– Somos peregrinos sin recursos y no podemos comprar cabalgaduras -le aclaré de muy malos modos.
– Eso tiene fácil arreglo. Yo no cumplo penitencia de pobreza, así que puedo adquirir caballos para los tres.
– Sois muy amable, pero dudo que dispongáis de medios suficientes -proferí con el afán de ofenderle. Pero Nadie no era un caballero que debe defender su honor, ni siquiera tenía traza de noble o de hidalgo; parecía, más bien, un comerciante poco acaudalado.
– Los medios de que dispongo son cosa mía, sire. No os incumbe entender sobre esta materia. Os estoy ofreciendo la posibilidad de alcanzar a vuestra amiga. ¿Aceptáis?
– No. No podemos aceptar vuestra generosidad.
– ¿No podemos? -se sorprendió Jonás.
– No, no podemos -repetí mirándole fijamente a los ojos para que se callara de una maldita vez.
– Pues no veo por que no -insistió el viejo-. Hay unas caballerizas muy buenas detrás del hospital de San Pedro, con monturas de primera, y conozco al dueño. Nos venderá los animales que le pidamos a un precio razonable.
– ¿Estáis seguro, padre, de que no podemos? -insistió el muchacho, haciendo hincapié en la palabra padre, usándola como si fuera un cuchillo.
Le lancé una mirada asesina que rebotó como una flecha sobre un escudo. Le esperaba una buena a aquel estúpido novicius en cuanto llegáramos a la alberguería.
– Pensadlo bien, don Galcerán. Llegaríais antes a Santiago sin romper vuestro voto de pobreza.
Sabia que no debía, sabia que tenía una misión que cumplir y que viajar a caballo significaría perder pistas importantes, sabía que el conde Joffroi nos pisaba los talones y que vigilaba cada uno de nuestros movimientos, y sabia que, por encima de cualquier otra cosa -¿qué cosa era esa que me impulsaba a correr tras la judía?-, yo jamás había incumplido una orden.
– Está bien, anciano, acepto vuestro ofrecimiento. La cara de Jonás reflejó una gran satisfacción, mientras que el viejo se levantaba de la mesa con una sonrisa.
– Vamos, pues. Apenas tenemos tiempo de comprar los animales y partir hacia Estella. Allí pasaremos la noche.
Por mí mente cruzó rápidamente la idea de que Nadie era uno de esos individuos que, incapaces de ganarse amigos de otra manera, los compran a base de regalos y favores, y que, una vez los han adquirido (o creen que los han adquirido), se enseñorean en el trato, tomando en sus manos las riendas de las vidas y las haciendas de sus victimas, hasta que éstas, siempre de mala manera -pues no hay otra forma de desprenderse de estas fatigosas relaciones-, terminaban dándose a la fuga, desesperadas. La segunda cosa que pensé en aquel instante era que habíamos caído en una trampa mortal en la cual Nadie era la araña y Jonás y yo los pequeños e indefensos insectos que le iban a servir de cena. Y la tercera cosa, que, si le acompañábamos a comprar los caballos, no íbamos a tener tiempo de visitar Nuestra Señora deis Orzs, la antigua iglesia templaría.
– Hay algo que debemos hacer antes de partir, Jonás.
El muchacho asintió.
– ¿Qué es ello? -preguntó Nadie, impaciente.
– Visitar la parroquia de Murugarren. No podemos marcharnos de Puente la Reina sin haberle rezado a Nuestra Señora. La cara del viejo reflejó contrariedad.
– No creo que eso sea imprescindible. Sólo es una iglesia más, una de tantas. Podréis rezar a la Santísima Virgen en otros muchos lugares.
– Me extraña que un viejo peregrino como vos diga una cosa así.
– Pues no debería extrañaros -repuso con acritud, pero de inmediato cambió el tono de voz, suavizándolo mucho-. Debéis comprender que, precisamente porque conozco muy bien la ruta del Apóstol, sé que no os faltarán emplazamientos de devoción mariana en los que rezar.
– Lo sabemos, pero quizá nosotros, al contrario que vos, no volvamos nunca por estos pagos.
Nadie pareció quedarse pensativo.
