– ¿Recordáis al conde aquel que os amenazó en Saint-Gilles?
Me detuve en seco en la cúspide. A nuestros pies, la ciudad parecía ahogarse bajo la nublada luz.
– Sí. ¿Qué pasa con él?
– Nos está siguiendo desde que cruzamos Obanos.
– Nos está siguiendo desde que salimos de Aviñón -gruñí, reanudando el paso.
– Cierto, sire, pero ahora lo hace de forma más descarada. Os lo digo porque me parece que quiere volver a hablaros.
– ¡Si quiere hablar conmigo ya sabe lo que tiene que hacer! De repente mi humor estaba igual de negro que la tarde. Ya no me interesaba visitar la ciudad. La triste verdad era que no tenía una maldita pista que me condujera al oro -excepto, quizá, el insignificante capitel de Eunate, que podía no revelar nada aparte de un error del maestro cantero- y Joffroi de Le Mans lo sabía, sabía que mis manos seguían vacías. Por eso intentaba amedrentarme. Su ostentación no era más que un apremio. Pero no necesitaba sus bravuconadas para ser plenamente consciente de mi fracaso. Un trueno espantoso retumbó en el cielo y se quedó vibrando en el aire, como si hubieran partido el universo con una piedra y los pedazos se desmoronaran.
– Está a punto de empezar a llover, sire.
– Está bien. Entremos en aquella taberna -rezongué.
Sobre la puerta, una burda talla de madera pintada, colgada de un espetón, mostraba una pequeña culebra ondulante. Debajo, en letras góticas, se podía leer: «Coluver.» [26]
– El dueño debe ser francés -comenté mientras empujaba la puerta.
– El dueño y todos sus clientes -añadió Jonás, sorprendido, cuando estuvimos dentro.
Una masa intransitable de aldeanos y peregrinos francos abarrotaba el local con un estruendo espantoso. Instintivamente, me llevé la mano a la nariz y la cubrí para evitarme el desagradable olor a cocimiento de sobaquina humana.
– ¡No hay ni una maldita mesa! -grité al muchacho con la boca pegada a su oreja.
– ¿Qué decís? -me respondió también a gritos.
– ¡Que no hay una maldita mesa!
– ¡Mirad! -chilló sin hacerme caso, señalando, al fondo, un oscuro rincón. Allí, bajo una ristra de embutidos colorados puestos a secar, un brazo desnudo y escuálido se agitaba llamándonos. En un primer momento no reconocí a su propietario, pero luego los rasgos se me fueron haciendo familiares y uní, por fin, cara y nombre. Bueno, lo de nombre es un decir. Allí estaba Nadie, el anciano del hospital de Santa Cristina, saludándonos con alborozo y ofreciéndonos ocupar un lugar a su lado en aquel largo tablero abarrotado de gente.
Nos encaminamos hacia él con gran esfuerzo, abriéndonos paso a empellones. A cada paso recibíamos los gruñidos de un montón de francos borrachos.
– ¡Mi señor Galcerán! -exclamó el viejo cuando nos tuvo a su lado-. ¡García, querido muchacho! ¡Qué alegría tan grande encontraros por aquí!
– ¿Cómo habéis llegado a Puente la Reina antes que nosotros, abuelo? -le preguntó Jonás con los ojos llenos de admiración, mientras tomábamos asiento a su lado.
– Hice parte del camino en carruaje, en compañía de unos bretones que tenían prisa por llegar a Santiago. Yo me quedé aquí, en Puente la Reina, para descansar; a mi edad ya no se pueden cometer excesos.
– Pues no os vimos.
– Ni yo tampoco os vi, y eso que os estuve buscando. Los bretones de quienes os hablo gustaban de viajar también durante la noche. Seguramente, os encontraríais en el interior de algún templo cuando nos cruzamos, o durmiendo junto a la trocha.
– Es posible -convine de mala gana, dando unos puñetazos sobre la mesa para llamar la atención de la tabernera.
– ¿Habéis visto muchas cosas hasta ahora, joven García?
– ¡Oh, si, abuelo! He visto mucho y he aprendido mucho.
– ¡Contadme, contadme, estoy deseando escucharos!
