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Como ya era habitual, en la aljama de Torreviento, en Viana, nos informaron de que Sara acababa de marcharse apenas unas horas antes. Estábamos realmente tan quebrantados por la batalla contra el vendaval, que nos detuvimos a descansar en un hostal de la ciudad, el de Nuestra Señora de la Alberguería, donde unos criados nos ofrecieron una hogaza de pan excelente y un ánfora de inmejorable vino de la tierra. Jonás, que estaba callado como un muerto de puro cansancio, se tumbó sobre el banco en el que se hallaba sentado y desapareció de mi vista detrás de la mesa.

– El chico está agotado -murmuró Nadie, mirándole con afecto.

– Todos estamos agotados. Estas galopadas contra la ventisca fatigan a cualquiera. -¡Tengo una idea excelente para animarnos! -exclamó de pronto, alborozado-. ¡García, eh, García, abre los ojos!

– ¿Qué pasa? -preguntó una voz legañosa debajo de la madera.

– Voy a enseñarte un juego extraordinario.

– ¡No quiero jugar!

– ¡A fe que sí! Nunca en tu vida has visto una cosa igual. Es un juego tan divertido y enigmático que te repondrás enseguida.

El viejo sacó de su escarcela una pequeña talega y un lienzo cuadrado que desplegó cuidadosamente sobre la mesa. Jonás se incorporó a medias y echó una mirada rápida con los ojos entornados. El lienzo llevaba dibujada una vuelta en espiral dividida en sesenta y tres casillas adornadas con bellos emblemas, algunos fijos y otros variables. Nadie desató cuidadosamente los cordones de la taleguilla y sacó un par de dados de hueso y varios tacos de madera pintados de diferentes colores.

– ¿Cuál prefieres? -preguntó a Jonás.

– El verde.

– ¿Y vos, mi señor don Galcerán?

– El azul, sin duda -dije sonriendo y sentándome más cómodamente para ver bien el casillero. Jonás hizo lo mismo. Siempre me han gustado mucho los juegos de tablas y, afortunadamente para mí, el Hospital de San Juan de Jerusalén (al contrario que la mayoría de las Órdenes) los permite e incluso los alienta. En mi juventud, el ajedrez fue una de mis grandes pasiones, y durante mis estudios en Siria y Damasco me gustaba mucho intervenir en largas partidas de Escalera Real de Ur o de Damas. Aquel pasatiempo que Nadie nos proponía no lo había visto hasta entonces, y era raro porque los conocía casi todos (al menos, todos los que se jugaban en Oriente).

– Yo me quedaré con el taco rojo -anunció él-. Bien, este juego es uno de los favoritos de los peregrinos a Compostela. Se llama La Oca y consiste en lanzar los dados y avanzar tantas casillas como puntos se obtengan. Gana el que llegue primero a la última casilla.

– ¿Y ya está? -preguntó despectivamente Jonás, echándose para atrás.

– No es tan sencillo como parece, joven García. En este juego aparecen muchos factores que lo vuelven apasionante. Ganar no es lo que importa. Lo que cuenta es la perseverancia y llegar hasta el final. Ya lo veras. Nadie puso nuestras tres fichas junto a la primera celda del trapo, la número uno, y tiró sus dados. Pensé que, como en todo juego de tablas en el que figura un recorrido, La Oca debía contener en su más secreto interior algún antiguo significado iniciático. Esta magnífica ave ha sido, desde la antigüedad más remota y olvidada, una deidad de carácter benéfico que acompañaba a las almas en su viaje al más allá. Fue precisamente una bandada de ocas la que avisó a los ciudadanos de Roma de la llegada de los bárbaros, salvando la ciudad. Los egipcios, por ejemplo, tenían una expresión muy concreta, «de oca a oca», para expresar el tránsito inverso de la reencarnación desde la muerte al nacimiento, pues es esta ave la que transporta el alma de un punto a otro. La voluntad firme de llegar hasta el final del juego de la que hablaba Nadie debía ser, sin duda, una metáfora de la tenacidad necesaria para recorrer el largo y difícil viaje interior que lleva a la iniciación, que el tablero intentaba representar figuradamente. Me fijé que, cada nueve casillas (las numeradas como 9, 18, 27, 36, 45, 54 y 63), aparecía una de esas palmípedas sagradas cuya pata era el símbolo de los maestros iniciados; en las casillas 6 y 12 aparecían puentes; en la 26 y en la 53, un par de dados; en la 31, un pozo; en la 42, un laberinto; y en la 58, la muerte.