– Dejad, al menos, que el muchacho venga conmigo -dijo al fin-. Su parecer me será muy útil para elegir nuestras monturas.
– Sí, por favor, dejad que vaya con él -suplicó el tonto de mi hijo, implorante.
– Sea -accedí, aunque de mala gana-. Vete con él a comprar los caballos. Nos encontraremos en la hostería dentro de una hora.
¿Por qué?, me preguntaba mientras caminaba solo por la rúa Mayor, ¿por qué todo esto?, ¿por qué he aceptado el viaje a caballo?, ¿por qué he permitido que el viejo se inmiscuya en nuestras vidas?, ¿por qué estoy desatendiendo mi primera y principal obligación, una misión en la que el Papado y el Hospital de San Juan tienen importantes intereses?, ¿por qué descuido lo que es conveniente para mi hijo, su gradual iniciación en los Misterios, imposible de llevar a cabo en compañía de Nadie?, ¿por qué desafío de este modo al conde de Le Mans?, ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?…
La parroquia -y en esto no podía negar su origen templario-presentaba una extraña estructura en dos naves (en lugar de la nave única o de las tres naves, como es lo habitual), perfecta-mente iguales a pesar de que una de ellas se exhibía como capilla adyacente, carente de altar y de imagen sagrada. En la primera, una Virgen sentada en un trono con un niño clavado en sus rodillas, miraba inexpresivamente el espacio frente a ella, como sí nada de lo que allí ocurriera pudiera afectaría en modo alguno. Era la imagen de Santa Maria deis Orzs, una talla pulcra y bien labrada pero de nulo interés mistérico. ¿Es que los templarios habían pasado por alto Puente la Reina? No podía creerlo, así que me encaminé hacia la segunda nave con una cierta desazón.
El ábside estaba extrañamente cubierto por una pesada tela negra que, por supuesto, despertó al punto mi curiosidad. ¿Qué podía haber debajo? Una iglesia no mantiene una nave vacía porque sí, tiene que existir alguna poderosa razón para una actitud tan desconcertante, y puesto que no se veían restos de obras ni andamios que justificaran tal protección, el encubrimiento debía obedecer a algún otro motivo. No lo dudé ni un instante y, a riesgo de ser amonestado por alguno de los peregrinos que oraban allí en aquellos momentos, levanté una de las esquinas inferiores del paño.
– ¿Qué hacéis? -chilló una voz aflautada en el silencio del templo.
– Miro. ¿Es que no se puede? -respondí sin soltar la tela.
– No se debe.
– Eso no es una prohibición -dije, mientras escudriñaba apresuradamente lo que había debajo. -¡Soltad ahora mismo el lienzo o me veré obligado a llamar a la guardia!
No podía creer lo que tenía ante mi… Simplemente, no podía creerlo. Debía conservar en mi mente todos los detalles. Necesitaba tiempo para mirar bien.
– ¿Y quién sois vos para gritar dentro de una iglesia? -pregunté estúpidamente con la pretensión de entretener a mi interlocutor. Sus pasos se acercaban veloces por la nave.
– ¡Soy un cofrade de la parroquia! -exclamó la voz apenas un segundo después, ya junto a mi oreja, al mismo tiempo que una mano vieja y deficiente aplastaba la tela contra el muro, dando por definitivamente finalizada mi inspección-, el encargado de su custodia y vigilancia. ¿Y vos quién sois?
– Un peregrino de Santiago, sólo un peregrino -exclamé fingiendo tribulación-. No he podido resistir la curiosidad. Decidme, ¿de quién son estas hermosas pinturas?
– Del maestro germano Johan Oliver -me explicó el mezquino vigilante-. Pero, como veis, están sin terminar. Por eso no pueden verse.
– ¡Pues son insuperables!
– Si, pero probablemente serán sustituidas por un Crucifijo de verdad, por uno de similares características al que hay pintado en el muro.
– ¿Y eso por qué? -pregunté con curiosidad.
– ¡Y yo qué sé!
– Sois muy poco amable, cofrade.
– ¡Y vos habéis faltado al respeto debido a este sagrado recinto! Así que ¡largo, bellaco! ¡Fuera de aquí! ¿Acaso no me oís? ¡He dicho que a la calle!