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– Bueno, pues si el juego ya se ha terminado -apostilló Jonás levantándose-, vámonos. A este paso no arribaremos nunca a Logroño.

– El juego no se ha terminado, joven García. Tú todavía no has llegado al Paraíso.

– ¿Qué Paraíso?

– ¿Acaso no ves que la última casilla, la grande del centro, tiene dibujados los jardines del Edén? Mira las fuentes y los lagos, los prados verdes y el sol.

– ¿Debo terminar yo solo, sin competir con otros jugadores? -inquirió sorprendido-. ¡Qué juego más extraño!

– El objetivo del juego es llegar el primero a la última casilla, pero el hecho de que alguien llegue antes que tú no significa que tú ya hayas terminado. Tienes que hacer tu propio camino, enfrentarte a las dificultades y superarlas antes de alcanzar el Paraíso.

– ¿Y si caigo en esta casilla, la de la calavera? -dijo señalándola con el dedo.

– La casilla 58 es la muerte, pero en el juego (como fuera de él, debo añadir) la muerte no es el final. Si caes en ella simplemente retrocedes a la número 1 y vuelves a empezar.

– Vale, jugaré…, pero otro día. Ahora de verdad que quiero partir.

Había tal sinceridad y cansancio en su voz que Nadie recogió los bártulos y salimos hacia los establos sin mediar palabra. Aquella noche dormimos en Logroño y al día siguiente partimos en dirección a Nájera y Santo Domingo de la Calzada. El viento y la lluvia continuaban malhumorándonos el viaje, dificultando nuestra marcha y cansando en exceso a los animales, que se revolvían inquietos y hacían extraños a las órdenes de las bridas. Si hay un fenómeno de la naturaleza que altere el ánimo, ese fenómeno es el viento. Es difícil comprender por qué, pero igual que el sol aviva el espíritu y la lluvia lo entristece, el viento siempre lo inquieta y perturba. Yo mismo me notaba receloso y enojado, pero en mí caso había, además, una razón de peso. Al despertar al alba, en Logroño, había encontrado en la paja del jergón, exactamente junto a mi cara, una nota clavada con una daga que rezaba de esta guisa: «Beatus vir qui timet dominum» [32]. Tal como imaginaba, el conde Joffroi de Le Mans estaba perdiendo la paciencia y reclamaba resultados, pero ¿qué más podía hacer yo? Oculté rápidamente entre mis ropas el puñal que sujetaba la misiva e hice añicos el mensaje antes de desparramarlo por el suelo y esparcirlo con el pie. El hecho de saber positivamente que el Papa no nos haría daño en tanto no hubiéramos encontrado el oro aliviaba muy poco mi preocupación.

Cruzamos la amplia vega del río Ebro bajo un cielo encapotado, atravesando un paisaje, de viñas y campos de labor cortado al sur por los picos nevados de la sierra de la Demanda. Después de un duro repecho encontramos la ciudad de Navarrete, villa próspera y artesana, dotada de muy buenos hospitales para peregrinos. Cruzamos sus calles siguiendo el trazado del Camino, admirando las numerosas casas y palacios blasonados que veíamos a derecha e izquierda. Las gentes del lugar, afables como pocas, nos saludaban con cortesía y amabilidad.

A la salida de Navarrete, la pista de barro que era nuestro suelo cruzaba la senda de Ventosa y ascendía suavemente, entre bosques, al Alto de San Antón, donde comenzó de nuevo a llover.

– Esta zona es insegura -comentó Nadie mirando en derredor con desconfianza-. Por desgracia, son muy frecuentes los asaltos de los bandoleros. Deberíamos apretar el paso y alejarnos de aquí cuanto antes.

El rostro de Jonás se iluminó de repente.

– ¿En serio hay bandoleros por estos contornos?

– Y muy peligrosos, muchacho. Más de lo que nos conviene. Así que pon tu caballo al galope y ¡vámonos! -exclamó espoleando al suyo por las bravas y lanzándose colina abajo.

Poco antes de entrar en Nájera, el Camino bordeaba un pequeño cerro por la vertiente norte.

– Este es el Podium de Roldán -dijo Nadie mirando a Jonás-. ¿Conoces la historia del gigante Ferragut?

– No lo había oído nombrar en mí vida.