La tirada de Nadie dio un resultado de 7, la de Jonás un 3 y la mía un 12, así que me tocó empezar a mi. Los dados me dieron cinco puntos.

– Como en vuestra primera tirada habéis sacado un cinco -explicó Nadie muy sonriente-, debéis avanzar directamente hasta la casilla número 53 y volver a tirar.

– ¡Menuda tontería! -bufó Jonás.

– Son las reglas del juego, muchacho -le espetó Nadie con cara seria-. También en la vida real hay golpes de suerte.

Recogí los dados y tiré de nuevo: seis y cuatro, en total diez puntos. ¡Había llegado directamente a la última casilla con sólo dos tiradas!

– ¡No vale! Yo todavía no he podido jugar -protestó el muchacho, mirando incrédulo mi ficha en el centro.

– Ya te he dicho -le explicó pacientemente Nadie- que son las reglas del juego. Si tu padre ha llegado al final con tanta suerte, por algo será. No existen las casualidades. Vos, don Galcerán, ya habéis alcanzado la meta, habéis recorrido el camino de la manera más rápida posible. Meditad sobre ello. Ahora me toca a mí.

Agitó los dados entre ambas manos y los lanzó sobre la mesa. Las piezas de hueso apuntaron un seis y un uno, o sea, un total de siete.

– ¿Os habéis fijado que los dados, en sus puntuaciones opuestas, siempre suman siete, el número mágico? -preguntó mientras movía su taco de madera y lo colocaba sobre la figura de un pescador.

– Ahora me toca a mí… -dijo Jonás alcanzando los dados.

Al muchacho los dados le dieron un tres y un cuatro.

– ¡Siete también! -exclamó situando su taco junto al de Nadie.

– De eso nada, García -dijo éste retirando la madera verde-. Si un jugador, en su primera tirada, repite el número de otro anterior, se queda en la casilla número 1. Así que, al principio.

– ¡Este juego es estúpido! ¡No quiero seguir!

– Si has empezado, debes terminar. Nunca hay que abandonar una partida a medias, como tampoco una tarea o un deber.

El viejo volvió a agitar los dados y a lanzarlos sobre el lienzo. Cuatro y seis, diez. Como mi última tirada. Luego le tocó el turno a Jonás: dos y uno, tres. Luego Nadie llegó en su tercera tirada, a la casilla número 27, en la que había una oca:

– ¡De oca a oca y tiro porque me toca! -gritó alborozado llevando su taco hasta la casilla número 36 y agitando nuevamente los cubitos de hueso. Sacó un seis en total. Su madera roja avanzó rápida como el rayo hasta la casilla 42, en la que, sin embargo, un laberinto le detuvo en seco:

– Ahora estaré un turno sin jugar y luego tendré que retroceder hasta la casilla 30.

– ¿Qué habéis dicho antes? -pregunté impresionado.

– Que estaré un turno sin jugar.

– ¡No, antes! • -«De oca a oca y tiro porque me toca.» ¿Os referíais a eso?

– ¿«De oca a oca»…? -Esbocé una sonrisa-. ¿Conocéis el origen de esa expresión y su significado? -

– Por lo que sé -farfulló de mal humor-, sólo es una frase del juego, pero vos parecéis saber algo más.

– No, no -desmentí-, sólo me han hecho gracia los versos.

La partida continuó todavía un rato más entre ellos dos. Yo miraba el desarrollo con gran interés, porque lo cierto era que aquel juego no daba respiro a quien debía culminarlo por la vía lenta: cuando Jonás «cayó» en la Posada, estuvo dos tandas sin jugar, en el Pozo tuvo que esperar a que Nadie «cayera» también dentro para poder salir de allí y, finalmente, los dados le hicieron «perderse» en el Laberinto, mientras Nadie conseguía una buena racha y se precipitaba «de oca a oca» hasta el final.