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Pasado el río, ascendimos una colina y, por buen camino, nos internamos en Lorca. Desde allí, cruzando un soberbio puente de piedra, alcanzamos Villatuerta, a la salida de la cual el Camino se bifurcaba hacia Montejurra e Irache, por la izquierda, y hacia Estella, por la derecha, dirección que tomamos sin frenar nuestras cabalgaduras.

Estella era una ciudad monumental y grandiosa, abastecida de todo tipo de bienes. Por su centro discurrían las aguas dulces, sanas y extraordinarias del río Ega, superado por tres puentes que unían sus riberas al principio, en el centro y al final de la población. Dentro de ella, las iglesias, los palacios y los conventos se sucedían uno tras otro, rivalizando en belleza y suntuosidad. No se podía pedir más a una urbe del Camino, desde luego.

Nos hospedamos en la alberguería monástica de San Lázaro, y allí nos sorprendimos al descubrir que la lengua oficial de Estella era el provenzal, que los monjes de la alberguería eran franceses y que la mayoría de la población estaba constituida por descendientes de francos que llegaron desde su país para establecerse como comerciantes. Unos pocos navarros y los judíos de la aljama integraban el resto de la vecindad.

Aprovechando una breve ausencia de Nadie durante la cena, interrogué a los cluniacenses galos de nuestra alberguería. Me tranquilizó mucho la conciencia saber que nada templario me había dejado en el tranco de aquel día, pues los milites del Temple apenas habían hecho acto de presencia por aquellos pagos, como no fuera para luchar en alguna célebre batalla contra los sarracenos. Tampoco en Estella había habido emplazamientos templarios, lo que mucho celebré en mi fuero interno, pues me liberaba de cualquier investigación por el momento. Cuando vi volver a Nadie con paso alegre hacia la mesa, mudé el cariz de mis preguntas y me interesé por un grupo de judíos franceses que viajaban hacia León y que debían haber pasado por allí el día anterior, o dos días antes, a lo sumo.

– Si queréis saber algo de judíos -me contestó el monje con un brusco cambio de actitud, que pasó de la simpatía al menosprecio más evidente-, preguntad en la aljama de Olgacena. Debéis saber que ningún asesino de Cristo se atrevería a cruzar la santa puerta de nuestra casa.

Jonás, que desde el incidente de aquella tarde en Puente la Reina se mostraba más amable, cortés y educado que nunca, me miró sorprendido.

– ¿Qué le pasa?

– Los judíos no son bien vistos en todas partes.

– Eso ya lo sé -protestó con una voz blanda como el algodón-. Lo que quiero saber es por qué se ha puesto tan agresivo.

– La intensidad del odio hacia los judíos, García, varia notoriamente de un sitio a otro. Aquí, por alguna razón que desconocemos, debe revestir una especial virulencia.

– Quiero acompañaros a la aljama.

– Yo me apunto también a esa correría -declaró rápidamente Nadie.

– Y yo digo que iré solo -anuncié con un tono de voz que no admitía réplica, mirando a Jonás para que no se le ocurriera añadir nada al respecto. No estaba dispuesto a admitir a Nadie a mi lado en nada de lo que llevara a cabo y si llevaba a Jonás conmigo tendría que llevar también al viejo. Creo que el muchacho lo entendió (y si no lo entendió, al menos pareció aceptar mi orden con mansedumbre). Así pues, acabada la cena, ellos dos se encaminaron al dormitorio y yo salí de nuevo a la calle en busca de la aljama.

La encontré cerca del convento de Santo Domingo, en la ladera sobre la iglesia de Santa Maria de Jus del Castillo. Las puertas de la madinat al yahud[28] estaban a punto de ser cerradas y tuve que suplicarle al bedin [29] que me dejara pasar.

– ¿Qué buscáis aquí a estas horas, señor?

– Busco información sobre un grupo de peregrinos hebreos que debieron atravesar Estella recientemente y que se dirigían a León.

– ¿Venían de Francia? -quiso saber, pensativo.

– ¡En efecto! ¿Los visteis?