– En el Liber IV del Codex Calixtinus -apunté con cierta envidia del viejo, que parecía saberlo todo del Camino del Apóstol- se recoge la Crónica de Turpino, arzobispo de Reims, que narra las hazañas de Carlomagno por estas tierras, y allí se encuentra reseñada la lucha entre Roldán y Ferragut.

– Así es, en efecto -admitió Nadie, asintiendo con la cabeza-. Cuenta Turpino que en Nájera, la ciudad que tienes delante de ti, había un gigante del linaje de Goliat, llamado Ferragut, que había venido de las tierras de Siria con veinte mil turcos para combatir a Carlomagno por encargo del emir de Babilonia. Ferragut no temía ni a las lanzas ni a las saetas y poseía la fuerza de cuarenta forzudos. Media casi doce codos de estatura, su cara tenía casi un codo de largo, su nariz un palmo, sus brazos y piernas cuatro codos, y los dedos tres palmos. -Nadie exhibió sus diminutas y encallecidas manos como ejemplo de las manos del gigante-. En cuanto Carlomagno supo de su existencia, acudió a Nájera enseguida y, apenas se enteró Ferragut de su llegada, salió de la ciudad y le retó a singular combate. Carlomagno envió a sus mejores guerreros: en primer lugar el dacio Ogier, a quien el gigante, en cuanto lo vio solo en el campo, se acercó pausadamente y con su brazo derecho lo cogió con todas sus armas y, a la vista de todos, se lo llevó a la ciudad como si fuera una mansa oveja. Luego Carlomagno mandó a Reinaldos de Montalbán y, enseguida, con un solo brazo, Ferragut se lo llevó también a la cárcel de Nájera. Después envió al rey de Roma, Constantino, y al conde Hoel, y a los dos al mismo tiempo, a uno con la derecha y a otro con la izquierda, Ferragut los metió en la cárcel. Por último se enviaron veinte luchadores, de dos en dos, e igualmente los encarceló. Visto esto, y en medio de la general expectación, no se atrevió Carlomagno a mandar a nadie más para luchar contra él.

– Y entonces ¿qué pasó?

– Entonces, un día, llegó por allí Roldán, el caballero más valiente de Carlomagno. Desde lo alto de ese cerro que ves ahí, diviso el castillo del gigante en Nájera, y cuando Ferragut apareció en la puerta, tomó del suelo una piedra redonda, una de dos arrobas, midió cuidadosamente la distancia y, tomando impulso con una carrera, lanzó con fuerza el pedrusco que dio al gigante entre los ojos derribándolo en el acto. Desde entonces ese cerro se conoce como Podium de Roldán. [33]

– Pero ¿sabes qué es lo mejor de toda esta gesta, García? -pregunté a mi hijo con una sonrisa en los labios-. Que la historia da fe de que Carlomagno jamás llegó a entrar en tierras de España. Se detuvo en los Pirineos, en Roncesvalles, y no pasó de allí. ¿No recuerdas el cementerio de Ailiscampis, en Arlés, donde, según la leyenda, descansan los diez mil guerreros del ejército de Carlomagno? De modo que jamás pudo llegar hasta Nájera. ¿Qué te parece?

El muchacho me miró desconcertado y, luego, se rió, balanceando la cabeza de un lado a otro con la condescendencia del viejo sabio que no comprende al mundo. También Nadie soltó una sonora carcajada que hizo eco con la mía.

Seguimos camino dejando Huércanos a la derecha y Alesón a la izquierda, y poco después hacíamos entrada en Nájera cruzando un puente de siete arcos sobre el río Najerilla. Nájera había sufrido mucho por su condición de ciudad fronteriza entre Navarra y Castilla, padeciendo repetidamente las luchas entre ambos reinos hasta su definitiva incorporación a Castilla. Encontramos albergue en el noble monasterio de Santa María la Real, fundado trescientos años antes por un colombroño de Jonás, García I el de Nájera. Preparamos nuestros jergones con montones de crujiente paja de centeno y suaves pellejos de oveja, cenamos de buen grado las ricas viandas que nos sirvieron (pan de cebada, tocino, queso y habas frescas) y salimos en busca de la escurridiza Sara haciendo uso de nuestros bordones de peregrinos. En esta ocasión, para mi pesar, no pude desprenderme ni de Jonás ni de Nadie.

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[32] "Bienaventurado el varón que teme al Señor", sal. 111, 1.

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[33] Actualmente llamado Poyo Roldán o, abreviadamente, Poroldán.