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– En efecto, hacia allí vamos, si Dios lo quiere.

– Hacéis bien llevando al muchacho con vos -declaró firmemente-. Aprenderá muchas cosas buenas durante el viaje y nunca las olvidará. Tenéis un hijo excelente, sire Galcerán. García es un muchacho extraordinariamente despierto. Debéis estar muy orgulloso de él.

– Lo estoy.

– Y se os parece mucho. Nadie puede negar que es hijo vuestro, aunque su cara difiera un poco en los rasgos principales.

– Eso es lo que dice todo el mundo.

Ya me estaba cansando de aquella conversación, pero como el tono adusto de mis respuestas parecía no incomodar al viejo, fruncí el ceño y me giré hacia Jonás.

– Veo que queréis despertar al chico.

No contesté. No deseaba ofenderle, pero tenía otras cosas que hacer.

– ¡Veo que queréis despertar al chico! -repitió apremiante.

Seguí sin contestar.

– Y veo también que no queréis continuar hablando.

Revolví con la mano la melena enmarañada de Jonás, para despertarle. Ya no quedaba en aquella cabeza la menor seña de la pasada tonsura monacal.

– Por mí, de acuerdo -murmuró el viejo con indiferencia, dándose la vuelta-. Pero recordadlo, don Galcerán: me llamo Nadie. Vos me habéis puesto ese nombre.

Y se durmió como un bendito mientras el sol comenzaba a entrar a raudales por los vanos del muro.

– ¿De qué hablabais con el abuelo? -preguntó la voz somnolienta de Jonás, que volvía a la vida poco a poco mientras se giraba hasta quedar panza arriba.

– De nada importante -respondí-. ¿Estás listo para continuar caminando?

– Naturalmente.

– ¿Continúas con tu aspiración de ser mártir?

– ¡Ah, no, ya no! -afirmó muy convencido, abriendo los ojos e incorporándose hasta quedar sentado frente a mí-. Ahora quiero ser caballero del Santo Grial.

– ¿Caballero de qué? -inquirí sobresaltado.

Realmente la mocedad es una época terrible de la vida, pero no para quien la atraviesa, como dicen, sino para quien tiene que soportarla cerca.

– Caballero del Santo Grial -repitió mientras se levantaba y buscaba sus ropas.

– Está bien -admití con resignación, y le alcancé con la mano los calzones y el jubón. Aunque parezca increíble, Jonás había crecido todavía más durante aquellos dos días de convalecencia. Su cuerpo larguirucho había dado otro estirón y los calzones le quedaban ridículamente cortos. Si seguía así, dentro de poco sería más alto que yo. Él se miró las piernas descubiertas y sonrió satisfecho. Era casi imposible negar la evidencia de su origen, sobre todo porque yendo siempre el uno al lado del otro, las semejanzas saltaban a la vista mucho más que las diferencias aportadas por su madre.

Para mi desgracia, durante las siguientes jornadas tuve que escuchar interminables relatos sobre la fascinante leyenda del Grial. Según Jonás, instruido en estos temas por el anciano Na-die -a quien él llamaba «el abuelo»-, el Santo Vaso permanecía oculto en un templo misterioso situado en una montaña llamada Montsalvat, celosamente custodiado por un singular personaje, el Rey Anfortas, que llevaba a cabo su misión con la ayuda de los perfectos y puros Caballeros del Santo Grial, similares en todo a los ángeles. Al parecer, los mejores entre estos caballeros eran Parsifal, Galaaz y Lancelot, flamantes héroes del muchacho, que unían a su ardor religioso inimaginables hazañas caballerescas, cada una de las cuales me fue narrada con todo detalle a lo largo de los cinco días que tardamos en llegar hasta Eunate, en las inmediaciones de Pons Regine [20], localidad en la que se unían las dos rutas de entrada en España del Camino de Santiago, la de Summus Portus y la de Roncesvalles.