– ¡Oh, sí! Pasaron ayer por la mañana. Eran las distinguidas familias Ha-Leví y Efraín, de la ciudad francesa de Périgueux -me informó-. No permanecieron aquí mucho tiempo. Comieron con los muccadim [30] y se marcharon. Con ellos viajaba una mujer que se ha quedado entre nosotros hasta hoy. Pero partió al alba, ella sola. Una verdadera berrieh [31] -murmuro.

– ¿Se llamaba Sara por casualidad, Sara de Paris?

– En efecto.

– Tenéis mucha razón, bedin, se trata, sin duda, de una mujer de carácter. Y es a ella precisamente a quien busco. ¿Qué podríais decirme?

– ¡Oh, pues no mucho! Al parecer tuvo algún problema con los Ha-Leví y decidió separarse del grupo. Ayer por la tarde compró un caballo en Estella y hoy, a primera hora, se ha marchado. Creo que iba a Burgos.

– La mujer de quien habláis… -quise saber para no cometer ningún error-, ¿tenía el cabello blanco?

– ¡Y lunares, muchos lunares! La verdad es que es raro que una judía tenga manchas en la piel como las que ella tiene. Al menos aquí, en Navarra, no lo habíamos visto antes.

– Gracias, bedin. Ya no necesito entrar en la aljama. Me habéis dicho todo lo que necesitaba saber.

– Señor, si puedo preguntaros… -exclamó cuando me encontraba ya a cierta distancia de las puertas.

– Decid.

– ¿Por qué la buscáis?

– Eso quisiera saber yo, bedin -respondí sacudiendo la cabeza-. Eso quisiera saber yo…

Siempre que llegábamos a una población, Sara acababa de marcharse de allí. A cualquiera que preguntáramos por ella en Aye-gui, Azqueta, Urbiola, Los Arcos, Desojo o Sansol, nos daba puntual razón sin dificultades, pero parecía que un destino maldito la mantenía siempre a la misma distancia de nosotros. Me desesperaba al comprobar la penosa lentitud de nuestro paso pues, aunque forzáramos al máximo nuestras caballerías, desde que abandonamos Estella tuvimos que luchar con un viento rabioso que nos venia en contra y una lluvia pertinaz que convirtió en gachas los caminos y senderos por los que transitábamos.

Nos demoramos algún tiempo en la villa de Torres del Río, apenas a media jornada de Logroño, porque cuando divisé desde lejos la solemne torre de su iglesia, supe que aquel emplazamiento no lo podía pasar de largo: se trataba de un diminuto conjunto de casas apretujado en torno a un hermoso templo octogonal.

Para detenernos allí y poder visitar la capilla templaria, tuve que vencer la tenaz resistencia de Nadie, que parecía más interesado que nosotros dos en dar alcance a Sara. Le di una explicación baladí sobre rezos, promesas y jaculatorias, pero no pareció convencerle en absoluto y, mientras estuvimos dentro del recinto, inesperadamente gemelo de Eunate, no paró de importunar y molestar con estúpidas observaciones y grotescas intromisiones en las pocas frases que intenté cruzar con el muchacho para que también él advirtiera los detalles importantes de lo que estábamos contemplando.

Las diferencias entre las capillas templarias de Eunate y Torres del Río eran imperceptibles. Ambas presentaban la misma estructura y las mismas representaciones y, de nuevo, un solo capitel diferente a todos los demás, el situado a la derecha del ábside, con un mensaje evangélico portador de una errata. En esta ocasión no se trataba de la resurrección milagrosa de Lázaro, sino de la del propio Jesús, y, en ella, dos mujeres contemplaban hieráticas el Santo Sepulcro vacío con la losa medio abierta. Su inmovilidad era total, su inexpresividad espantaba. Parecía que la impresión las hubiese matado. Sin embargo, la verdadera extravagancia de la escena se hallaba en la apócrifa cualidad de que el Sepulcro vacante dejaba escapar una nube de humo que se elevaba en una suerte de espirales laberínticas. ¿En qué pasaje de las Escrituras se decía que Jesucristo se hubiera volatilizado en forma de fumarola?

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[28] Literalmente, ciudad de los judíos o judería.

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[29] Fiscal público que ejercía al mismo tiempo funciones de policía. Caminos de Sefarad, de Juan G. Atienza, Ed. Robin Book.

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[30] Ancianos. Ibid.

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[31] En hebreo, mujer de gran talento y energía.