Eran las palabras mágicas que abrían las compuertas, siempre a punto de estallar, de la verborrea de Jonás. Recuerdo que cruzó mi mente el temor a que hablara más de la cuenta, pero, afortunadamente, el chico no perdía la cordura a pesar de su inmadurez. Empezó a relatarle al viejo, con todo detalle, sus propias reflexiones personales en torno a las leyendas del Santo Cáliz y entró luego al trapo con los agotadores pormenores de su futura carrera como caballero del Grial. Entretanto, la tabernera nos trajo la bebida (un buen vaso de excelente vino de la tierra para mí y agua de cebada para el muchacho) y yo me perdí en mis pensamientos mientras examinaba al gentío que nos envolvía.
Hacía ya rato que un grupo de peregrinos francos cantaba a voz en cuello unos alegres romances en lengua provenzal, marcando el ritmo, muy vivo, con los golpes de las jarras contra las mesas y con palmadas y silbidos. Como el alboroto de la cantina era enorme, al principio no les había hecho caso. Pero algo, no sé qué, me hizo aguzar el oído y atender, quedándome de improviso sin sangre en las venas: la letra de la monserga contaba que una judía francesa que había venido a España para visitar Burgos, había sido inútilmente requerida de amores por sus compañeros de viaje, deseosos, al parecer, de contar uno a uno los infinitos lunares repartidos por su cuerpo. Tuvieron que dejarla en paz porque, como eran peregrinos, no querían pecar contra Santa Maria, pero al final se desvelaba que la judía era hechicera y que les había amenazado con dejarlos calvos y sin dientes si insistían en sus requiebros.
Aferré a Jonás por un brazo y tiré de él, girándolo hacia mí.
– ¡Escucha! -le ordené sin miramientos.
Entre rugidos y risotadas, los francos estaban empezando de nuevo con la letra de la cancioncilla, y como los versos eran fáciles de recordar, otros grupos se les estaban sumando. Jonás prestó atención y luego me miró.
– ¡Sara! -exclamó excitado.
– Seguro.
– ¿Quién es Sara? -preguntó Nadie con mucha curiosidad.
– Una conocida nuestra, a quien dejamos no ha mucho en París.
– Pues creo que ya no está allí, si lo que dice la canción es cierto -repuso el viejo.
El muchacho y yo le ignoramos, atentos únicamente a la troya.
– Voy a enterarme -exclamó Jonás levantándose.
– Mejor voy yo -le detuve, obligándole a sentarse de nuevo-. Se burlarían de ti.
Me abrí paso entre la gente hasta llegar al grupo de peregrinos y me agaché hacia la sucia oreja del franco que parecía dirigir el cotarro. El hombretón escuchó mi petición, me examinó prolijamente, pareció meditar y, luego, estalló en carcajadas y haciendo un gesto con la mano a sus compañeros, se levantó y me llevo a un aparte.
– En efecto, sire -me confirmó con una sonrisa-, la judía de la canción se llama Sara. Ayer mismo se separó de nosotros y se unió a un grupo de judíos que viajaba hacia León.
– ¿Y sabéis adónde se dirigía ella?
– ¡Ya lo dice nuestra canción, micer! Hacia Burgos. Parece que allí hay un hombre que la está esperando. Tenía mucha prisa por llegar, por eso nos dejó. Los judíos con los que se fue viajaban más rápido que nosotros. ¡Y eso que hacemos la ruta con las mejores carretas de toda Francia! Sólo hemos tardado dos semanas en completar el trayecto desde Paris.
– ¿A qué distancia calculáis que pueda estar ahora? -le pregunté.
– No sé… -masculló pinzándose el labio inferior con los dedos-. Podría estar a dos o tres jornadas a caballo. No creo que mas.
Le di las gracias y regresé junto a Jonás y a Nadie, que me esperaban impacientes.
– ¿Era Sara?
El muchacho mostraba una enorme expectación.
– Si, era ella. El francés me lo ha confirmado.
– ¿Y qué está haciendo aquí?
– No lo sé con certeza -repliqué dando un trago de vino; notaba la garganta seca como la estopa-. Pero se encuentra a pocas millas de distancia. Dos o tres días a caballo, como máximo.
– ¿Queréis alcanzarla? -preguntó Nadie con una curiosa entonación.