Confieso que mientras Jonás hablaba sin parar, mi pensamiento permanecía muy lejos de sus palabras. Le escuchaba con infinita paciencia durante un rato y, cuando ya no podía más, me evadía de su perorata enfrascándome en mis cosas hasta que alguna exclamación, queja o petición me devolvía a la dura realidad. No es que le diera lo mismo que le prestara atención o no (sospecho que detectaba perfectamente mis distracciones), pero era su modo, torpe e impreciso, de tender puentes entre nosotros, incluso por encima de mí mismo. Si su formación progresaba por buen camino, terminaría descubriendo que los puentes entre las personas se tienden escuchando con generosidad y no fatigando los oídos ajenos.

Durante las jornadas de camino entre Jaca y Pons Regine, pasamos por muchos lugares sugestivos a los que presté una puntual atención. Sin embargo, el desánimo empezaba a enroscarse en mi espíritu, a oprimirlo y estrangularlo como un torniquete. Lo cierto es que llevaba demasiado tiempo alejado de los míos, alejado de mis amigos, de mis compañeros y hermanos de Orden. Llevaba mucho tiempo sin nadie a quien poder consultar mis dudas, sin tiempo para mis estudios y mi profesión. Empezaba a sentirme como un desterrado, como un leproso condenado a vivir lejos de los suyos. Era como si, de repente, despertara de un sueño y descubriera que nada de lo que había vivido hasta entonces había sucedido en realidad. Me habían cambiado de vida y de identidad sin que yo me hubiese dado cuenta, sin que yo hubiese hecho otra cosa que obedecer órdenes. Me mortificaba pensar que ni a mi propia Orden parecían importarle las consecuencias que todo aquello pudiera tener sobre mí. ¿Acaso no le inquietaba a nadie que el Perquisitore se sintiera, cada día más, un freire sin comunidad? ¿ Estaría enterado el Hospital de San Juan de que uno de sus monjes había sido amenazado de muerte por esbirros del papa Juan? El conde Joffroi de Le Mans, aunque invisible, era mi pesadilla constante. No se me escapaba que era un perro fiel de Su Santidad en el sentido más estricto del término y que ni siquiera pestañearía si tuviera que incrustar el filo de su espada en el pecho de mi hijo para cumplir la orden del Santo Padre.

Aquella mañana de mediados de septiembre amanecimos por primera vez cubiertos de escarcha y con las extremidades agarrotadas por el frío. Estaba claro que el verano tocaba lentamente a su fin y que el otoño se encontraba en puertas. Los días empezaban a ser de esos en que reina un calor insoportable mientras el sol está en lo alto pero de un frío mortificante en cuanto éste cae. Ya venia yo notando el cambio del tiempo en mis viejas cicatrices, pero sobre todo en mis encallecidos pies, que se hinchaban en demasía y me entorpecían el paso. Por fortuna, en una casa en la que paramos a descansar había podido prepararme una mixtura con tuétano de vaca y manteca fresca que me aliviaba mucho la inflamación y el dolor.

El Camino del Apóstol tuerce a la izquierda a la salida de Eneriz para llegarse hasta la capilla de Eunate. Perdida en la soledad de los campos, su espadaña guiaba al peregrino a través de una vasta llanura desolada.

Conforme nos íbamos acercando, me di cuenta que Eunate podía representar para nosotros, incluso, mucho más de lo que parecía a simple vista: podía ser lo que habíamos estado esperando desde hacía semanas, podía ser un punto de partida, una esperanza de comienzo. Los latidos de mi corazón se aceleraron y tuve que hacer un gran esfuerzo para contenerme y no echar a correr hacia ella dejando a Jonás abandonado en el camino. Otra de las cosas importantes que no debía perder de vista era el control de mis emociones, pues nunca se sabe qué ojos pueden estar mirando.

– ¿Qué te dice aquella iglesia, Jonás?

– ¿Tendría que decirme algo? -preguntó despectivamente. Desde la noche anterior se había apoderado de su cuerpo el espíritu de algún emperador todopoderoso. Le pasaba de vez en cuando.

– Quiero que te fijes bien en su estructura.

– Pues veo una iglesia de proporciones simples y parco ornamento.

– Pero ¿qué forma tiene? -insistí.

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[20] Puente la Reina, en Navarra.