimos en un estado realmente lamentable: en primer lugar, ni el muchacho ni yo estábamos acostumbrados a caminar tanto, así que las sandalias de cuero nos habían lacerado las carnes hasta casi dejar los huesos al aire; y, en segundo lugar, la cojera nos había obligado a recorrer las últimas millas con unos balanceos mortificantes, así que, además de las llagas y las úlceras ensangrentadas, sufríamos de multitud de dolores en todas las partes del cuerpo comprendidas entre el pelo de la cabeza y las uñas de los pies. Si al menos hubiéramos podido alojamos en una hostería como la de París, habríamos descansado de nuestras penas sobre buenos jergones de paja, pero la penitencia de pobreza impuesta por el inexistente confesor del inexistente caballero de Born nos negaba, incluso, ese mísero consuelo. Dicha penitencia no era un capricho necio por mi parte, aun cuando Jonás no pudiera verlo de otra forma. El hecho de tener que depender de la limosna y la misericordia ajenas nos permitiría acceder a casi cualquier casa, castillo, burgo, aldea, parroquia, monasterio o catedral que saliera a nuestro encuentro, lo que nos facilitaría en extremo las charlas y contactos con las gentes del lugar. Ninguna información es trivial cuando se carece de todos los datos necesarios. De manera que, maltrechos y descalabrados, tuvimos que cobijarnos, como otros muchos peregrinos, en las naves de la venerable basílica de San Honorato, de donde un sacristán nos echó a patadas antes del amanecer para que pudiera celebrarse la primera misa del día. ¡Y vivediós que me alegré de que nos expulsaran! Estaba harto de la pestilencia, la suciedad, las ratas, los insectos y las pulgas de nuestro alojamiento y de la fetidez de nuestros compañeros de acomodo.
Esa mañana, con mis últimas monedas, compré lienzos y ungüento para nuestras desolladuras, así como algo de pan de cebada y miel. Con una fina aguja de hueso pinché las ampollas de mis pies y las de los pies del muchacho, cuidando de no rasgar la piel muerta al extraer la serosidad, y luego apliqué meticulosamente la untura. Aunque teníamos muchas ganas de visitar el famoso cementerio de Ailiscampis -en el cual, según la leyenda, descansaban los diez mil guerreros del ejército de Carlomagno-, nuestros cuerpos nos lo impidieron, obligándonos a descansar junto a la fuente de una plazuela hasta que se hizo de noche. Regresamos entonces a la iglesia de San Honorato para maldormir y esperar el día siguiente -domingo-, en que tendría lugar el solemne acto religioso de bendición y despedida de los numerosos concheiros que nos habíamos reunido a tal efecto en Arlés durante las últimas semanas. Es costumbre que los peregrinos viajen en grupos para protegerse de los bandidos y los salteadores que infestan los caminos; sin embargo no era mi intención hacer el viaje con nadie (al menos, una vez que hubiéramos entrado en tierras de Aragón), pero resultaba más prudente empezar el largo recorrido con las viandas y los regalos que la ciudad entregaba a los viajeros con motivo de su marcha.
La muchedumbre se congregó a las puertas de la basílica desde primeras horas de la mañana. El ambiente era festivo y el tiempo acompañaba, pues hacía calor y el sol despuntaba con firmeza. Los canónigos de todas las iglesias de la ciudad concelebraron con gran fasto la Santa Misa, al término de la cual, unos a unos y otros a otros -pues varias hileras había-, nos fueron entregando los útiles de peregrino después de pronunciar la bendición para cada atributo o prenda; la escarcela para la comida:
– En nombre de nuestro Señor Jesucristo, recibe esta escarcela, hábito de tu peregrinación, para que castigado y enmendado te apresures en llegar a los pies de Santiago, adonde ansías llegar, y para que después de haber hecho el viaje vuelvas a/lado nuestro con gozo, con la ayuda de Dios, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén [11].
El bordón para las caminatas y la defensa:
– Recibe este báculo que sea como sustento de la marcha y del trabajo, para el camino de tu peregrinación, para que puedas vencer las catervas del enemigo y llegar seguro a los pies de Santiago, y después de hecho el viaje, volver junto a nos con alegría, con la anuencia del mismo Dios, que vive y reina por los siglos de los siglos. Amén. [12]
La calabaza para el agua, el sombrero para el sol y la esclavina para el frío y el mal tiempo. La mayoría llevábamos, además, una caja de estaño colgada del hombro en la que guardábamos los documentos y salvoconductos necesarios para el viaje (los de Jonás y míos eran, obviamente, falsos). Luego, en la plaza, hubo comida y bebida para todos mientras los juglares cantaban versos atrevidos y actuaban los mimos y los magos. Jonás se atracó de almendras azucaradas y tuve que arrancarle de las manos, cuando ya la tenía en los labios, una copa rebosante de vino aromatizado.
[10] Los peregrinos, pobres o ricos, que vuelven de Santiago o se dirigen allí, deben ser recibidos con caridad y respeto por todos, pues quien les reciba y hospede con esmero tendrá por huésped no solamente a Santiago sino también a Nuestro Señor, el cual dijo en el Evangelio: el que a vosotros os reciba a mí me recibe. Codex Calixtinus, cap. XI.